El príncipe, con aires de
derrota, cruzaba el bosque con el sol naranja del atardecer a su
espalda. Caminaba delante de su corcel, de nombre Veloz, llamado así
tanto por la presteza de su galope como por la inmediatez de sus
reflejos en la batalla. El príncipe, contrariado, sujetaba las
riendas de su fiel compañero de fatigas y negaba para sí mismo
sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
“Me ha rechazado”, le dijo a
su caballo. “¿Puedes creerlo? Después de atravesar la ciénaga
únicamente con lo puesto, después de pasar noches al raso siempre
con la mano sobre la espada por si los saqueadores..., escapamos
milagrosamente de la emboscada troll en este mismo bosque seco y
marchito, e incluso después de escalar los muros del castillo de la
hechicera... Justo después de todas esas penurias y después de
abrir el portón de su celda, me encuentro con la princesa a punto de
escabullirse por un hueco en el muro que había abierto al lado de su
lecho. Y me pregunta que qué hago allí. ¡Que qué hago yo allí!
¿Te lo puedes creer? Y cuando le digo que había venido a
rescatarla, va y monta en cólera en mi contra. “Que no hacía
falta que viniese”, me reprochó. “Que ella sabe cuidarse de sí
misma”. Y yo: “no lo pongo en duda, pero al menos permite que te
ayude a escapar”. Y ella que no, que ella es fuerte e independiente
y que no necesita a nadie que la rescate, que soy un chapado a la
antigua y un símbolo de opresión. ¿Pero es que te lo puedes creer,
Veloz? “Un símbolo de opresión”. ¿Yo? ¡Pero si había ido a
sacarla de allí!
Y se escapó, Veloz. No sin antes
advertirme de que no la siguiera. Así que no me quedó más remedio
que dar media vuelta, descender por el muro que había escalado y
salir de los jardines de la hechicera mientras oía detrás de mí
cómo la princesa libraba su justa batalla contra la magia de su
enemiga.
No me malinterpretes, Veloz. Me
siento orgulloso del arrojo y de la firme decisión de la princesa.
Pero, de repente, me siento como si el verdadero villano de esta
historia fuese yo en lugar de la hechicera que la encerró. ¿Acaso
soy el auténtico malo de esta historia cuando mi única intención
era liberarla a ella de cualquier tormento? No lo comprendo, Veloz.
Solamente me limito cumplir con mi parte, a hacer lo que me han
inculcado desde mi tierna infancia. Hijo del rey, heredero del reino,
fui concebido para continuar con el linaje. Desde que apenas
levantaba un palmo del suelo me educaron en el arte de la guerra para
que en el futuro defendiera el honor de la doncella que quisiera
compartir su corazón conmigo. Y, con ella, debía formar una familia
y así garantizar nuestro futuro y el de todo el reino. Ese era el
único cometido en mi vida: enamorarme y tener familia. Ese ha sido
el único propósito en mi vida: encontrar una princesa que me
quisiera para poder empezar a vivir. Y ahora, las tornas han
cambiado, pues no solo me rechaza la princesa, sino que encima me
hace sentir como un malvado villano.
El cuento ha cambiado, Veloz. Y
las princesas ya no necesitan caballeros que las rescaten. Quizás...
Quizás ha llegado el momento de cambiar también mi cuento.
Olvidarme de princesas, rescates, matrimonio y descendencia; y
preocuparme por primera vez de mí mismo. Dejar de anteponer el
bienestar de la princesa al mío, dejar de sacrificarme por ella
cuando no lo necesita, y centrarme en mis propios objetivos y metas.
Te aseguro, fiel amigo mío, que
esta decisión mía no gustará en el reino cuando se sepa. No
tardarán en alzarse voces que me tilden de egoísta o incluso que
duden de mi cordura cuando se percaten de que pasan los años y no
encuentro princesa alguna que complete mi vida. Pero es que yo
tampoco tengo por qué necesitar a nadie para ser feliz. Disfrutaré
de mi libertad igual que cualquiera, igual que ella.
Solo y feliz. ¿Por qué no? Sin
ninguna princesa. Independiente y fuerte. Tan solo espada, caballo y
sendero. Puede que funcione, Veloz. Puede que yo tampoco necesite a
una princesa para sentirme pleno”.
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