jueves, 29 de diciembre de 2016

Vagabundo

Poco me importa que la luna de este planeta árido, de montañas colosales, sólidas y compactas, se interponga entre mi caza estelar y el sol, sumiéndome lentamente en un eclipse de una oscuridad absoluta mientras sobrevuelo la superficie. No consigo apartar la mirada de la pequeña pantalla verde y redonda de la cabina. La imagen me muestra el barrido de señales del radar como si fuera un parabrisas verdoso que va y viene sobre un fondo milimetrado. Tamborileo con los dedos sobre la palanca de mando mientras me muerdo el labio, nervioso. Esa dichosa línea en la pantalla todavía no detecta ninguna señal de la cápsula de escape de Anna.

Reconfiguro el espectro de búsqueda y aprieto los dientes, agobiado. El casco me molesta y el uniforme me oprime el cuello. Siento el sudor escapándoseme por los pliegues de las articulaciones. Tomo aire y continúo con la percusión de mis dedos, al tiempo que mi cabeza rebosa de imágenes de mi querida esposa. Recuerdos preciosos compartidos juntos que espero que no se conviertan en mi único consuelo si es que la he perdido para siempre. Me humedezco los labios y le doy un golpe a ese malnacido radar que parece negarse voluntariamente a darme una respuesta. Suelto la palanca y me decido a mirar por el cristal de la cabina. Escudriño la oscuridad de fuera con la esperanza de localizar el destello parpadeante de su señal de emergencia. Pero no consigo ver nada más que mi propio reflejo preocupado y atrapado en un casco que parece una pecera de alta tecnología.

Me reclino en el asiento y aprieto los labios mientras me crujo los nudillos con la vista perdida de nuevo en recuerdos y el corazón hundido en la incertidumbre. Un vistazo rápido me confirma que el piloto automático se sigue encargando del pilotaje desde que entramos en la atmósfera. No dejo de pensar una y otra vez que debería estar por aquí. El ordenador de abordo realizó sus cálculos de trayectoria. Y su cápsula de escape debería haber tomado tierra por este área.

Miro hacia arriba, hacia el cielo estrellado, y es allí donde sí encuentro leves destellos aquí y allá. El ataque al transbordador sigue en marcha. Niego con la cabeza y deseo con todas mis fuerzas que mis compañeros de escuadrón sea capaces de acabar con esos malditos piratas. Todavía desconozco por qué tardamos tanto en detectarlos. Media hora antes, la misión de escolta al transbordador iba perfectamente bien hasta que, tan pronto como nos acercamos a este planeta, el radar se iluminó como una jodida aurora boreal. Y lo que antes parecían estrellas resultaron ser naves piratas expectantes que comenzaron a desprenderse de la negrura del espacio infinito para comenzar a vomitar sus rayos rojos contra el fuselaje del transbordador. Malditos carroñeros. Son capaces de acabar con toda una nave repleta de refugiados con tal de conseguir su chatarra espacial. Mi jefe de escuadrón reaccionó rápido, adoptamos la formación flecha y nos lanzamos al ataque para defender la nave. Lo bueno de los piratas espaciales es que son fáciles de derribar, y sus naves caían a nuestro paso como si fuesen hojas desparramadas por un viento espacial de furia y justicia. Sin embargo, eran demasiados. Y mientras nos concentrábamos en los cazas, las naves carroñeras ya se había adherido al fuselaje como garrapatas y comenzaban a lanzar pedazos del transbordador al espacio.

El combate se intensificó y consiguieron romper nuestra formación. Yo me mantenía en la cola de un caza pirata a través de los metales que salían despedidos del transbordador cuando en mi brazalete digital se iluminó la señal de emergencia con el nombre de Anna justo al lado. Abrí fuego y mis proyectiles trazaron un arco que se fue acercando a la rauda nave pirata hasta que cercenaron una de sus alas y la nave entró en barrena atraída por la gravedad del planeta. En ese fugaz instante de respiro, pude apartar la mirada hacia el mensaje de emergencia. Por radio ya estaban dando el aviso: el transbordador estaba evacuado a sus pasajeros. De la gran nave comenzaron a salir despedidas multitudes de ráfagas vaporosas encabezadas por un radiante piloto rojo parpadeante. Las cápsulas de escape estaban siendo lanzadas hacia el planeta cercano. Mi brazalete reconoció la de mi esposa, que atravesó mi visor ante mi mirada de incredulidad. No podía creerme que dentro de aquella cosa fuese mi mujer. Por radio me llegaban llamadas de auxilio de compañeros, y mi jefe de escuadrón nos hacía un llamamiento para recuperar la formación. Sin embargo, no sé cómo, apagué la radio y bajé el morro de mi caza hacia la atmósfera del planeta, en busca de la cápsula de mi mujer, que acababa de perderse entre las nubes mugrientas y marrones de aquel planeta desolado.

Ya llevo veinte minutos de escaneo sin éxito, y empiezo a pensar que la he cagado. No solo por no encontrar a Anna, sino que también, al abandonar la batalla, me van a considerar un traidor. Y nadie se preocupará ya de salir en busca de la esposa de un traidor. Sin embargo, justo entonces, escucho una distorsión zumbante seguida de un tono ascendente y descendente de alarma. Clavo la mirada en el radar. “Señal localizada”, leo en la pantalla. No obstante, otro destello llama mi atención arriba. Los restos del transbordador comienzan a caer en llamas a través de la atmósfera en lo que parece ser una lluvia de meteoritos delante del eclipse solar, conformando una visión apocalíptica reflejada en el cristal pulido de mi casco. Alrededor del fuego de la caída, distingo las pequeñas explosiones de la batalla de cazas que aún se libra. Los piratas no iba a dejar escapar toda la chatarra del transbordador, y los cazas de la escolta iban a vender caro el derribo de la nave que debían proteger.

Era hora de acomodarse, abrocharse bien, bajar la visera de combate del casco y volver a la posición de ataque. Los piratas han traído la guerra hasta el planeta, y yo estoy decidido a rescatar a Anna.

Va a ser un rescate movidito.

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