Poco me importa que la luna de
este planeta árido, de montañas colosales, sólidas y compactas, se
interponga entre mi caza estelar y el sol, sumiéndome lentamente en
un eclipse de una oscuridad absoluta mientras sobrevuelo la
superficie. No consigo apartar la mirada de la pequeña pantalla
verde y redonda de la cabina. La imagen me muestra el barrido de
señales del radar como si fuera un parabrisas verdoso que va y viene
sobre un fondo milimetrado. Tamborileo con los dedos sobre la palanca
de mando mientras me muerdo el labio, nervioso. Esa dichosa línea en
la pantalla todavía no detecta ninguna señal de la cápsula de
escape de Anna.
Reconfiguro el espectro de
búsqueda y aprieto los dientes, agobiado. El casco me molesta y el
uniforme me oprime el cuello. Siento el sudor escapándoseme por los
pliegues de las articulaciones. Tomo aire y continúo con la
percusión de mis dedos, al tiempo que mi cabeza rebosa de imágenes
de mi querida esposa. Recuerdos preciosos compartidos juntos que
espero que no se conviertan en mi único consuelo si es que la he
perdido para siempre. Me humedezco los labios y le doy un golpe a ese
malnacido radar que parece negarse voluntariamente a darme una
respuesta. Suelto la palanca y me decido a mirar por el cristal de la
cabina. Escudriño la oscuridad de fuera con la esperanza de
localizar el destello parpadeante de su señal de emergencia. Pero no
consigo ver nada más que mi propio reflejo preocupado y atrapado en
un casco que parece una pecera de alta tecnología.
Me reclino en el asiento y
aprieto los labios mientras me crujo los nudillos con la vista
perdida de nuevo en recuerdos y el corazón hundido en la
incertidumbre. Un vistazo rápido me confirma que el piloto
automático se sigue encargando del pilotaje desde que entramos en la
atmósfera. No dejo de pensar una y otra vez que debería estar por
aquí. El ordenador de abordo realizó sus cálculos de trayectoria.
Y su cápsula de escape debería haber tomado tierra por este área.
Miro hacia arriba, hacia el cielo
estrellado, y es allí donde sí encuentro leves destellos aquí y
allá. El ataque al transbordador sigue en marcha. Niego con la
cabeza y deseo con todas mis fuerzas que mis compañeros de escuadrón
sea capaces de acabar con esos malditos piratas. Todavía desconozco
por qué tardamos tanto en detectarlos. Media hora antes, la misión
de escolta al transbordador iba perfectamente bien hasta que, tan
pronto como nos acercamos a este planeta, el radar se iluminó como
una jodida aurora boreal. Y lo que antes parecían estrellas
resultaron ser naves piratas expectantes que comenzaron a
desprenderse de la negrura del espacio infinito para comenzar a
vomitar sus rayos rojos contra el fuselaje del transbordador.
Malditos carroñeros. Son capaces de acabar con toda una nave repleta
de refugiados con tal de conseguir su chatarra espacial. Mi jefe de
escuadrón reaccionó rápido, adoptamos la formación flecha y nos
lanzamos al ataque para defender la nave. Lo bueno de los piratas
espaciales es que son fáciles de derribar, y sus naves caían a
nuestro paso como si fuesen hojas desparramadas por un viento
espacial de furia y justicia. Sin embargo, eran demasiados. Y
mientras nos concentrábamos en los cazas, las naves carroñeras ya
se había adherido al fuselaje como garrapatas y comenzaban a lanzar
pedazos del transbordador al espacio.
El combate se intensificó y
consiguieron romper nuestra formación. Yo me mantenía en la cola de
un caza pirata a través de los metales que salían despedidos del
transbordador cuando en mi brazalete digital se iluminó la señal de
emergencia con el nombre de Anna justo al lado. Abrí fuego y mis
proyectiles trazaron un arco que se fue acercando a la rauda nave
pirata hasta que cercenaron una de sus alas y la nave entró en
barrena atraída por la gravedad del planeta. En ese fugaz instante
de respiro, pude apartar la mirada hacia el mensaje de emergencia.
Por radio ya estaban dando el aviso: el transbordador estaba evacuado
a sus pasajeros. De la gran nave comenzaron a salir despedidas
multitudes de ráfagas vaporosas encabezadas por un radiante piloto
rojo parpadeante. Las cápsulas de escape estaban siendo lanzadas
hacia el planeta cercano. Mi brazalete reconoció la de mi esposa,
que atravesó mi visor ante mi mirada de incredulidad. No podía
creerme que dentro de aquella cosa fuese mi mujer. Por radio me
llegaban llamadas de auxilio de compañeros, y mi jefe de escuadrón
nos hacía un llamamiento para recuperar la formación. Sin embargo,
no sé cómo, apagué la radio y bajé el morro de mi caza hacia la
atmósfera del planeta, en busca de la cápsula de mi mujer, que
acababa de perderse entre las nubes mugrientas y marrones de aquel
planeta desolado.
Ya llevo veinte minutos de
escaneo sin éxito, y empiezo a pensar que la he cagado. No solo por
no encontrar a Anna, sino que también, al abandonar la batalla, me
van a considerar un traidor. Y nadie se preocupará ya de salir en
busca de la esposa de un traidor. Sin embargo, justo entonces,
escucho una distorsión zumbante seguida de un tono ascendente y
descendente de alarma. Clavo la mirada en el radar. “Señal
localizada”, leo en la pantalla. No obstante, otro destello llama
mi atención arriba. Los restos del transbordador comienzan a caer en
llamas a través de la atmósfera en lo que parece ser una lluvia de
meteoritos delante del eclipse solar, conformando una visión
apocalíptica reflejada en el cristal pulido de mi casco. Alrededor
del fuego de la caída, distingo las pequeñas explosiones de la
batalla de cazas que aún se libra. Los piratas no iba a dejar
escapar toda la chatarra del transbordador, y los cazas de la escolta
iban a vender caro el derribo de la nave que debían proteger.
Era hora de acomodarse,
abrocharse bien, bajar la visera de combate del casco y volver a la
posición de ataque. Los piratas han traído la guerra hasta el
planeta, y yo estoy decidido a rescatar a Anna.
Va a ser un rescate movidito.
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