jueves, 27 de octubre de 2016

La mansión (Segunda parte de dos)

Más allá del sendero del jardín reseco, más allá del césped muerto sembrado de espinas, más allá de la fuente destrozada que salpicaba chorros de algo negro y viscoso, más allá de cualquier resto de cordura, se encontraba la mansión. Alice subió los pocos escalones hasta el porche y se aproximó a la puerta de entrada. Su firme convicción de que allí dentro se encontraba su bebé desaparecido la animó a tocar con fuerza en la madera agrietada para hacerse oír en el interior de la enorme y desvencijada vivienda. Esperó la respuesta unos segundos, pero solo encontró como respuesta los graznidos de los cuervos que la vigilaban desde las ramas retorcidas de los árboles monstruosos. Suspiró, no por resignación, sino para llenar sus pulmones y su espíritu de fuerza. Se puso la manta de su hija sobre los hombros y empujó la puerta de dos hojas para abrirla de par en par. La madera cedió al empuje y se astilló por los marcos. Una bofetada de olor a humedad y a aire estancado le sacudió la nariz, y no tuvo más remedio que retroceder unos pasos para alejarse un poco del vaho de peste. Delante de ella, oscuridad. No había vestíbulo, ni salón, ni siquiera una estancia. La entrada a la mansión tan solo le ofrecía una escalera empinada que descendía hasta perderse en las profundidades oscuras de lo desconocido.

Y Alice bajó, apoyándose en la pared y descendiendo escalón por escalón hasta que todo a su alrededor se volvió negrura. Fue con cuidado, afianzando la planta de sus pies en los estrechos escalones esculpidos en la piedra. Paso lento, pero seguro para evitar una caída que en realidad no sabía cuánto duraría, ni siquiera si encontraría final alguna vez. Conforme bajaba, una sensación espeluznante la avisaba de que no estaba sola del todo. Escuchaba correteos por las paredes, cosquilleos desagradables en los antebrazos y múltiples patas peludas y ásperas que le pasaban por encima de los pies. Gotas ardientes de veneno que manaban de colmillos negros escondidos en la oscuridad le caían sobre el pelo. Pero Alice no se amedrentó y se empecinó en domar sus latidos descontrolados que casi le reventaban el pecho. Continuó bajando hasta que una luz mortecina y verdosa le anunció que el final del descenso estaba próximo.

Los últimos escalones los bajó Alice corriendo, mientras se sacudía el pelo para librarse de las patas de aquella asquerosa criatura que se había enredado entre sus cabellos. La notó liberada en la piel suave de la nuca y le dio un manotazo. Sin ver hacia dónde huia, Alice se alejó de la oscuridad de la escalera y se adentró en la estancia amplia. Pronto se percató de que estaba en una sala cuadrada, vacía y destrozada. El suelo de madera estaba destrozado y agujereado. Varios listones de madera estaban partidos y las astillas apuntaban al techo como matorrales puntiagudos. En las paredes laterales, un amplio ventanal se extendía ocupando toda la superficie y dejando entrar la luz de la luna, que se filtraba por las nubes verdosas y lúgubres de un mundo imposible que se encontraba bajo tierra. Los ventanales hacían pensar que en otro tiempo aquel lugar pudo haber sido usado como una especie de invernadero. Pero, en lugar de plantas, ahora allí tan solo había decadencia y una figura lúgubre que se mecía en una mecedora en medio de la sala. Alice tuvo que parpadear varias veces para asegurarse de que la estaba viendo correctamente. Su forma, difusa al principio, nunca llegó a definirse del todo. Ella tan solo distinguía algunas partes reconocibles. El pelo, los jirones de su vestido, el pecho femenino desnudo. Y el chirrido de la mecedora, lento e hipnótico, mientras su cabello y la tela de sus ropajes destrozados flotaban en el aire viciado como si estuviesen bajo el agua. La tela hecha jirones se removió en el aire y descubrió ante Alice lo que la figura portaba en su regazo. En sus brazos sostenía al bebé de Alice, mientras la extraña criatura la amamantaba con sus pechos azules y raquíticos.

Alice no dijo palabra alguna, simplemente se lanzó a la carrera para recuperar a su pequeña hija de las manos de aquel ser asqueroso. Corrió hasta que el flato la hizo caer de rodillas asfixiada por el tremendo esfuerzo. Alzó la vista entre las gotas de sudor que le chorreaban, pero su bebé y aquel ser inmundo siempre se encontraban a la misma distancia de ella.

Suelta a mi hija, puta ―la amenazó Alice entre sollozos.

La criatura, con el rostro siempre parcialmente oculto por la danza de su cabello negro flotante, alzó el mentón pálido y puntiagudo y dejó que viera su sonrisa desdentada de encías inflamadas tras unos labios negros que rezumaban ponzoña.

Esta ya no es tu hija ―replicó con su voz helada, que se clavó directamente en el corazón de Alice.

Esta reaccionó llena de ira y partió un listón de madera del suelo. Lo lanzó hacia la cabeza de la criatura, pero pasó a través de ella como si estuviera hecha de aire.

Acepta que la has perdido ―insistió la criatura, sin dejar de mecerse ni de amamantar a la hija de Alice.

No. ¡Devuélvemela! ¡Es mi hija! ¡Mi pequeña! ¡Mi tesoro! ¿Te crees que me das miedo? ¿Te crees que me das miedo? Dame a mi hija de una vez, criatura malnacida, o seré yo misma la que te enseñe lo que es el auténtico terror.

Una sonrisa condescendiente se esbozó en el rostro oculto de la criatura, y comenzó a acunar a la bebé para que se quedara dormida.

No puede volver contigo, mujer ―le recordó el ser―. Ya no pertenece al mundo de los vivos. La vida la ha abandonado y ahora está con nosotros.

¡Es mi hija!

Tu hija murió.

No. No ha muerto. Está aquí. La estoy viendo. La tienes entre tus brazos, a tan solo unos pasos de mi corazón. Si tan solo me la pudieras dar para abrazarla, para besarla, para olerla, para acunarla..., para quererla. La amo tanto..., que daría la vida por ella. Es mi hija. Es lo único que me queda.

Nunca podrás tenerla de vuelta. Nunca regresará. Este es su mundo ahora.

No pienso irme sin mi hija.

Pues permanece aquí, mortal, si ese es tu deseo. Hasta estos páramos prohibidos solo llegan los espíritus perdidos y los vivos desquiciados. Puedes quedarte, mortal desquiciada, y observar eternamente cómo tienes a tu hija delante de tus ojos sin poder abrazarla ni quererla. Ella será un bebé para siempre, pero tú envejecerás y morirás. Y entonces, tu fantasma vagará por esta estancia llorando por un bebé que ni siquiera recuerda quién es su auténtica madre. Pasarás de la locura a la muerte y luego a la tortura eterna. Ese es el futuro que te aguarda si una mortal como tú permanece más de lo debido en el reino de los perdidos.

¿Quién eres, malnacida?

La criatura entonces dejó de acunar al bebé y lo tapó con una manta. Alice se asombró cuando vio que la manta era la misma que ella llevaba sobre los hombros. Se llevó las manos a la boca y vio delante de ella cómo el cabello de la criatura se removía dejando al descubierto su rostro. Alice se vio a sí misma sentada en la mecedora, reseca, cadavérica y con los ojos hundidos y negros de tanto llorar.

Soy la mala decisión que tomaste hace mucho tiempo ―respondió, antes de bajar la cabeza y abrazarse al bebé, su bebé, el bebé de las dos.

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