Más allá del sendero del jardín
reseco, más allá del césped muerto sembrado de espinas, más allá
de la fuente destrozada que salpicaba chorros de algo negro y
viscoso, más allá de cualquier resto de cordura, se encontraba la
mansión. Alice subió los pocos escalones hasta el porche y se
aproximó a la puerta de entrada. Su firme convicción de que allí
dentro se encontraba su bebé desaparecido la animó a tocar con
fuerza en la madera agrietada para hacerse oír en el interior de la
enorme y desvencijada vivienda. Esperó la respuesta unos segundos,
pero solo encontró como respuesta los graznidos de los cuervos que
la vigilaban desde las ramas retorcidas de los árboles monstruosos.
Suspiró, no por resignación, sino para llenar sus pulmones y su
espíritu de fuerza. Se puso la manta de su hija sobre los hombros y
empujó la puerta de dos hojas para abrirla de par en par. La madera
cedió al empuje y se astilló por los marcos. Una bofetada de olor a
humedad y a aire estancado le sacudió la nariz, y no tuvo más
remedio que retroceder unos pasos para alejarse un poco del vaho de
peste. Delante de ella, oscuridad. No había vestíbulo, ni salón,
ni siquiera una estancia. La entrada a la mansión tan solo le
ofrecía una escalera empinada que descendía hasta perderse en las
profundidades oscuras de lo desconocido.
Y Alice bajó, apoyándose en la
pared y descendiendo escalón por escalón hasta que todo a su
alrededor se volvió negrura. Fue con cuidado, afianzando la planta
de sus pies en los estrechos escalones esculpidos en la piedra. Paso
lento, pero seguro para evitar una caída que en realidad no sabía
cuánto duraría, ni siquiera si encontraría final alguna vez.
Conforme bajaba, una sensación espeluznante la avisaba de que no
estaba sola del todo. Escuchaba correteos por las paredes,
cosquilleos desagradables en los antebrazos y múltiples patas
peludas y ásperas que le pasaban por encima de los pies. Gotas
ardientes de veneno que manaban de colmillos negros escondidos en la
oscuridad le caían sobre el pelo. Pero Alice no se amedrentó y se
empecinó en domar sus latidos descontrolados que casi le reventaban
el pecho. Continuó bajando hasta que una luz mortecina y verdosa le
anunció que el final del descenso estaba próximo.
Los últimos escalones los bajó
Alice corriendo, mientras se sacudía el pelo para librarse de las
patas de aquella asquerosa criatura que se había enredado entre sus
cabellos. La notó liberada en la piel suave de la nuca y le dio un
manotazo. Sin ver hacia dónde huia, Alice se alejó de la oscuridad
de la escalera y se adentró en la estancia amplia. Pronto se percató
de que estaba en una sala cuadrada, vacía y destrozada. El suelo de
madera estaba destrozado y agujereado. Varios listones de madera
estaban partidos y las astillas apuntaban al techo como matorrales
puntiagudos. En las paredes laterales, un amplio ventanal se extendía
ocupando toda la superficie y dejando entrar la luz de la luna, que
se filtraba por las nubes verdosas y lúgubres de un mundo imposible
que se encontraba bajo tierra. Los ventanales hacían pensar que en
otro tiempo aquel lugar pudo haber sido usado como una especie de
invernadero. Pero, en lugar de plantas, ahora allí tan solo había
decadencia y una figura lúgubre que se mecía en una mecedora en
medio de la sala. Alice tuvo que parpadear varias veces para
asegurarse de que la estaba viendo correctamente. Su forma, difusa al
principio, nunca llegó a definirse del todo. Ella tan solo
distinguía algunas partes reconocibles. El pelo, los jirones de su
vestido, el pecho femenino desnudo. Y el chirrido de la mecedora,
lento e hipnótico, mientras su cabello y la tela de sus ropajes
destrozados flotaban en el aire viciado como si estuviesen bajo el
agua. La tela hecha jirones se removió en el aire y descubrió ante
Alice lo que la figura portaba en su regazo. En sus brazos sostenía
al bebé de Alice, mientras la extraña criatura la amamantaba con
sus pechos azules y raquíticos.
Alice no dijo palabra alguna,
simplemente se lanzó a la carrera para recuperar a su pequeña hija
de las manos de aquel ser asqueroso. Corrió hasta que el flato la
hizo caer de rodillas asfixiada por el tremendo esfuerzo. Alzó la
vista entre las gotas de sudor que le chorreaban, pero su bebé y
aquel ser inmundo siempre se encontraban a la misma distancia de
ella.
―Suelta a mi hija, puta ―la
amenazó Alice entre sollozos.
La criatura, con el rostro
siempre parcialmente oculto por la danza de su cabello negro
flotante, alzó el mentón pálido y puntiagudo y dejó que viera su
sonrisa desdentada de encías inflamadas tras unos labios negros que
rezumaban ponzoña.
―Esta ya no es tu hija ―replicó
con su voz helada, que se clavó directamente en el corazón de
Alice.
Esta reaccionó llena de ira y
partió un listón de madera del suelo. Lo lanzó hacia la cabeza de
la criatura, pero pasó a través de ella como si estuviera hecha de
aire.
―Acepta que la has perdido
―insistió la criatura, sin dejar de mecerse ni de amamantar a la
hija de Alice.
―No. ¡Devuélvemela! ¡Es mi
hija! ¡Mi pequeña! ¡Mi tesoro! ¿Te crees que me das miedo? ¿Te
crees que me das miedo? Dame a mi hija de una vez, criatura
malnacida, o seré yo misma la que te enseñe lo que es el auténtico
terror.
Una sonrisa condescendiente se
esbozó en el rostro oculto de la criatura, y comenzó a acunar a la
bebé para que se quedara dormida.
―No puede volver contigo, mujer
―le recordó el ser―. Ya no pertenece al mundo de los vivos. La
vida la ha abandonado y ahora está con nosotros.
―¡Es mi hija!
―Tu hija murió.
―No. No ha muerto. Está aquí.
La estoy viendo. La tienes entre tus brazos, a tan solo unos pasos de
mi corazón. Si tan solo me la pudieras dar para abrazarla, para
besarla, para olerla, para acunarla..., para quererla. La amo
tanto..., que daría la vida por ella. Es mi hija. Es lo único que
me queda.
―Nunca podrás tenerla de
vuelta. Nunca regresará. Este es su mundo ahora.
―No pienso irme sin mi hija.
―Pues permanece aquí, mortal,
si ese es tu deseo. Hasta estos páramos prohibidos solo llegan los
espíritus perdidos y los vivos desquiciados. Puedes quedarte, mortal
desquiciada, y observar eternamente cómo tienes a tu hija delante de
tus ojos sin poder abrazarla ni quererla. Ella será un bebé para
siempre, pero tú envejecerás y morirás. Y entonces, tu fantasma
vagará por esta estancia llorando por un bebé que ni siquiera
recuerda quién es su auténtica madre. Pasarás de la locura a la
muerte y luego a la tortura eterna. Ese es el futuro que te aguarda
si una mortal como tú permanece más de lo debido en el reino de los
perdidos.
―¿Quién eres, malnacida?
La criatura entonces dejó de
acunar al bebé y lo tapó con una manta. Alice se asombró cuando
vio que la manta era la misma que ella llevaba sobre los hombros. Se
llevó las manos a la boca y vio delante de ella cómo el cabello de
la criatura se removía dejando al descubierto su rostro. Alice se
vio a sí misma sentada en la mecedora, reseca, cadavérica y con los
ojos hundidos y negros de tanto llorar.
―Soy la mala decisión que
tomaste hace mucho tiempo ―respondió, antes de bajar la cabeza y
abrazarse al bebé, su bebé, el bebé de las dos.
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