jueves, 20 de octubre de 2016

La mansión (Primera parte de dos)

Niebla y barro era cuanto había en aquel páramo. A pesar de que era pleno día, Alice no era capaz de distinguir el sendero del resto del barro en el que hundía sus zapatos rotos bajo la falda. “Siga el camino y no se salga de él”, le había recomendado el cochero, antes de fustigar a sus caballos para alejarse a toda prisa de la linde de la ciénaga maldita. Pero aquel consejo había caído en saco roto cuando Alice se fue adentrando cada vez más en la densa bruma, y todo a su alrededor desapareció engullido por el frío húmedo y mortecino de la niebla. Incluso se le emborronaba la mirada al bajar la vista hacia el borde sucio y mojado de su falda larga. Alice hizo de tripas corazón y estrujó la manta celeste que llevaba en sus manos. Se la llevó hasta la nariz y dejó que el aroma penetrara en sus fosas nasales. Aún olía a ella. Era el olor suave y dulce de su hija recién nacida. Apretó los labios, se pasó la mano por el cabello recogido en un moño descuidado y continuó adentrándose en la espeluznante niebla en busca de su bebé desaparecido.


Le costaba enorme trabajo dar cada uno de los pasos. Avanzar suponía sumergir el pie hasta que tocara fondo en el barro y luego tirar de él hasta conseguir hacerlo emerger de nuevo cubierto de lodo. La falda larga no le facilitaba el avance y arrastraba la tela, que cada vez pesaba más a causa de la acumulación de barro. El aire olía mal, cada vez peor. Al principio era solamente una nota flotante de podredumbre que, poco a poco, se fue intensificando hasta convertirse en un hedor insoportable a descomposición, como si Alice se acercara a una multitud de cadáveres húmedos e hinchados que se descomponían encharcados en el barro nauseabundo. Utilizó la mantita de su hija para filtrar el aire que respiraba y siguió avanzando.



De vez en cuando, cuando daba un nuevo paso, Alice notaba algo rozándole los tobillos, como un toque despistado que se deslizaba por su piel. La mujer aguantó, y decidió no mirar abajo y seguir caminando. En ocasiones, incluso pisaba algo carnoso que se aplastaba cuando apoyaba su pie, y sonaba como una esponja rancia que se oprimía expulsando algo viscoso. Alice tragó saliva y notó que el sabor a podredumbre ocupaba todo su paladar seco. Pero no se paró. Ni siquiera cuando un escalofrío le recorrió la espalda cuando tuvo la convicción de que acababa de pisar la cabeza de algún muerto.



La mujer caminó hasta perder la noción del tiempo y la estabilidad de las piernas. Las notaba frías por la humedad y doloridas por el constante esfuerzo. Con la manta en la nariz respiraba mal, y empezó a sentirse agobiada por la falta de oxígeno. Trató de apartarse la manta, pero el hedor la sacudía entonces y le revolvía las tripas. El aire casi parecía irrespirable y el mal olor se había vuelto tan intenso que parecía quemarle la garganta. Todo comenzó a darle vueltas y la niebla pareció arremolinarse dejándola a ella en el centro. De un momento para otro, perdió el equilibrio y fue incapaz de seguir distinguiendo arriba de abajo. Cayó de rodillas manteniendo en todo momento la manta muy cerca de su rostro. Era lo único que podría brindarle la salvación en aquel lugar lejos de la cordura y de lo sagrado. Apretó los parpados y aguantó las contracciones de su estómago desesperado por vomitar la preocupación vacía que lo oprimía. Pero Alice recordó a su pequeña, rememoró su mirada y cómo agitó los brazos la primera vez que la tuvo en su regazo. Su hija estaba allí, en alguna parte, y Alice no se detendría hasta dar con ella. Justo en ese momento, Alice abrió los ojos, y descubrió que la niebla se había disipado en parte y el mal olor había desaparecido.



A pesar de algún traspiés, fue capaz de ponerse de pie y ver lo que tenía delante. Un portón enrejado y oxidado se alzaba muy por encima de su cabeza. A cada lado, unas columnas cuadradas de ladrillo mohoso enmarcaban el portón, al lado del cual se extendía una reja retorcida y negra que se perdía de vista en la niebla del horizonte. Dos gárgolas vigilaban la entrada, quietas y eternas. La de la izquierda estaba agazapada y tenía la mirada vacía sobre su pico de rapaz, la de la derecha, con su hocico de gran felino, resultaba amenazante sobre sus cuatro poderosas patas. Alice se acercó al portón y se agarró a los barrotes húmedos y mugrientos. Más allá de ellos, distinguió la mansión entre la niebla, aguardándola con su silueta emergiendo entre la los mares de bruma. Alice trató de abrir el portón, pero parecía estar cerrado.



¿Qué intenta? ―escuchó Alice, de buenas a primeras. Una voz agrietada y ronca se cernió sobre ella como una oleada de flechas que se clavó en su corazón. La mujer miró arriba y vio a la gárgola del pico de rapaz, encaramada al borde de su pedestal y escudriñando a la mujer con el vaivén de su cabeza de piedra.



No puede ser ―negó Alice―. ¿Acaso eres tú quien habla?



Lo sorprendente aquí, mujer, no es que yo sea capaz de hablar ―respondió la gárgola, acomodándose en su estrecho soporte―, sino que tú seas capaz de entenderme. Tampoco deja de ser asombroso que alguien como tú haya llegado hasta aquí y, no contento con ello, además intente abrir el paso hasta la mansión. Sin lugar a dudas, debes de estar fuera de tus cabales, porque cualquiera en su sano juicio pagaría montañas de riquezas por alejarse de las penurias y sombras que plagan estos lares.



Anoche secuestraron a mi bebé ―contestó Alice, apretando la manta de su hija en el puño―. Y lo vi con mis propios ojos. Nadie me cree. Creen que estoy loca. Pero yo lo vi. Lo vi. Vi a aquella criatura de la noche, con mi pobre niña en sus brazos peludos. Vi a esa dichosa criatura salir volando por la ventana, con sus alas negras y su sonrisa afilada, llevándose a mi pequeña a la noche y dejándome a mí de rodillas con el eco de su llanto en mi cabeza.



¿Y crees que tu hija ha terminado aquí, en la mansión?



Quienquiera que se llevara a mi bebé no era humano. Ciertamente ahora estoy hablando con una gárgola de piedra, y eso me hace pensar que quizás esté en el lugar adecuado. Ahora, no me hagas perder el tiempo y dime cómo abrir este portón.



Se escuchó un engranaje metálico y oxidado y el portón se abrió con un chirrido. Alice se apresuró a cruzarlo y, cuando se encontró al otro lado, miró arriba. La gárgola se había girado y continuaba mirándola con el cuello extendido hacia el suelo, como si tuviera problemas de visión, aferrada con sus garras al borde de ladrillo.



Gracias ―le dijo Alice.



No te confundas mujer ―le advirtió la gárgola―. No te he ayudado. Acabo de abrirte el paso a un mundo de pesadilla en el que tu cordura será hecha trizas y en el que la muerte no sería un castigo, sino una liberación para el tormento que te aguarda. Pero esa muerte no llegará, y tu tormento y tu locura continuarán. No me agradezcas nada, mujer, y da la vuelta ahora que aún puedes.



Pero Alice hizo oídos sordos, se agarró a la manta de su bebé y comenzó a recorrer el camino de grava que la conducía hasta la mansión. Atrás dejó a la gárgola miope, observando con el vaivén de su cabeza cómo aquella mujer inconsciente se dirigía por voluntad propia a la raíz de todos los terrores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario