Niebla y barro era cuanto había
en aquel páramo. A pesar de que era pleno día, Alice no era capaz
de distinguir el sendero del resto del barro en el que hundía sus
zapatos rotos bajo la falda. “Siga el camino y no se salga de él”,
le había recomendado el cochero, antes de fustigar a sus caballos
para alejarse a toda prisa de la linde de la ciénaga maldita. Pero
aquel consejo había caído en saco roto cuando Alice se fue
adentrando cada vez más en la densa bruma, y todo a su alrededor
desapareció engullido por el frío húmedo y mortecino de la niebla.
Incluso se le emborronaba la mirada al bajar la vista hacia el borde
sucio y mojado de su falda larga. Alice hizo de tripas corazón y
estrujó la manta celeste que llevaba en sus manos. Se la llevó
hasta la nariz y dejó que el aroma penetrara en sus fosas nasales.
Aún olía a ella. Era el olor suave y dulce de su hija recién
nacida. Apretó los labios, se pasó la mano por el cabello recogido
en un moño descuidado y continuó adentrándose en la espeluznante
niebla en busca de su bebé desaparecido.
Le costaba enorme trabajo dar
cada uno de los pasos. Avanzar suponía sumergir el pie
hasta que tocara fondo en el barro y luego tirar de él hasta
conseguir hacerlo emerger de nuevo cubierto de lodo. La falda larga
no le facilitaba el avance y arrastraba la tela, que cada vez pesaba
más a causa de la acumulación de barro. El aire olía mal, cada vez
peor. Al principio era solamente una nota flotante de podredumbre
que, poco a poco, se fue intensificando hasta convertirse en un hedor
insoportable a descomposición, como si Alice se acercara a una
multitud de cadáveres húmedos e hinchados que se descomponían
encharcados en el barro nauseabundo. Utilizó la mantita de su hija
para filtrar el aire que respiraba y siguió avanzando.
De vez en cuando, cuando daba un
nuevo paso, Alice notaba algo rozándole los tobillos, como un toque
despistado que se deslizaba por su piel. La mujer aguantó, y decidió
no mirar abajo y seguir caminando. En ocasiones, incluso pisaba algo
carnoso que se aplastaba cuando apoyaba su pie, y sonaba como una
esponja rancia que se oprimía expulsando algo viscoso. Alice tragó
saliva y notó que el sabor a podredumbre ocupaba todo su paladar
seco. Pero no se paró. Ni siquiera cuando un escalofrío le recorrió
la espalda cuando tuvo la convicción de que acababa de pisar la
cabeza de algún muerto.
La mujer caminó hasta perder la
noción del tiempo y la estabilidad de las piernas. Las notaba frías
por la humedad y doloridas por el constante esfuerzo. Con la manta en
la nariz respiraba mal, y empezó a sentirse agobiada por la falta de
oxígeno. Trató de apartarse la manta, pero el hedor la sacudía
entonces y le revolvía las tripas. El aire casi parecía
irrespirable y el mal olor se había vuelto tan intenso que parecía
quemarle la garganta. Todo comenzó a darle vueltas y la niebla
pareció arremolinarse dejándola a ella en el centro. De un momento
para otro, perdió el equilibrio y fue incapaz de seguir
distinguiendo arriba de abajo. Cayó de rodillas manteniendo en todo
momento la manta muy cerca de su rostro. Era lo único que podría
brindarle la salvación en aquel lugar lejos de la cordura y de lo
sagrado. Apretó los parpados y aguantó las contracciones de su
estómago desesperado por vomitar la preocupación vacía que lo
oprimía. Pero Alice recordó a su pequeña, rememoró su mirada y
cómo agitó los brazos la primera vez que la tuvo en su regazo. Su
hija estaba allí, en alguna parte, y Alice no se detendría hasta
dar con ella. Justo en ese momento, Alice abrió los ojos, y
descubrió que la niebla se había disipado en parte y el mal olor
había desaparecido.
A pesar de algún traspiés, fue
capaz de ponerse de pie y ver lo que tenía delante. Un portón
enrejado y oxidado se alzaba muy por encima de su cabeza. A cada
lado, unas columnas cuadradas de ladrillo mohoso enmarcaban el portón, al lado
del cual se extendía una reja retorcida y negra que se perdía de
vista en la niebla del horizonte. Dos gárgolas vigilaban la entrada,
quietas y eternas. La de la izquierda estaba agazapada y tenía la
mirada vacía sobre su pico de rapaz, la de la derecha, con su hocico
de gran felino, resultaba amenazante sobre sus cuatro poderosas patas. Alice se
acercó al portón y se agarró a los barrotes húmedos y mugrientos.
Más allá de ellos, distinguió la mansión entre la niebla,
aguardándola con su silueta emergiendo entre la los mares de bruma.
Alice trató de abrir el portón, pero parecía estar cerrado.
―¿Qué intenta? ―escuchó
Alice, de buenas a primeras. Una voz agrietada y ronca se cernió
sobre ella como una oleada de flechas que se clavó en su corazón. La
mujer miró arriba y vio a la gárgola del pico de rapaz, encaramada
al borde de su pedestal y escudriñando a la mujer con el vaivén de
su cabeza de piedra.
―No puede ser ―negó Alice―.
¿Acaso eres tú quien habla?
―Lo sorprendente aquí, mujer,
no es que yo sea capaz de hablar ―respondió la gárgola,
acomodándose en su estrecho soporte―, sino que tú seas capaz de
entenderme. Tampoco deja de ser asombroso que alguien como tú haya
llegado hasta aquí y, no contento con ello, además intente abrir el
paso hasta la mansión. Sin lugar a dudas, debes de estar fuera de
tus cabales, porque cualquiera en su sano juicio pagaría montañas
de riquezas por alejarse de las penurias y sombras que plagan estos
lares.
―Anoche secuestraron a mi bebé
―contestó Alice, apretando la manta de su hija en el puño―. Y
lo vi con mis propios ojos. Nadie me cree. Creen que estoy loca. Pero
yo lo vi. Lo vi. Vi a aquella criatura de la noche, con mi pobre niña
en sus brazos peludos. Vi a esa dichosa criatura salir volando por la
ventana, con sus alas negras y su sonrisa afilada, llevándose a mi
pequeña a la noche y dejándome a mí de rodillas con el eco de su
llanto en mi cabeza.
―¿Y crees que tu hija ha
terminado aquí, en la mansión?
―Quienquiera que se llevara a
mi bebé no era humano. Ciertamente ahora estoy hablando con una
gárgola de piedra, y eso me hace pensar que quizás esté en el
lugar adecuado. Ahora, no me hagas perder el tiempo y dime cómo
abrir este portón.
Se escuchó un engranaje metálico
y oxidado y el portón se abrió con un chirrido. Alice se apresuró
a cruzarlo y, cuando se encontró al otro lado, miró arriba. La
gárgola se había girado y continuaba mirándola con el cuello
extendido hacia el suelo, como si tuviera problemas de visión,
aferrada con sus garras al borde de ladrillo.
―Gracias ―le dijo Alice.
―No te confundas mujer ―le
advirtió la gárgola―. No te he ayudado. Acabo de abrirte el paso
a un mundo de pesadilla en el que tu cordura será hecha trizas y en
el que la muerte no sería un castigo, sino una liberación para el
tormento que te aguarda. Pero esa muerte no llegará, y tu tormento y
tu locura continuarán. No me agradezcas nada, mujer, y da la vuelta
ahora que aún puedes.
Pero Alice hizo oídos sordos, se
agarró a la manta de su bebé y comenzó a recorrer el camino de
grava que la conducía hasta la mansión. Atrás dejó a la gárgola
miope, observando con el vaivén de su cabeza cómo aquella mujer
inconsciente se dirigía por voluntad propia a la raíz de todos los
terrores.
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