jueves, 6 de octubre de 2016

Edith: nacimiento de una diosa vengativa

El todoterreno iba dando bandazos por el desierto. Cortinas de arena salían escupidas de las ruedas frenéticas y salpicaban el aire con los disimilados destellos de granos de arena iluminados por el suave toque de la noche clara. En el asiento del copiloto, el doctor Miller se agarraba con una mano al salpicadero y con la otra al asidero sobre la ventanilla. No apartaba la vista de cómo el desierto de delante, alumbrado por las luces amarillas de los faros, subía y bajaba como si estuviera navegando por un mar encolerizado de olas de arena. En el asiento de atrás, dos guardias uniformados, con pasamontañas y armados con fusiles soportaban agarrados a las puertas cerradas el traqueteo de las sacudidas. Al volante estaba Sabio, quien daba volantazos todo el rato con la vista firme al frente y el resto de sus sentidos completamente concentrados en ir deprisa, no volcar el vehículo y llegar lo antes posible hasta los cuerpos sin vida de Edith y Ezra.

¿Cuánto tiempo cree que tenemos, doctor? ―preguntó Sabio a su copiloto―. La última vez que la maté no tardó demasiado en volver.

El doctor Miller guardó silencio y sopesó la posibilidad de no responder la pregunta de aquel asesino. Hacía unos segundos, había presenciado cómo Sabio había efectuado un tiro perfecto con su rifle de precisión y, sin titubear, había volado los sesos de Edith y Ezra. Tensó las sienes e inclinó nervioso la cabeza. Sentía asco por aquel hombre, aquel asesino de jóvenes que no solo había sido capaz de apretar el gatillo sin piedad, sino que también aprovechaba cualquier ocasión para recordar al doctor que toda aquella tragedia era culpa suya y de su uso negligente de la fórmula del laboratorio.

¿Se le ha comido la lengua el gato, doctor? ―apartó la vista del parabrisas un momento sin dejar de dar volantazos para contrarrestar los vaivenes―. He preguntado que cuánto tiempo nos queda para limpiar su mierda, buen doctor. Colabore un poco más, ¿quiere?

No... no estoy seguro. La última vez que intentó... matarla, ella regresó en cuestión de quince minutos aproximadamente. Pero sus habilidades están experimentando un desarrollo exponencial en las últimas horas. Quizás puede que ahora se recupere antes, si es que la pobre muchacha se levanta de nuevo.

¿Pobre muchacha? ―satirizó Sabio―. Eso dígaselo a las familias de los soldados que su pobre muchacha ha aniquilado esta noche, doctor.

Estaba asustada ―la defendió él, reuniendo el poco coraje del que podía disponer―. La secuestramos y la encerramos en un lugar desconocido. Ni siquiera ella sabe lo que ha hecho ni de lo que es capaz. Ni siquiera yo lo sé. ¿Quién sabe lo que le habrá pasado por la cabeza a la pobre Edith? Y ahora usted ha matado a su hermano...

―“Hemos” matado, doctor. No se quite mérito. Fue a usted a quien se le ocurrió lo del veneno. Buen farol, por cierto. Aún me sorprende que esos dos se lo creyeran. La juventud de hoy se cree cualquier cosa, ¿no cree? ¿Un veneno que mata en cinco minutos? ¡Venga ya! ¿De dónde iba yo a sacar algo así? Pero la cosa fue que se lo creyeron, doctor. Y salieron por dónde queríamos que salieran. Y fue idea suya. Y la marca de la aguja de la extracción de sangre fue la guinda del pastel, ayudó a hacerlo convincente. Un problema menos. Y seguro que él no vuelve como su hermanita. Buen trabajo, doctor.

Yo no le dije que lo matara de un disparo. Solo fue un plan para hacerlos salir y ganar algo de tiempo para pensar. Nada más. No era mi intención en ningún momento que el pobre Ezra acabara... acabara como acabó. Pensaba que iba a contenerlos solamente.

¿Y qué creía que iba a hacer luego? ¿Ponerme a hablar con ellos? Creía que ya sabía de qué iba este juego, doctor.

Es usted vomitivo.

Puede ser, mi buen doctor. Pero, ¿tiramos del hilo para ver quién tiene la culpa de todo? ¿Eh? ¿Vemos quién le inyectó desde un principio ese suero mágico a una jodida niñata que debería haber muerto en una cuneta dentro de los restos de su coche? ¿Si quiere jugamos a eso, mi buen doctor?

Sé muy bien lo que he hecho y soy responsable de mis actos.

Me alegra oír eso, porque esta vez vamos a necesitar que se ensucie las manos.

¿Qué quiere decir?

No soy científico ni nada, pero los hechos apuntan a que su paciente, Edith, es inmortal, doctor. Y a nosotros eso nos viene mal. No queremos a alguien inmortal por ahí paseándose con poderes sobrenaturales y que en sus venas lleve una fórmula secreta que hemos desarrollado en secreto en laboratorios secretos para revivir soldados en secreto. Y ya si hablamos de la más que evidente ilegalidad de la fórmula y de sus complicados dilemas éticos y morales, pues estaríamos hablando de que, de saberse, supondría una tonelada de problemas e incomodidades para ese señor tan amable que firma nuestras generosas nóminas cada mes. Y nosotros queremos que el señor de las nóminas esté contento, ¿no? Pues para que esté contento, doctor, y siga firmando esas nóminas, vamos a tener que matar del todo a esa chica de veintidós años que aparentemente es inmortal y tiene superpoderes.

Yo ya he cumplido con mi parte, Sabio...

Ni de lejos, mi buen doctor. Ni. De. Lejos.

¿Qué más quiere de mí? Ya les he dado pruebas y resultados, los he asesorado, aconsejado y les he dado mi opinión profesional sobre su estado.

Pero no ha solucionado una mierda, simplemente le ha sacado sangre, nos ha hecho ganar tiempo y se ha puesto a hablar y a fruncir el ceño.

¿Y qué más quiere que haga?

Le explicaré lo que va a pasar. Vamos a llegar ya. Y no sabemos cuándo la Libélula se va a levantar de entre los muertos para seguir revoloteando. Así que, para que eso no ocurra, vamos a llegar primero, y luego vamos a cortarla en trocitos. Después, vamos a coger cada trocito, vamos a cremar cada trocito y vamos a enterrar las cenizas de cada trocito en puntos bien lejos, separados por kilómetros. ¿Qué le parece, buen doctor? ¿Cree que tendrá pulso esta noche para una autopsia salvaje?

No tomaré parte en semejante barbaridad ―sentenció.

Sí que lo hará. Sí. He traído motosierras de sobra. Incluso por si tengo que trocear su cuerpo rechoncho de médico santurrón si se me pone pesado.

Sabio marcó una fría sonrisa arrugando su piel curtida y seca como cuero, sin dignarse a mirar al doctor. Miller sintió náuseas e instintivamente miró hacia el asiento trasero en busca de algo de empatía en los dos guardias que los acompañaban. Pero, en lugar de comprensión, se topó con sendas miradas impasibles sobre sus fusiles cargados y listos para abrir fuego. Cuando Miller volvió la mirada hacia Sabio, su sonrisa enfadosa había desaparecido súbitamente.

¿Pero qué coño...? ―se preguntó en voz alta, deteniendo el todoterreno a diez metros de la entrada del hangar abandonado.

La luz de los faros iluminó la inmensa mancha de sangre que se encharcaba sobre el sucio hormigón. En los alrededores había huellas carmesí de manos y pies y, más allá y de espaldas al vehículo, estaba Edith sentada en el suelo y acunando el cadáver de Ezra. Sin perder tiempo, Sabio recogió el walkie de debajo del asiento, seleccionó el canal adecuado y pulsó el botón.

Equipo Bravo, ¿me recibes? El objetivo está con vida. Repito: el objetivo está con vida. ¿Por qué coño no lo habéis comunicado? ¿Equipo Bravo? ¿Equipo Bravo...?

Pero nadie respondió. Y dentro del todoterreno reinó el silencio. De fondo, empezó a escucharse el llanto roto y cansado de Edith, en duelo por su hermano. El doctor Miller tragó saliva y se le erizó la piel de la nuca. Los soldados de detrás estaban preparándose para salir. Sabio apretó los dientes, tiró el walkie a un lado, se inclinó sobre el doctor y sacó la pistola de la guantera.

Usted viene con... ―empezó a decirle a Miller, pero de pronto las cuatro puertas del todoterreno se abrieron de par en par. Durante un segundo, todos los pasajeros se quedaron quietos y callados, sin saber cómo reaccionar. Hasta que Sabio los sacó a todos de su estupor con una orden.

A por ella, chicos ―preparó su arma tirando para atrás de la corredera―. Salid y abrid fuego a discreción. Vaciad los cargadores. ¡Ya!

Miller no salió del vehículo. Permaneció dentro, se cubrió los oídos con las manos y agachó la cabeza para no tener que presenciar de nuevo una ejecución de Edith. Sabio y los guardias salieron presurosos del todoterreno y, tan pronto como alinearon a Edith delante de sus miras, abrieron fuego sin mediar ningún aviso previo. Simplemente apretaron el gatillo a medida que se acercaban a ella con pasos lentos y aplomados. El ruido de los disparos se propagó en la vastedad hueca del hangar y repiqueteaba como un rayo que restalla una y otra vez sobre la arena del desierto. La joven Edith ni siquiera se sobresaltó por el estruendo. Ya conocía las intenciones de sus atacantes incluso antes de que apretasen el gatillo. Los proyectiles comenzaron a caer al suelo a escaso centímetros de ella, como si experimentasen una deceleración brutal antes de siquiera llegar a rozarla. Las balas tintineaban en el suelo y comenzaron a amontonarse como copos de muerte acerada. Los soldados y Sabio no tardaron en vaciar los cargadores a base de ráfagas cortas y controladas. El aire olía a pólvora y la tormenta de fuego dio paso a un silencio desconcertante. El doctor Miller alzó la mirada, temeroso de ser testigo de una nueva carnicería, pero comprobó gustoso que la muchacha esta vez permanecía intacta. Los guardias se miraron el uno al otro sin entender cómo ninguno de sus disparos había hecho diana.

¡Recarguen! ―les ordenó Sabio, a voz en grito y apuntando con su arma descargada a Edith.

Buscaron el nuevo cargador en el bolsillo de su chaleco, pero no les dio tiempo de recargar. Sintieron un tirón brusco y violento que les quitó el fusil de las manos y partió la correa con la que lo llevaban alrededor del pecho. Las armas salieron despedidas y se perdieron de vista muy por encima del techo del hangar.

¡Matadla de una vez! ―chilló Sabio, tirando su arma sin balas y desenfundando el cuchillo que llevaba oculto en el tobillo.

Lo habéis matado ―acertó a decir Edith, en voz baja y apenada―. Habéis matado a mi hermano. He deseado que regrese. Lo he deseado con todas mis fuerzas hasta que me ha dolido la cabeza. Pero no regresa. No va a volver conmigo. Nunca.

Sabio se abalanzó sobre ella, pero de repente perdió el control de su cuerpo y se quedó paralizado como una estatua. Los guardias comenzaron retroceder, dando pasos para alejarse de la chica, pero Edith ya sabía que tenían intención de huir.

Lo habéis matado. Todos vosotros.

Las cabezas de los guardias comenzaron a sentir una tremenda presión en los laterales de las mandíbulas y en las sienes. Por mucho que se esforzaran en resistirse, la presión fue cada mayor hasta que venció la oposición de los músculos y los cuellos de ambos se retorcieron de una forma violenta y antinatural, chasqueando y partiendo las cervicales y girando sus cabezas como si fueran tapones de botella.


¡No! ― chilló Sabio, incapaz de salvar a sus hombres de la ira de la joven.

Los guardias cayeron sin vida como si fuesen muñecos de trapo. Edith dejó con delicadeza el cuerpo de Ezra en el suelo y se puso de pie. Se dio media vuelta para ver cara a cara a Sabio. Este aún forcejeaba contra ese campo invisible que lo tenía paralizado. Aun así, pudo ver a la chica con claridad. Tenía la mirada perdida bajo un ceño triste y manchado de sangre. Su bata la mecía la brisa del desierto, secando las manchas aún húmedas de la sangre de su hermano Ezra.

Sé que también está aquí, doctor ―llegó a decir ella entre sollozos.

Miller bajó despacio del vehículo con las manos en alto.

Edith, yo... ―negó con la cabeza avergonzado de sí mismo―. Lo lamento tanto.

Edith escudriñó en la mente del médico y recorrió sus recuerdos como quien visualiza una serie de escenas borrosas. Edith vio el accidente de tráfico que ella había sufrido, vio la fórmula extraña que le había inyectado, vio cómo Miller había guardado el secreto durante toda su recuperación, y presenció cómo este había colaborado a regañadientes con los asesinos de Ezra para capturarla.

Lo lamento tantísimo, Edith.

Fue usted... Usted me hizo esto con esa... jeringuilla ―Edith se sacudió la cabeza para aclarar las lecturas de la mente del doctor―. Sé que está arrepentido, doctor. Aunque ello no lo libra de culpa. Usted es tan responsable de todo como cualquiera de aquí.

Pero, Edith, yo no quería que llegáramos hasta este punto. Lo sabes. Me amenazaron de muerte. No tenía otro remedio que hacer lo que me decían.

¡Basta de cháchara, doctor! ―interrumpió el paralizado Sabio―. Usted puede moverse, ¡acabe con ella!

No ―respondió Miller apretando los labios bajo su barba y alzando el mentón con orgullo―. Ya basta. Es hora de pagar por mis pecados.

¡Venga ya, doctor! Nos va a matar. ¡Nos va a matar! ¡Usted puede acabar con ella! ¡Hágalo, joder! ¡Hágalo! ¡Muévase de una vez, hijo de puta cobarde! ¡Haga algo o acabará con nosotros! ¡No pienso morir así! ¡Hágalo! ¡HÁGALO!

Pero, en lugar de atacarla, Miller se arrodilló ante Edith, su nueva diosa vengativa. Cruzó las manos y alzó la mirada hacia sus ojos ensangrentados sometiéndose a ella por completo.

Purifica mi culpa, Edith. ―dijo―. Hágase en mí según tu voluntad.

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