El todoterreno iba dando bandazos
por el desierto. Cortinas de arena salían escupidas de las ruedas
frenéticas y salpicaban el aire con los disimilados destellos de
granos de arena iluminados por el suave toque de la noche clara. En
el asiento del copiloto, el doctor Miller se agarraba con una mano al
salpicadero y con la otra al asidero sobre la ventanilla. No apartaba
la vista de cómo el desierto de delante, alumbrado por las luces
amarillas de los faros, subía y bajaba como si estuviera navegando
por un mar encolerizado de olas de arena. En el asiento de atrás,
dos guardias uniformados, con pasamontañas y armados con fusiles
soportaban agarrados a las puertas cerradas el traqueteo de las
sacudidas. Al volante estaba Sabio, quien daba volantazos todo el
rato con la vista firme al frente y el resto de sus sentidos
completamente concentrados en ir deprisa, no volcar el vehículo y
llegar lo antes posible hasta los cuerpos sin vida de Edith y Ezra.
―¿Cuánto tiempo cree que
tenemos, doctor? ―preguntó Sabio a su copiloto―. La última vez
que la maté no tardó demasiado en volver.
El doctor Miller guardó silencio
y sopesó la posibilidad de no responder la pregunta de aquel
asesino. Hacía unos segundos, había presenciado cómo Sabio había
efectuado un tiro perfecto con su rifle de precisión y, sin
titubear, había volado los sesos de Edith y Ezra. Tensó las sienes
e inclinó nervioso la cabeza. Sentía asco por aquel hombre, aquel
asesino de jóvenes que no solo había sido capaz de apretar el
gatillo sin piedad, sino que también aprovechaba cualquier ocasión
para recordar al doctor que toda aquella tragedia era culpa suya y de
su uso negligente de la fórmula del laboratorio.
―¿Se le ha comido la lengua el
gato, doctor? ―apartó la vista del parabrisas un momento sin dejar
de dar volantazos para contrarrestar los vaivenes―. He preguntado
que cuánto tiempo nos queda para limpiar su mierda, buen doctor.
Colabore un poco más, ¿quiere?
―No... no estoy seguro. La
última vez que intentó... matarla, ella regresó en cuestión de
quince minutos aproximadamente. Pero sus habilidades están
experimentando un desarrollo exponencial en las últimas horas.
Quizás puede que ahora se recupere antes, si es que la pobre
muchacha se levanta de nuevo.
―¿Pobre muchacha? ―satirizó
Sabio―. Eso dígaselo a las familias de los soldados que su pobre
muchacha ha aniquilado esta noche, doctor.
―Estaba asustada ―la defendió
él, reuniendo el poco coraje del que podía disponer―. La
secuestramos y la encerramos en un lugar desconocido. Ni siquiera
ella sabe lo que ha hecho ni de lo que es capaz. Ni siquiera yo lo
sé. ¿Quién sabe lo que le habrá pasado por la cabeza a la pobre
Edith? Y ahora usted ha matado a su hermano...
―“Hemos” matado, doctor. No
se quite mérito. Fue a usted a quien se le ocurrió lo del veneno.
Buen farol, por cierto. Aún me sorprende que esos dos se lo
creyeran. La juventud de hoy se cree cualquier cosa, ¿no cree? ¿Un
veneno que mata en cinco minutos? ¡Venga ya! ¿De dónde iba yo a
sacar algo así? Pero la cosa fue que se lo creyeron, doctor. Y
salieron por dónde queríamos que salieran. Y fue idea suya. Y la
marca de la aguja de la extracción de sangre fue la guinda del
pastel, ayudó a hacerlo convincente. Un problema menos. Y seguro que
él no vuelve como su hermanita. Buen trabajo, doctor.
―Yo no le dije que lo matara de
un disparo. Solo fue un plan para hacerlos salir y ganar algo de
tiempo para pensar. Nada más. No era mi intención en ningún
momento que el pobre Ezra acabara... acabara como acabó. Pensaba que
iba a contenerlos solamente.
―¿Y qué creía que iba a
hacer luego? ¿Ponerme a hablar con ellos? Creía que ya sabía de
qué iba este juego, doctor.
―Es usted vomitivo.
―Puede ser, mi buen doctor.
Pero, ¿tiramos del hilo para ver quién tiene la culpa de todo? ¿Eh?
¿Vemos quién le inyectó desde un principio ese suero mágico a una
jodida niñata que debería haber muerto en una cuneta dentro de los
restos de su coche? ¿Si quiere jugamos a eso, mi buen doctor?
―Sé muy bien lo que he hecho y
soy responsable de mis actos.
―Me alegra oír eso, porque
esta vez vamos a necesitar que se ensucie las manos.
―¿Qué quiere decir?
―No soy científico ni nada,
pero los hechos apuntan a que su paciente, Edith, es inmortal,
doctor. Y a nosotros eso nos viene mal. No queremos a alguien
inmortal por ahí paseándose con poderes sobrenaturales y que en sus
venas lleve una fórmula secreta que hemos desarrollado en secreto en
laboratorios secretos para revivir soldados en secreto. Y ya si
hablamos de la más que evidente ilegalidad de la fórmula y de sus
complicados dilemas éticos y morales, pues estaríamos hablando de
que, de saberse, supondría una tonelada de problemas e incomodidades
para ese señor tan amable que firma nuestras generosas nóminas cada
mes. Y nosotros queremos que el señor de las nóminas esté
contento, ¿no? Pues para que esté contento, doctor, y siga firmando
esas nóminas, vamos a tener que matar del todo a esa chica de
veintidós años que aparentemente es inmortal y tiene superpoderes.
―Yo ya he cumplido con mi
parte, Sabio...
―Ni de lejos, mi buen doctor.
Ni. De. Lejos.
―¿Qué más quiere de mí? Ya
les he dado pruebas y resultados, los he asesorado, aconsejado y les
he dado mi opinión profesional sobre su estado.
―Pero no ha solucionado una
mierda, simplemente le ha sacado sangre, nos ha hecho ganar tiempo y
se ha puesto a hablar y a fruncir el ceño.
―¿Y qué más quiere que haga?
―Le explicaré lo que va a
pasar. Vamos a llegar ya. Y no sabemos cuándo la Libélula se va a
levantar de entre los muertos para seguir revoloteando. Así que,
para que eso no ocurra, vamos a llegar primero, y luego vamos a
cortarla en trocitos. Después, vamos a coger cada trocito, vamos a
cremar cada trocito y vamos a enterrar las cenizas de cada trocito en
puntos bien lejos, separados por kilómetros. ¿Qué le parece, buen
doctor? ¿Cree que tendrá pulso esta noche para una autopsia
salvaje?
―No tomaré parte en semejante
barbaridad ―sentenció.
―Sí que lo hará. Sí. He
traído motosierras de sobra. Incluso por si tengo que trocear su
cuerpo rechoncho de médico santurrón si se me pone pesado.
Sabio marcó una fría sonrisa
arrugando su piel curtida y seca como cuero, sin dignarse a mirar al
doctor. Miller sintió náuseas e instintivamente miró hacia el
asiento trasero en busca de algo de empatía en los dos guardias que
los acompañaban. Pero, en lugar de comprensión, se topó con sendas
miradas impasibles sobre sus fusiles cargados y listos para abrir
fuego. Cuando Miller volvió la mirada hacia Sabio, su sonrisa
enfadosa había desaparecido súbitamente.
―¿Pero qué coño...? ―se
preguntó en voz alta, deteniendo el todoterreno a diez metros de la
entrada del hangar abandonado.
La luz de los faros iluminó la
inmensa mancha de sangre que se encharcaba sobre el sucio hormigón.
En los alrededores había huellas carmesí de manos y pies y, más
allá y de espaldas al vehículo, estaba Edith sentada en el suelo y
acunando el cadáver de Ezra. Sin perder tiempo, Sabio recogió el
walkie de debajo del asiento, seleccionó el canal adecuado y pulsó
el botón.
―Equipo Bravo, ¿me recibes? El
objetivo está con vida. Repito: el objetivo está con vida. ¿Por
qué coño no lo habéis comunicado? ¿Equipo Bravo? ¿Equipo
Bravo...?
Pero nadie respondió. Y dentro
del todoterreno reinó el silencio. De fondo, empezó a escucharse el
llanto roto y cansado de Edith, en duelo por su hermano. El doctor
Miller tragó saliva y se le erizó la piel de la nuca. Los soldados
de detrás estaban preparándose para salir. Sabio apretó los
dientes, tiró el walkie a un lado, se inclinó sobre el doctor y
sacó la pistola de la guantera.
―Usted viene con... ―empezó
a decirle a Miller, pero de pronto las cuatro puertas del todoterreno
se abrieron de par en par. Durante un segundo, todos los pasajeros se
quedaron quietos y callados, sin saber cómo reaccionar. Hasta que
Sabio los sacó a todos de su estupor con una orden.
―A por ella, chicos ―preparó
su arma tirando para atrás de la corredera―. Salid y abrid fuego a
discreción. Vaciad los cargadores. ¡Ya!
Miller no salió del vehículo.
Permaneció dentro, se cubrió los oídos con las manos y agachó la
cabeza para no tener que presenciar de nuevo una ejecución de Edith.
Sabio y los guardias salieron presurosos del todoterreno y, tan
pronto como alinearon a Edith delante de sus miras, abrieron fuego
sin mediar ningún aviso previo. Simplemente apretaron el gatillo a
medida que se acercaban a ella con pasos lentos y aplomados. El ruido
de los disparos se propagó en la vastedad hueca del hangar y
repiqueteaba como un rayo que restalla una y otra vez sobre la arena
del desierto. La joven Edith ni siquiera se sobresaltó por el
estruendo. Ya conocía las intenciones de sus atacantes incluso antes
de que apretasen el gatillo. Los proyectiles comenzaron a caer al
suelo a escaso centímetros de ella, como si experimentasen una
deceleración brutal antes de siquiera llegar a rozarla. Las balas
tintineaban en el suelo y comenzaron a amontonarse como copos de
muerte acerada. Los soldados y Sabio no tardaron en vaciar los
cargadores a base de ráfagas cortas y controladas. El aire olía a
pólvora y la tormenta de fuego dio paso a un silencio
desconcertante. El doctor Miller alzó la mirada, temeroso de ser
testigo de una nueva carnicería, pero comprobó gustoso que la
muchacha esta vez permanecía intacta. Los guardias se miraron el uno
al otro sin entender cómo ninguno de sus disparos había hecho
diana.
―¡Recarguen! ―les ordenó
Sabio, a voz en grito y apuntando con su arma descargada a Edith.
Buscaron el nuevo cargador en el
bolsillo de su chaleco, pero no les dio tiempo de recargar. Sintieron
un tirón brusco y violento que les quitó el fusil de las manos y
partió la correa con la que lo llevaban alrededor del pecho. Las
armas salieron despedidas y se perdieron de vista muy por encima del
techo del hangar.
―¡Matadla de una vez! ―chilló
Sabio, tirando su arma sin balas y desenfundando el cuchillo que
llevaba oculto en el tobillo.
―Lo habéis matado ―acertó a
decir Edith, en voz baja y apenada―. Habéis matado a mi hermano.
He deseado que regrese. Lo he deseado con todas mis fuerzas hasta que
me ha dolido la cabeza. Pero no regresa. No va a volver conmigo.
Nunca.
Sabio se abalanzó sobre ella,
pero de repente perdió el control de su cuerpo y se quedó
paralizado como una estatua. Los guardias comenzaron retroceder,
dando pasos para alejarse de la chica, pero Edith ya sabía que
tenían intención de huir.
―Lo habéis matado. Todos
vosotros.
Las cabezas de los guardias
comenzaron a sentir una tremenda presión en los laterales de las
mandíbulas y en las sienes. Por mucho que se esforzaran en
resistirse, la presión fue cada mayor hasta que venció la oposición
de los músculos y los cuellos de ambos se retorcieron de una forma
violenta y antinatural, chasqueando y partiendo las cervicales y
girando sus cabezas como si fueran tapones de botella.
―¡No! ― chilló Sabio,
incapaz de salvar a sus hombres de la ira de la joven.
Los guardias cayeron sin vida
como si fuesen muñecos de trapo. Edith dejó con delicadeza el
cuerpo de Ezra en el suelo y se puso de pie. Se dio media vuelta para
ver cara a cara a Sabio. Este aún forcejeaba contra ese campo
invisible que lo tenía paralizado. Aun así, pudo ver a la chica con
claridad. Tenía la mirada perdida bajo un ceño triste y manchado de
sangre. Su bata la mecía la brisa del desierto, secando las manchas
aún húmedas de la sangre de su hermano Ezra.
―Sé que también está aquí,
doctor ―llegó a decir ella entre sollozos.
Miller bajó despacio del
vehículo con las manos en alto.
―Edith, yo... ―negó con la
cabeza avergonzado de sí mismo―. Lo lamento tanto.
Edith escudriñó en la mente del
médico y recorrió sus recuerdos como quien visualiza una serie de
escenas borrosas. Edith vio el accidente de tráfico que ella había
sufrido, vio la fórmula extraña que le había inyectado, vio cómo
Miller había guardado el secreto durante toda su recuperación, y
presenció cómo este había colaborado a regañadientes con los
asesinos de Ezra para capturarla.
―Lo lamento tantísimo, Edith.
―Fue usted... Usted me hizo
esto con esa... jeringuilla ―Edith se sacudió la cabeza para
aclarar las lecturas de la mente del doctor―. Sé que está
arrepentido, doctor. Aunque ello no lo libra de culpa. Usted es tan
responsable de todo como cualquiera de aquí.
―Pero, Edith, yo no quería que
llegáramos hasta este punto. Lo sabes. Me amenazaron de muerte. No
tenía otro remedio que hacer lo que me decían.
―¡Basta de cháchara, doctor!
―interrumpió el paralizado Sabio―. Usted puede moverse, ¡acabe
con ella!
―No ―respondió Miller
apretando los labios bajo su barba y alzando el mentón con orgullo―.
Ya basta. Es hora de pagar por mis pecados.
―¡Venga ya, doctor! Nos va a
matar. ¡Nos va a matar! ¡Usted puede acabar con ella! ¡Hágalo,
joder! ¡Hágalo! ¡Muévase de una vez, hijo de puta cobarde! ¡Haga
algo o acabará con nosotros! ¡No pienso morir así! ¡Hágalo!
¡HÁGALO!
Pero, en lugar de atacarla,
Miller se arrodilló ante Edith, su nueva diosa vengativa. Cruzó las
manos y alzó la mirada hacia sus ojos ensangrentados sometiéndose a
ella por completo.
―Purifica mi culpa, Edith.
―dijo―. Hágase en mí según tu voluntad.
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