Un llanto en la noche del
desierto. A eso se había reducido Edith, con la compañía
silenciosa y quieta del cadáver de su hermano Ezra. A pesar de lo
mucho que había deseado que volviera a la vida, no había conseguido
que este abriera los ojos. Al menos, se conformó con arreglar el
estropicio sanguinolento que el balazo había provocado en su cabeza.
Ahora, su hermano volvía a tener el aspecto que siempre había
tenido, tan natural que incluso parecía que iba a levantarse de un
momento a otro. Pero solo lo parecía. Seguía tan muerto como antes,
solo que ahora su piel estaba mucho más tersa.
Alrededor de Edith había más
cuerpos de personas que, a diferencia de su hermano, no echaría de
menos. Los guardias que habían intentado acribillarla yacían uno al
lado del otro, con los cuellos retorcidos y los rostros boca abajo, a
pesar de que el pecho de sus chalecos daba al cielo nocturno. Al lado
del todoterreno, testigo ronroneante con las puertas abiertas y los
faros encendidos, estaba el cadáver del doctor Miller. Edith acabó
con él, pero había decidido hacerlo de una manera rápida e
indolora. Seleccionó uno de los guijarros del suelo y lo lanzó a
toda velocidad contra la sien del médico arrodillado. El proyectil
de piedra le atravesó la cabeza de lado a lado como si fuese un
cascarón de huevo, con un golpe sordo primero y luego una
salpicadura carmesí. El doctor Miller cayó de boca sobre los pies
de la chica, como en una última reverencia ante su nueva divinidad.
El arrepentimiento del doctor, aunque no le había salvado de la
ejecución, le había granjeado librarse de la tortura. Porque la
verdadera tortura Edith la tenía reservada para Sabio.
Había pedazos de él aquí y
allá, y sus desesperados gritos pidiendo clemencia aún parecían
resonar en la inmensidad arenosa de la planicie desértica. Edith le
dio la espalda a la carnicería despiadada que había desatado sobre
el asesino de su hermano y se arrodilló ante lo que quedaba de Ezra.
Colocó la mano en su frente y luego le acarició el pelo. Su rostro
transmitía calma, y Edith se reconfortó pensando que quizás ahora
estaba en un lugar mucho mejor.
De repente, una sensación
extraña la sobresaltó, como si dispusiese de un sentido nuevo de
pronto. En sus entrañas percibía un correteo indefinido, y a los
pocos segundos supo que la sensación no era interna, sino que
provenía de fuera de ella, en concreto, de las profundidades de la
tierra. Percibía cuerpos moviéndose, frenéticamente y en grupos,
recorriendo pasillos subterráneos. Al parecer, todo el personal del
laboratorio había sido movilizado. Edith posó la palma de la mano
en el hormigón agrietado del suelo. En el laboratorio subterráneo
habían saltado todas las alarmas y estaban evacuando las
instalaciones. Los guardias de seguridad habían sido movilizados y
se dirigían armas en mano a la superficie, con el único objetivo de
abatir y exterminar a su objetivo: Edith. Aquel contingente no
supondría ningún inconveniene para ella. Simplemente con pensar en
su desaparición, todos ellos se desvanecerían completamente de la
superficie de la Tierra. Sin embargo, Edith estaba cansada de tanta
violencia, y no ansiaba propagar su ira como una llama que consume
vorazmente un charco de combustible.
Se puso de pie y ordenó al aire
que elevase el cuerpo de su hermano como si estuviese tumbado sobre
una camilla etérea. Los guardias ya subían y estaban a punto de
irrumpir en la superficie. Edith se elevó en el aire y se llevó a
su hermano con ella. Despacio, hermana y hermano fueron ganando
altura, hasta que, cuando los soldados por fin alcanzaron el lugar, a
vista de Edith eran tan solo unos puntos difusos que correteaban muy
por debajo de sus pies. Algunos de ellos incluso abrieron fuego hacia
arriba, y los destellos candentes de las balas zumbaron alrededor de
ella como luciérnagas inofensivas en el frío plateado de la noche
clara.
Edith siguió subiendo. Ansiaba
alejarse de todo, dejar todo atrás: la pena, la ira y el duelo. Ezra
ascendía a su lado, pero ya no podría compartir nada con él. No
podría pedirle consejo, ni pedir su opinión. Ni siquiera podría
discutir con él de nuevo. Nunca más. Decidió que era el momento de
dejarlo marchar para siempre y, sin dejar de ascender en la noche, el
deseo de Edith se cumplió y su hermano se convirtió en una lluvia
de pétalos rosas que el viento de las alturas esparció luego
rápidamente en una lengua de viento que se alejó rauda de ella. Los
pétalos se sembraron por el cielo y brillaron por el agua que se
condensaba en sus ondulaciones, las lágrimas de una diosa dolida en
las alturas.
Y Edith continuó subiendo a
solas, hasta que el horizonte recto se volvió curvo. Le costaba cada
vez más respirar, y le costaba cada vez más mantener los ojos
abiertos. Pero había decidido dejar de tener miedo para siempre, y
quiso ponerse a prueba una última vez. Llegar a sus límites y
superarlos hasta que sus mismos poderes acabaran con ella. Deseaba
morir: ya fuese asfixiada por la falta de oxígeno, helada por las
bajas temperaturas, o aplastada contra el suelo si perdía el
conocimiento y caía a plomo. Ella no se detuvo, y pronto se dio
cuenta de que ya no necesitaba el aire para respirar, ni el calor
para vivir. Allí arriba era imposible seguir con vida, sin embargo
ella lo estaba. Consciente, dolida y triste. Su ascensión era
imparable, y su cuerpo parecía haber olvidado los límites de la
naturaleza humana. Alzó la mirada y se encontró cara a cara con la
luna, más brillante, porosa, redonda y grande que nunca. Le
sorprendió la definición con la que podía distinguir cada uno de
sus cráteres y ondulaciones lunares. Sin embargo, lo que más llamó
su atención fue que allí no había nadie. Y, de repente, aquella
visión desolada la llenó de un gozo inesperado. Y contempló con
alegría el que creyó que sería su nuevo hogar durante todo lo que
le quedase de existencia. Un lugar lejos de todos: sin nadie que le
hiciera daño, y sin nadie a quien ella pudiera hacer daño.
Clavó la mirada en el satélite
natural hasta que dejó de ascender en el cielo terrestre para
empezar a descender en la ingrávida luna. Su pie pisó el compacto
polvo lunar y dejó una huella del pie descalzo. Miró alrededor
despacio, y no vio nada. Se sintió extraña y las sensaciones se
entremezclaban. Fue capaz de ver el silencio y de escuchar el gris y
negro del paisaje inhóspito. Ni siquiera se detuvo a preguntarse por
qué seguía consciente en el vacío del espacio ni por qué seguía
siendo capaz de volar si allí no había aire alguno. Miró al nuevo
cielo y se encontró con su antiguo hogar: la Tierra, tan lejos que
casi podía ocultarla con el pulgar de la mano. Se sentó a
contemplar aquella brillante esfera azul girando despacio delante de
ella, el único e impresionante espectáculo del que podía
disfrutar.
Su vista era diferente ahora. Iba
más allá de la contemplación y sus ojos eran capaces de mostrarle
cualquier cosa que deseara ver. Así, no tardó en encontrar los
perfiles de los continentes, ni en distinguir las concentraciones de
luces de las ciudades. Y, dentro de estas, individualizó a cada uno
de sus habitantes, uno por uno, persona por persona. Edith se cruzó
de piernas, se reclinó de espaldas y apoyó las palmas en la arena
lunar. Inclinó la cabeza sorprendida. Desde allí arriba, era capaz
de contemplar a cada uno de los habitantes de la Tierra, con total
claridad, y conocer qué buenas acciones realizaban y qué actos
horribles perpetraban. Alzó de nuevo la vista y se asqueó al ver
los horrores de los que eran capaces algunos humanos y también se
maravilló con el sacrificio desinteresado de otros tantos. Y allí
transcurrió lo que pareció una eternidad, con Edith observando
desde la luna a toda una humanidad que prosperaba y evolucionaba a lo
largo de los años. En su solitario puesto de vigilancia había
decidido quedarse, en duelo por su hermano, lejos de la crueldad y el
miedo de los hombres. Allí había decidido quedarse. Hasta que un
día, quizás movida por la propagación de los malvados, los
injustos y los crueles, decida regresar para castigar a todos
aquellos que se lo merezcan.
Edith, joven solitaria, hermana
descorazonada y vigilante todopoderosa, siempre está observando.
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