jueves, 13 de octubre de 2016

Edith: fin

Un llanto en la noche del desierto. A eso se había reducido Edith, con la compañía silenciosa y quieta del cadáver de su hermano Ezra. A pesar de lo mucho que había deseado que volviera a la vida, no había conseguido que este abriera los ojos. Al menos, se conformó con arreglar el estropicio sanguinolento que el balazo había provocado en su cabeza. Ahora, su hermano volvía a tener el aspecto que siempre había tenido, tan natural que incluso parecía que iba a levantarse de un momento a otro. Pero solo lo parecía. Seguía tan muerto como antes, solo que ahora su piel estaba mucho más tersa.

Alrededor de Edith había más cuerpos de personas que, a diferencia de su hermano, no echaría de menos. Los guardias que habían intentado acribillarla yacían uno al lado del otro, con los cuellos retorcidos y los rostros boca abajo, a pesar de que el pecho de sus chalecos daba al cielo nocturno. Al lado del todoterreno, testigo ronroneante con las puertas abiertas y los faros encendidos, estaba el cadáver del doctor Miller. Edith acabó con él, pero había decidido hacerlo de una manera rápida e indolora. Seleccionó uno de los guijarros del suelo y lo lanzó a toda velocidad contra la sien del médico arrodillado. El proyectil de piedra le atravesó la cabeza de lado a lado como si fuese un cascarón de huevo, con un golpe sordo primero y luego una salpicadura carmesí. El doctor Miller cayó de boca sobre los pies de la chica, como en una última reverencia ante su nueva divinidad. El arrepentimiento del doctor, aunque no le había salvado de la ejecución, le había granjeado librarse de la tortura. Porque la verdadera tortura Edith la tenía reservada para Sabio.

Había pedazos de él aquí y allá, y sus desesperados gritos pidiendo clemencia aún parecían resonar en la inmensidad arenosa de la planicie desértica. Edith le dio la espalda a la carnicería despiadada que había desatado sobre el asesino de su hermano y se arrodilló ante lo que quedaba de Ezra. Colocó la mano en su frente y luego le acarició el pelo. Su rostro transmitía calma, y Edith se reconfortó pensando que quizás ahora estaba en un lugar mucho mejor.

De repente, una sensación extraña la sobresaltó, como si dispusiese de un sentido nuevo de pronto. En sus entrañas percibía un correteo indefinido, y a los pocos segundos supo que la sensación no era interna, sino que provenía de fuera de ella, en concreto, de las profundidades de la tierra. Percibía cuerpos moviéndose, frenéticamente y en grupos, recorriendo pasillos subterráneos. Al parecer, todo el personal del laboratorio había sido movilizado. Edith posó la palma de la mano en el hormigón agrietado del suelo. En el laboratorio subterráneo habían saltado todas las alarmas y estaban evacuando las instalaciones. Los guardias de seguridad habían sido movilizados y se dirigían armas en mano a la superficie, con el único objetivo de abatir y exterminar a su objetivo: Edith. Aquel contingente no supondría ningún inconveniene para ella. Simplemente con pensar en su desaparición, todos ellos se desvanecerían completamente de la superficie de la Tierra. Sin embargo, Edith estaba cansada de tanta violencia, y no ansiaba propagar su ira como una llama que consume vorazmente un charco de combustible.

Se puso de pie y ordenó al aire que elevase el cuerpo de su hermano como si estuviese tumbado sobre una camilla etérea. Los guardias ya subían y estaban a punto de irrumpir en la superficie. Edith se elevó en el aire y se llevó a su hermano con ella. Despacio, hermana y hermano fueron ganando altura, hasta que, cuando los soldados por fin alcanzaron el lugar, a vista de Edith eran tan solo unos puntos difusos que correteaban muy por debajo de sus pies. Algunos de ellos incluso abrieron fuego hacia arriba, y los destellos candentes de las balas zumbaron alrededor de ella como luciérnagas inofensivas en el frío plateado de la noche clara.

Edith siguió subiendo. Ansiaba alejarse de todo, dejar todo atrás: la pena, la ira y el duelo. Ezra ascendía a su lado, pero ya no podría compartir nada con él. No podría pedirle consejo, ni pedir su opinión. Ni siquiera podría discutir con él de nuevo. Nunca más. Decidió que era el momento de dejarlo marchar para siempre y, sin dejar de ascender en la noche, el deseo de Edith se cumplió y su hermano se convirtió en una lluvia de pétalos rosas que el viento de las alturas esparció luego rápidamente en una lengua de viento que se alejó rauda de ella. Los pétalos se sembraron por el cielo y brillaron por el agua que se condensaba en sus ondulaciones, las lágrimas de una diosa dolida en las alturas.

Y Edith continuó subiendo a solas, hasta que el horizonte recto se volvió curvo. Le costaba cada vez más respirar, y le costaba cada vez más mantener los ojos abiertos. Pero había decidido dejar de tener miedo para siempre, y quiso ponerse a prueba una última vez. Llegar a sus límites y superarlos hasta que sus mismos poderes acabaran con ella. Deseaba morir: ya fuese asfixiada por la falta de oxígeno, helada por las bajas temperaturas, o aplastada contra el suelo si perdía el conocimiento y caía a plomo. Ella no se detuvo, y pronto se dio cuenta de que ya no necesitaba el aire para respirar, ni el calor para vivir. Allí arriba era imposible seguir con vida, sin embargo ella lo estaba. Consciente, dolida y triste. Su ascensión era imparable, y su cuerpo parecía haber olvidado los límites de la naturaleza humana. Alzó la mirada y se encontró cara a cara con la luna, más brillante, porosa, redonda y grande que nunca. Le sorprendió la definición con la que podía distinguir cada uno de sus cráteres y ondulaciones lunares. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue que allí no había nadie. Y, de repente, aquella visión desolada la llenó de un gozo inesperado. Y contempló con alegría el que creyó que sería su nuevo hogar durante todo lo que le quedase de existencia. Un lugar lejos de todos: sin nadie que le hiciera daño, y sin nadie a quien ella pudiera hacer daño.

Clavó la mirada en el satélite natural hasta que dejó de ascender en el cielo terrestre para empezar a descender en la ingrávida luna. Su pie pisó el compacto polvo lunar y dejó una huella del pie descalzo. Miró alrededor despacio, y no vio nada. Se sintió extraña y las sensaciones se entremezclaban. Fue capaz de ver el silencio y de escuchar el gris y negro del paisaje inhóspito. Ni siquiera se detuvo a preguntarse por qué seguía consciente en el vacío del espacio ni por qué seguía siendo capaz de volar si allí no había aire alguno. Miró al nuevo cielo y se encontró con su antiguo hogar: la Tierra, tan lejos que casi podía ocultarla con el pulgar de la mano. Se sentó a contemplar aquella brillante esfera azul girando despacio delante de ella, el único e impresionante espectáculo del que podía disfrutar.

Su vista era diferente ahora. Iba más allá de la contemplación y sus ojos eran capaces de mostrarle cualquier cosa que deseara ver. Así, no tardó en encontrar los perfiles de los continentes, ni en distinguir las concentraciones de luces de las ciudades. Y, dentro de estas, individualizó a cada uno de sus habitantes, uno por uno, persona por persona. Edith se cruzó de piernas, se reclinó de espaldas y apoyó las palmas en la arena lunar. Inclinó la cabeza sorprendida. Desde allí arriba, era capaz de contemplar a cada uno de los habitantes de la Tierra, con total claridad, y conocer qué buenas acciones realizaban y qué actos horribles perpetraban. Alzó de nuevo la vista y se asqueó al ver los horrores de los que eran capaces algunos humanos y también se maravilló con el sacrificio desinteresado de otros tantos. Y allí transcurrió lo que pareció una eternidad, con Edith observando desde la luna a toda una humanidad que prosperaba y evolucionaba a lo largo de los años. En su solitario puesto de vigilancia había decidido quedarse, en duelo por su hermano, lejos de la crueldad y el miedo de los hombres. Allí había decidido quedarse. Hasta que un día, quizás movida por la propagación de los malvados, los injustos y los crueles, decida regresar para castigar a todos aquellos que se lo merezcan.

Edith, joven solitaria, hermana descorazonada y vigilante todopoderosa, siempre está observando.

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