Más allá del sendero del jardín
reseco, más allá del césped muerto sembrado de espinas, más allá
de la fuente destrozada que salpicaba chorros de algo negro y
viscoso, más allá de cualquier resto de cordura, se encontraba la
mansión. Alice subió los pocos escalones hasta el porche y se
aproximó a la puerta de entrada. Su firme convicción de que allí
dentro se encontraba su bebé desaparecido la animó a tocar con
fuerza en la madera agrietada para hacerse oír en el interior de la
enorme y desvencijada vivienda. Esperó la respuesta unos segundos,
pero solo encontró como respuesta los graznidos de los cuervos que
la vigilaban desde las ramas retorcidas de los árboles monstruosos.
Suspiró, no por resignación, sino para llenar sus pulmones y su
espíritu de fuerza. Se puso la manta de su hija sobre los hombros y
empujó la puerta de dos hojas para abrirla de par en par. La madera
cedió al empuje y se astilló por los marcos. Una bofetada de olor a
humedad y a aire estancado le sacudió la nariz, y no tuvo más
remedio que retroceder unos pasos para alejarse un poco del vaho de
peste. Delante de ella, oscuridad. No había vestíbulo, ni salón,
ni siquiera una estancia. La entrada a la mansión tan solo le
ofrecía una escalera empinada que descendía hasta perderse en las
profundidades oscuras de lo desconocido.