“Ya hemos llegado”. Zimmer
todavía recuperaba el aliento después de haber subido por la
pedregosa y empinada pendiente del monte. Colocó los brazos en jarra
y echó la vista atrás. Gerard todavía estaba subiendo a duras
penas por la loma, siguiendo las pisadas que su amigo había dejado
tras de sí. Tras unos inesperados resbalones sobre la tierra suelta,
Gerard alzó la mano y Zimmer lo ayudó a llegar hasta él. Exhausto
por el esfuerzo y la falta de costumbre, Gerard notaba los muslos
cargados y los gemelos ardiendo. Jadeante y con la boca seca, se
apoyó sobre las rodillas para apaciguar los acelerados latidos de su
corazón fatigado. “Es una auténtica maravilla”, pronunció
Zimmer, que parecía inmune al cansancio y cuya mirada destellaba a
causa del festín de belleza paisajística de la que gozaba desde
aquel punto alto. Gerard levantó la vista del suelo para beber un
poco de su cantimplora, pero el agua apenas llegó a rozar sus
labios. De súbito también se había quedado prendado por la asombrosa
vista que se encontró delante.
La triada de soles del mundo de
Zimmer y Gerard los iluminó a ambos, de pie en aquella roca gris,
aplanada y saliente de la formación pedregosa de lo alto del monte.
Desde esa posición elevada, podían ver cómo el horizonte montañoso
de la lejanía se veía interrumpido en un primer plano por un
capricho geológico, tan colosal como imponente, que se alzaba
majestuoso desde la llanura que tenían por debajo. A la izquierda de
dicha llanura, el terreno se elevaba pronunciadamente en unos pocos
metros formando casi una superficie vertical y curva que, poco a
poco, se iba abatiendo hacia la derecha a medida que iba ganando
altura. La pared de roca se alzaba hasta terminar en una
protuberancia grande, sólida, maciza y esférica, en cuya cara
opuesta la erosión había cavado surcos en su superficie hasta casi
dotar a la piedra de los rasgos de un rostro humano. Justo a la
altura de lo que parecían los ojos, nacían dos caídas de agua que
estallaban con violencia en la falda de la montaña, en cuyo regazo
comenzaba a fluir un ancho río con una calma y una parsimonia que
contrastaban con la fuerza descomunal de la catarata. Aquel cauce
fluvial surcaba de lleno la llanura y se perdía de vista a la
derecha.
―¿A que es increíble? ―la
mirada llena de ilusión de Zimmer se posó sobre su amigo, quien
tragaba ruidosamente y a partes iguales el agua y el aire de su
cantimplora sin apartar ni un segundo la vista de delante. Gerard
nunca antes había sido testigo en primera persona de la imponente
belleza de aquel lugar―. No es lo mismo que te lo cuenten o que lo
veas en una pantalla a verlo por ti mismo. Nunca es igual.
Gerard se secó la boca con el
dorso de la mano y apenas acertó a decir palabra alguna. Hasta
incluso se había olvidado del dolor de sus piernas.
―Es asombroso ―fue lo único
que acertó a decir, hipnotizado por la sobrecogedora escena.
―Esa pared de allí es la
espalda ―señaló Gerard indicando a la izquierda―. Eso redondo
es la cabeza y delante está el pecho... Esas formaciones a los
lados, ahí abajo, serían los brazos tendidos en el suelo. ¿Ves?
Con las palmas hacia abajo. Es como si estuviera sentado, ¿verdad?
Un gigante de piedra que llora sentado en una llanura. Es...
increíble.
Pero, aunque la montaña con
forma de gigante desde luego era algo fuera de lo común, lo que de
verdad intrigó a Gerard fueron los dos cauces de agua que nacían de
la que sería la cara del gigante de piedra. Ambos cauces caían
despeñándose por el torso rocoso hasta que confluían en su regazo
para manar luego con calma por la llanura, formando el que llamaban
el Río de la Pena.
―Ahora ya puedes decir que has
visto la Montaña de las Lágrimas ―apuntó Zimmer, propinándole a
Gerard una palmadita en el hombro en señal de complicidad―.
Bajemos para verla de cerca.
Y Zimmer comenzó a bajar
seleccionando la ruta menos empinada. Gerard lo siguió unos segundos
después, todavía impactado por lo que tenía delante.
Una vez abajo, la Montaña de las
Lágrimas era incluso más impresionante desde la llanura. Zimmer ya
había saltado hasta situarse de pie en la muñeca de la mano derecha
del gigante y, con un gesto, invitó a Gerard a unirse a él. Este
trepó por el lateral del dedo meñique, de unos cuatro metros de
altura, y caminó con cuidado sobre la húmeda roca hasta llegar al
lado de su amigo. El estruendo de la caída de agua era atronador.
Gerard alzó la vista todo lo que pudo para contemplar la cabeza del
gigante allí en lo alto, llorando un río de pena eterno desde las
alturas. Siguió con la mirada la caída del agua hasta llegar al
regazo, donde el agua chocaba con el fondo rocoso y continuaba luego
mansamente por el río. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el
agua emitía fugaces destellos rosáceos.
―Eso que brilla es la pena.
―¿Cómo? ―preguntó Gerard,
asombrado de que su amigo respondiera a la pregunta que se estaba
haciendo para sus adentros.
―Es la pena, amigo mío. Solo
se ve cuando te acercas lo suficiente. Ven, te lo enseñaré.
Zimmer saltó desenvuelto de roca
en roca hasta que alcanzó la orilla del río. Gerard, más cauto en
sus movimientos, tardó algo más en llegar a ese mismo punto. Para
cuando lo alcanzó, Zimmer ya había recogido un poco de agua con las
manos y la extendió hacia su compañero para que la contemplara de
cerca. Gerard asomó la mirada a las manos de Zimmer, que brillaban
débilmente con el tono rosado que emitía el agua. Gerard desconfió
de su amigo.
―No te voy a salpicar ―lo
calmó Zimmer, que hizo un movimiento de insistencia con ambas manos
juntas.
Gerard frunció el ceño. Aparte
del destello rosáceo, no vio nada fuera de lo normal en el agua
recogida. Hasta que el líquido se movió con imágenes en su
interior. Gerard parpadeó al ver, en el agua contenida entre las
manos de su amigo, una imagen de una chica que lloraba, en cuclillas
y a solas, entre los troncos resecos de un bosque oscuro. Gerard miró
a Zimmer con expresión de no entender nada.
―Este río es el destino de
todos los llantos, amigo mío ―empezó a explicarle al extrañado
Gerard―. Cada gota de este río proviene de las lágrimas que ha
derramado alguien en algún momento y en algún lugar. Y como puedes
ver ―y señaló con la barbilla la inmensidad del río que se
perdía en el horizonte―, hay muchas lágrimas en este universo
nuestro. Si coges un poco de las lágrimas de la montaña con tus
propias manos, como he hecho yo, tú también puedes ver de dónde
proceden. Haz la prueba si quieres.
Zimmer se agachó y devolvió al
río con sumo cuidado las lágrimas que había cogido del cauce.
Animó a Gerard a intentarlo, y este, se arrodilló a su lado y tomó
un poco de agua entre sus manos.
En el agua que había cogido vio
a una mujer enamorada y fallecida que lloraba de dolor porque su
marido la había traído de vuelta a la vida. La visión
asustó tanto a Gerard que inmediatamente lanzó de vuelta el agua al
río.
―Sé cuidadoso ―lo advirtió
Zimmer―. Respeta las lágrimas de los demás y devuélvelas con
cariño al río.
Gerard obedeció y recogió de
nuevo más lágrimas con sus manos. Esta vez, vio a una muchacha
invisible que lloraba por su falta de amor justo cuando un joven
fotografiaba el interrogante que ella misma había dibujado en la
ventana. Luego, Gerard cogió más agua y fue testigo del llanto
aterrado de un marido que acababa de perder a su esposa de una forma
horrible. También pudo presenciar después a la chica maltratada que
lloraba mientras huía velozmente dejando atrás un rastro de sangre
y toda una vida de dolor. Se asombró a continuación al ver cómo
las lágrimas de aquel hombre fornido se mezclaban con el agua dulce
mientras unas grotescas criaturas submarinas lo maltrataban y
abusaban de él bajo el agua. Las visiones no cesaban con cada poco
de agua que recogía. Gerard se asombró al comprobar cómo la
soledad había roto a un hombre triste delante del espejo hasta que
este ni siquiera era capaz de reconocer su propia identidad. O
también pudo presenciar a un espectro llorando de terror por culpa
de cinco jóvenes que lo torturaban a modo de venganza. Con la
siguiente visión, Gerard creyó que ya había tenido bastante cuando
se encontró en el agua entre sus manos la imagen de una muchacha
enamorada y celosa con los ojos encharcados de lágrimas propias y
los labios manchados de sangre ajena.
A pesar de la crudeza de las
visiones, cada cual más terrible que la anterior, Gerard se animó a
coger otro poco de agua, el último según su intención. Y en ese
nuevo y pequeño charco entre sus manos, se vio a sí mismo llorando
callado al lado de la orilla de ese mismo río. Justo entonces, notó
la mano de Zimmer en su hombro. Gerard alzó la mirada y vio a su
amigo de pie junto a él. “Aquí es normal que se te escape alguna
lágrima”, le dijo Zimmer para consolarlo. Gerard no se había dado
cuenta de ello hasta que una lágrima le cosquilleó la mejilla. Él
también se había emocionado con todas esas tristes visiones y había
empezado a llorar conmovido por ellas.
―Hay demasiada pena en este
universo ―concluyó Gerard, antes de depositar el último poco de
agua en el río. Se enjugó sus lágrimas y apretó los labios,
compungido delante de su amigo.
―Eso parece, amigo mío ―y
Zimmer perdió la mirada en el interminable cauce de tristeza―. Eso
parece... Ahora también sabes por qué este lugar está prohibido.
“Vámonos de aquí”. Y ambos
amigos emprendieron el camino de vuelta bajo los tres soles del
atardecer, dejando atrás todo un universo de lágrimas.
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