jueves, 12 de mayo de 2016

Llanto final: La Montaña de las Lágrimas

Ya hemos llegado”. Zimmer todavía recuperaba el aliento después de haber subido por la pedregosa y empinada pendiente del monte. Colocó los brazos en jarra y echó la vista atrás. Gerard todavía estaba subiendo a duras penas por la loma, siguiendo las pisadas que su amigo había dejado tras de sí. Tras unos inesperados resbalones sobre la tierra suelta, Gerard alzó la mano y Zimmer lo ayudó a llegar hasta él. Exhausto por el esfuerzo y la falta de costumbre, Gerard notaba los muslos cargados y los gemelos ardiendo. Jadeante y con la boca seca, se apoyó sobre las rodillas para apaciguar los acelerados latidos de su corazón fatigado. “Es una auténtica maravilla”, pronunció Zimmer, que parecía inmune al cansancio y cuya mirada destellaba a causa del festín de belleza paisajística de la que gozaba desde aquel punto alto. Gerard levantó la vista del suelo para beber un poco de su cantimplora, pero el agua apenas llegó a rozar sus labios. De súbito también se había quedado prendado por la asombrosa vista que se encontró delante.


La triada de soles del mundo de Zimmer y Gerard los iluminó a ambos, de pie en aquella roca gris, aplanada y saliente de la formación pedregosa de lo alto del monte. Desde esa posición elevada, podían ver cómo el horizonte montañoso de la lejanía se veía interrumpido en un primer plano por un capricho geológico, tan colosal como imponente, que se alzaba majestuoso desde la llanura que tenían por debajo. A la izquierda de dicha llanura, el terreno se elevaba pronunciadamente en unos pocos metros formando casi una superficie vertical y curva que, poco a poco, se iba abatiendo hacia la derecha a medida que iba ganando altura. La pared de roca se alzaba hasta terminar en una protuberancia grande, sólida, maciza y esférica, en cuya cara opuesta la erosión había cavado surcos en su superficie hasta casi dotar a la piedra de los rasgos de un rostro humano. Justo a la altura de lo que parecían los ojos, nacían dos caídas de agua que estallaban con violencia en la falda de la montaña, en cuyo regazo comenzaba a fluir un ancho río con una calma y una parsimonia que contrastaban con la fuerza descomunal de la catarata. Aquel cauce fluvial surcaba de lleno la llanura y se perdía de vista a la derecha.

¿A que es increíble? ―la mirada llena de ilusión de Zimmer se posó sobre su amigo, quien tragaba ruidosamente y a partes iguales el agua y el aire de su cantimplora sin apartar ni un segundo la vista de delante. Gerard nunca antes había sido testigo en primera persona de la imponente belleza de aquel lugar―. No es lo mismo que te lo cuenten o que lo veas en una pantalla a verlo por ti mismo. Nunca es igual.

Gerard se secó la boca con el dorso de la mano y apenas acertó a decir palabra alguna. Hasta incluso se había olvidado del dolor de sus piernas.

Es asombroso ―fue lo único que acertó a decir, hipnotizado por la sobrecogedora escena.

Esa pared de allí es la espalda ―señaló Gerard indicando a la izquierda―. Eso redondo es la cabeza y delante está el pecho... Esas formaciones a los lados, ahí abajo, serían los brazos tendidos en el suelo. ¿Ves? Con las palmas hacia abajo. Es como si estuviera sentado, ¿verdad? Un gigante de piedra que llora sentado en una llanura. Es... increíble.

Pero, aunque la montaña con forma de gigante desde luego era algo fuera de lo común, lo que de verdad intrigó a Gerard fueron los dos cauces de agua que nacían de la que sería la cara del gigante de piedra. Ambos cauces caían despeñándose por el torso rocoso hasta que confluían en su regazo para manar luego con calma por la llanura, formando el que llamaban el Río de la Pena.

Ahora ya puedes decir que has visto la Montaña de las Lágrimas ―apuntó Zimmer, propinándole a Gerard una palmadita en el hombro en señal de complicidad―. Bajemos para verla de cerca.

Y Zimmer comenzó a bajar seleccionando la ruta menos empinada. Gerard lo siguió unos segundos después, todavía impactado por lo que tenía delante.

Una vez abajo, la Montaña de las Lágrimas era incluso más impresionante desde la llanura. Zimmer ya había saltado hasta situarse de pie en la muñeca de la mano derecha del gigante y, con un gesto, invitó a Gerard a unirse a él. Este trepó por el lateral del dedo meñique, de unos cuatro metros de altura, y caminó con cuidado sobre la húmeda roca hasta llegar al lado de su amigo. El estruendo de la caída de agua era atronador. Gerard alzó la vista todo lo que pudo para contemplar la cabeza del gigante allí en lo alto, llorando un río de pena eterno desde las alturas. Siguió con la mirada la caída del agua hasta llegar al regazo, donde el agua chocaba con el fondo rocoso y continuaba luego mansamente por el río. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el agua emitía fugaces destellos rosáceos.

Eso que brilla es la pena.

¿Cómo? ―preguntó Gerard, asombrado de que su amigo respondiera a la pregunta que se estaba haciendo para sus adentros.

Es la pena, amigo mío. Solo se ve cuando te acercas lo suficiente. Ven, te lo enseñaré.

Zimmer saltó desenvuelto de roca en roca hasta que alcanzó la orilla del río. Gerard, más cauto en sus movimientos, tardó algo más en llegar a ese mismo punto. Para cuando lo alcanzó, Zimmer ya había recogido un poco de agua con las manos y la extendió hacia su compañero para que la contemplara de cerca. Gerard asomó la mirada a las manos de Zimmer, que brillaban débilmente con el tono rosado que emitía el agua. Gerard desconfió de su amigo.

No te voy a salpicar ―lo calmó Zimmer, que hizo un movimiento de insistencia con ambas manos juntas.

Gerard frunció el ceño. Aparte del destello rosáceo, no vio nada fuera de lo normal en el agua recogida. Hasta que el líquido se movió con imágenes en su interior. Gerard parpadeó al ver, en el agua contenida entre las manos de su amigo, una imagen de una chica que lloraba, en cuclillas y a solas, entre los troncos resecos de un bosque oscuro. Gerard miró a Zimmer con expresión de no entender nada.

Este río es el destino de todos los llantos, amigo mío ―empezó a explicarle al extrañado Gerard―. Cada gota de este río proviene de las lágrimas que ha derramado alguien en algún momento y en algún lugar. Y como puedes ver ―y señaló con la barbilla la inmensidad del río que se perdía en el horizonte―, hay muchas lágrimas en este universo nuestro. Si coges un poco de las lágrimas de la montaña con tus propias manos, como he hecho yo, tú también puedes ver de dónde proceden. Haz la prueba si quieres.

Zimmer se agachó y devolvió al río con sumo cuidado las lágrimas que había cogido del cauce. Animó a Gerard a intentarlo, y este, se arrodilló a su lado y tomó un poco de agua entre sus manos.

En el agua que había cogido vio a una mujer enamorada y fallecida que lloraba de dolor porque su marido la había traído de vuelta a la vida. La visión asustó tanto a Gerard que inmediatamente lanzó de vuelta el agua al río.

Sé cuidadoso ―lo advirtió Zimmer―. Respeta las lágrimas de los demás y devuélvelas con cariño al río.

Gerard obedeció y recogió de nuevo más lágrimas con sus manos. Esta vez, vio a una muchacha invisible que lloraba por su falta de amor justo cuando un joven fotografiaba el interrogante que ella misma había dibujado en la ventana. Luego, Gerard cogió más agua y fue testigo del llanto aterrado de un marido que acababa de perder a su esposa de una forma horrible. También pudo presenciar después a la chica maltratada que lloraba mientras huía velozmente dejando atrás un rastro de sangre y toda una vida de dolor. Se asombró a continuación al ver cómo las lágrimas de aquel hombre fornido se mezclaban con el agua dulce mientras unas grotescas criaturas submarinas lo maltrataban y abusaban de él bajo el agua. Las visiones no cesaban con cada poco de agua que recogía. Gerard se asombró al comprobar cómo la soledad había roto a un hombre triste delante del espejo hasta que este ni siquiera era capaz de reconocer su propia identidad. O también pudo presenciar a un espectro llorando de terror por culpa de cinco jóvenes que lo torturaban a modo de venganza. Con la siguiente visión, Gerard creyó que ya había tenido bastante cuando se encontró en el agua entre sus manos la imagen de una muchacha enamorada y celosa con los ojos encharcados de lágrimas propias y los labios manchados de sangre ajena.

A pesar de la crudeza de las visiones, cada cual más terrible que la anterior, Gerard se animó a coger otro poco de agua, el último según su intención. Y en ese nuevo y pequeño charco entre sus manos, se vio a sí mismo llorando callado al lado de la orilla de ese mismo río. Justo entonces, notó la mano de Zimmer en su hombro. Gerard alzó la mirada y vio a su amigo de pie junto a él. “Aquí es normal que se te escape alguna lágrima”, le dijo Zimmer para consolarlo. Gerard no se había dado cuenta de ello hasta que una lágrima le cosquilleó la mejilla. Él también se había emocionado con todas esas tristes visiones y había empezado a llorar conmovido por ellas.

Hay demasiada pena en este universo ―concluyó Gerard, antes de depositar el último poco de agua en el río. Se enjugó sus lágrimas y apretó los labios, compungido delante de su amigo.

Eso parece, amigo mío ―y Zimmer perdió la mirada en el interminable cauce de tristeza―. Eso parece... Ahora también sabes por qué este lugar está prohibido.

Vámonos de aquí”. Y ambos amigos emprendieron el camino de vuelta bajo los tres soles del atardecer, dejando atrás todo un universo de lágrimas.

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