Desde su barca, “La Gran Jane”, el Gran Joe lanzó la línea de
la caña lo más lejos posible y dejó caer el cebo en el agua del
lago. Luego, encajó la caña en el soporte y se sentó plácidamente
en la silla mientras abría una lata de cerveza. Ahora solo tendría
que esperar a que picasen. Aunque el panorama a su alrededor
sobrecogía a causa de la belleza natural realzada por los intensos
colores de un atardecer de otoño, el Gran Joe ya tenía aquel sitio
más que visto. Dejó la cerveza a un lado y se puso las gafas de
cerca, que llevaba colgadas al cuello, con el propósito de descifrar
cómo se manejaba aquella tableta que le había regalado su ahijado.
Según este, con aquel aparato tan delgado y fino como una lámina de
cartón, el Gran Joe podría hacer de todo, incluso escuchar la
radio, que era lo que le pedía su robusto cuerpo en aquel momento.
Entornó los ojos cuando deslizó el índice sobre la pulida
superficie para desbloquear la pantalla. Asintió satisfecho cuando
se desplegó toda una serie de iconos coloridos, y llenaron la
pantalla de detalles y de animaciones vistosas. Hora, fecha,
temperatura, brújula... Su dedo sobrevoló la pantalla en busca de
la palabra “radio”, pero no la encontraba por mucho que
recorriese una y otra vez la interminable serie de iconos que
aparecían pantalla tras pantalla. De pronto, encontró la aplicación
que buscaba y pulsó sobre ella. “Error de conexión”, fue el
mensaje que pudo leer justo a continuación. El Gran Joe dibujó una
mueca de decepción en su cara y, de reojo, miró a su fiel radio
portátil aguardándole justo al lado de la nevera portátil, en la
que había traído las cervezas. Sin dudarlo ni un segundo más,
encendió su radio, tomó un nuevo sorbo de la cerveza y colocó la
lata sobre la pantalla de la tableta, que se apagó para volver al
estado de reposo. “Sí que sirve para todo el chisme ese”,
concluyó el Gran Joe al usar el aparato como posavasos. Tomó aire,
fresco y limpio, y dejó que su vista vagara, primero, por la
arboleda que bordeaba el lago y, luego, se zambulló en sus
pensamientos al suave compás de las notas de la música clásica de
la emisora sintonizada. El cebo seguía intacto en el agua, y el Gran
Joe se quedó dormido sin darse cuenta.
Un chapoteo lo despertó de pronto. La noche había caído, y el Gran
Joe se frotó la cara con las manos para terminar de desperezarse.
Apagó la radio que se había caído y consultó el reloj de pulsera.
Eran las diez de la noche. Ya llegaba una hora tarde a la sesión de
póquer en el bar. Se puso de pie y se apresuró a recoger la caña,
pero se encontró con el soporte vacío. Se asomó por la borda y
miró en todas direcciones, pero solo tenía oscuridad ante él.
Maldijo en voz baja y recordó el aparato multiusos que le habían
regalado. Cogió la tableta y su dedo recorrió rápidamente todas
las opciones hasta que encontró la aplicación de la linterna. Una
intensa luz blanca salió despedida por el otro lado del aparato, y
el Gran Joe fue a inspeccionar los alrededores de la barca en busca
de su querida, y cara, caña de pescar.
Su embarcación no era demasiado grande, y no tardó en darle la
vuelta por completo. Miró por todas partes, dentro y fuera, haciendo
danzar la luz blanca de un lado para otro sobre el oscuro lago.
“¡Joder!”, maldijo en voz alta, ya dando su caña por perdida.
“¡Mierda de soporte!”. Cuando se acercó a él y lo examinó,
vio que los anclajes habían sido arrancados de cuajo, dejando atrás
tan solo la madera astillada.
“¿Qué coño es eso?”, se preguntó en voz alta. De buenas a
primeras empezó a escucharse un ruido. Se cercioró de que la radio
estaba apagada y de que la tableta no estaba emitiendo sonido alguno.
Pero el Gran Joe seguía escuchándolo, aquel sonido extraño e
imposible, aquella respiración entrecortada... Era como si alguien
estuviese llorando. Era un llanto tímido y agudo, como el de una
chica joven. El Gran Joe no daba crédito a lo que estaba
percibiendo. No había nadie en kilómetros a la redonda, y se
encontraba a solas en medio del lago. Sin embargo, el llanto parecía
provenir justo de la popa. Con paso decidido, se acercó e iluminó
con la tableta. “¿Pero qué cojo...?”, se preguntó cuando se
topó con una extraña piel escamosa hundida tan solo unos
centímetros por debajo de la embarcación. El Gran Joe acercó
despacio la luz al pez que estaba atrapado ahí. Quizás, con un poco
de suerte, se había enredado en el sedal y su caña seguía estando
ahí abajo. Se agarró bien a la borda y trató de agarrar aquel
extraño pez, pero este se agitó de repente y desenroscó su cola
escamosa como la de un dragón submarino con prisas para sumergirse
lo más rápidamente posible. En su agitación, el voluminoso pez
golpeó la embarcación, y el Gran Joe perdió el equilibrio. Por
suerte, estaba bien agarrado y evitó la caída por la borda, pero la
tableta no tuvo tanta suerte. El aparato cayó en el agua y se hundió
emitiendo destellos de luz blanca bajo el agua. La luz a veces se
topaba con algunos cuerpos extraños que nadaban bajo el agua. El
Gran Joe frunció el ceño. Al principio había dado por hecho que se
trataba de peces, pero luego le pareció ver turgentes torsos
desnudos, formas femeninas, melenas sumergidas...
Resopló. No pensaba que se iba a coger semejante borrachera con tan
solo media cerveza. Pero un nuevo golpe hizo que la embarcación se
tambaleara aún más y, esta vez, el desprevenido Gran Joe fue a
parar al agua. Todo era oscuridad y burbujas a su alrededor, hasta
que se recompuso, distinguió arriba de abajo, y braceó con fuerzas
hasta alcanzar la superficie. Tomó aire y miró en busca de la
barca. Estaba cerca. Ni siquiera le prestó atención a los extraños
toqueteos que no dejaban de palparle las piernas. Él empezó a nadar
para acercarse a su barca, pero no dejaba de sentir que algo le
palpaba de cintura para abajo, de manera obscena y poco decorosa, con
fuerza y violencia. Apartó de su cabeza la idea de que posiblemente
ya estuviera sangrando. El Gran Joe no creía lo que le estaba
sucediendo, pero era real. Tan real como la barca que trataba de
alcanzar. Por fin, su recia mano se agarró firmemente al borde de la
barca, y nadó con fuerza con las piernas para coger impulso para
subirse. Pero algo chapoteó justo tras su nuca y empujó su cabeza
fuertemente contra la embarcación.
Dejó una mancha de sangre justo al lado del nombre de la barca, y el
Gran Joe empezó a hundirse, consciente, pero incapaz de moverse. A
medida que se hundía, empezó a sentir el ansia por la necesidad de
oxígeno. Trató con todo su empeño mover los brazos o las piernas,
pero no le respondían. Chilló bajo el agua y las burbujas danzaron
a su alrededor, incapaces de ofrecerle ayuda alguna.
Y entonces, ella se iluminó delante de él. Y los ojos de el Gran
Joe vieron lo imposible. Aquella mujer no tenía piernas. Una
larguísima cola de pez se extendía de cintura para abajo y se
contoneaba hasta perderse en las sombras. Todo su cuerpo era radiante
y luminoso. Emitía destellos de luces azules y rosadas de manera
intermitente, casi juguetona, al tiempo que su rostro permanecía
oculto tras una melena pelirroja que se mecía en el agua. Al Gran
Joe le quedaba poco tiempo. Le quedaba poco oxígeno, y la visión se
fue desvaneciendo, hasta que, aquella criatura, nadó hacia él, y su
rostro quedó al descubierto. Un rostro espantoso con ojos redondos
como los de un tiburón y blancos como perlas puras, y con una boca
grotesca sin labios y abarrotada de dientes agudos como agujas. El
Gran Joe trató de huir, pero seguía inmovilizado. La criatura lo
agarró firmemente y posó su boca sobre la de él. El Gran Joe gritó
con el último aliento que le quedaba. Pensaba que le iba a devorar
la cara. Pero, sin que apenas se diera cuenta, el Gran Joe estaba
respirando de nuevo gracias a aquel horripilante beso. A través de
la melena de la criatura, vio que otras luces se encendían
alrededor, otros cuerpos femeninos y sinuosos que nadaban hacia él.
Entonces notó el tirón, y las criaturas se arremolinaron en torno a
él para hundir al Gran Joe cada vez más y más.
Las sirenas usarían la semilla del Gran Joe para engendrar a su
nueva prole. Las sirenas usarían el cuerpo del Gran Joe para
alimentar a toda su nueva prole.
No hay comentarios:
Publicar un comentario