Penélope se lavaba las manos sin levantar la vista de la cerámica.
Nunca le había gustado ver su reflejo en el espejo, a pesar de que,
en aquella ocasión, estrenaba el vestido que se había comprado
exclusivamente para salir de fiesta con sus nuevas hermanas aquella
noche. Tras la ceremonia del día anterior, ellas cinco eran como
auténticas hermanas, y ese era un motivo más que suficiente para
salir a celebrarlo. Penélope frotaba concienzudamente las manos
entre sí para enjuagarse el jabón, y apretó los labios. A pesar
del intenso estímulo inicial, la noche no estaba resultando ir como
ella había imaginado. Mismo centro comercial, misma terraza, misma
música y mismos babosos que no dejaban de entrarle para ligar con
ella, y, a medida que avanzaba la noche, los halagos que le lanzaban
olían cada vez más a alcohol. Al menos, en aquel instante en el
servicio de chicas, Penélope disfrutaba de algo soledad, y se recreó
en el tracto húmedo y fresco del agua que limpiaba sus manos. Se
fijó durante un instante en el reciente tatuaje de la palma de su
mano izquierda. La estrella azul encerrada en un círculo del mismo
color le recordaría, a partir de ahora y en cada momento, que
existía un vínculo inquebrantable con sus hermanas, y este estaba
destinado a prolongarse durante todas sus vidas. Esa idea la
reconfortó. Ya nunca volvería a estar sola como antes. Sin casi
percatarse de ello, una sonrisa muy leve se esbozó en su rostro y la
luz parpadeó varias veces con un zumbido eléctrico que fue y vino,
hasta que al final el lugar quedó completamente a oscuras.
Ella chistó molesta. Todavía tenía las manos mojadas y seguramente
el secamanos no iba a funcionar a causa del corte de electricidad.
Con las manos empapadas, rebuscó en el bolso en busca de algún
pañuelo de papel. Parecía que el paquete de pañuelos se había
refugiado en el recoveco más profundo e inaccesible del bolso.
Parecía imposible que, en un bolso de noche de reducidas
dimensiones, le costase tanto encontrar algo. Por fin, la punta de
sus dedos rozó el plástico del paquete, y Penélope escuchó un
ruido que activó su instinto y la hizo girarse inmediatamente. Un
gimoteo, rebosante de lástima y desconsuelo, quebró violentamente
el silencio oscuro y penetró en los tímpanos de ella hasta alcanzar
su corazón cada vez más asustado. Ella miró en todas direcciones
en busca de algo que no fuera oscuridad. Y encontró la luz del
pasillo filtrándose alrededor del marco de la puerta de salida.
Penélope decidió que ya no pintaba nada en aquellos servicios, así
que se secó como pudo las manos en el vestido, recogió a tientas el
bolso y se encaminó a la puerta orientándose con la pared. Conforme
se acercaba a la salida, el llanto fue aumentando de intensidad hasta
un punto en el que la pena del lloro se confundía con la ira
absoluta de una bestia triste y enrabietada.
Penélope escuchó cómo se abría violentamente una de las puertas
de las cabinas de los servicios de detrás de ella. Con el vello de
punta, se apresuró a empujar la puerta y salir de allí, pero esta
no cedió a su empuje y se mantuvo firme. Penélope apoyó todo su
cuerpo y empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta parecía otro
muro más. “¡Ábrete de una vez, joder!”, chilló ella, quien,
aterrada, escuchaba cómo el sonido del llanto se acercaba
irremediablemente cada vez más a ella, acompañado de unas pisadas
descalzas sobre las frías baldosas del suelo. Continuó insistiendo
en abrir la puerta sin descanso, arremetiendo contra ella una y otra
vez y golpeándola a base de patadas y manotazos. Gritaba y pedía
auxilio hasta que, de repente y sumida en la oscuridad total, sintió
el horripilante peso de una mano fría y húmeda que se posaba en su
hombro descubierto. Un escalofrío le recorrió la espalda de arriba
y abajo, y una aliento nauseabundo, que hedía a descomposición de
la carne, alcanzó su olfato.
“Socorro”, acertó ella a decir en voz baja, con todo su ánimo
encogido por el terror.
Y la puerta se abrió del todo y Penélope cayó de bruces al
pasillo. Pataleó y dio manotazos al tiempo que intentaba por todos
los medios alejarse todo lo posible de la puerta que acababa de
abrirse. Cuando pudo apoyar su espalda en la pared de enfrente de la
puerta, fue cuando se dio cuenta de que sus cuatro hermanas estaban
de pie delante de ella. Todas la miraban sorprendidas.
―¡Penélope!
―la llamó Lórelai―. Por Los Altos Divinos, ¿qué te ocurre?
La joven asustada se limitó a
señalar al interior de los servicios. Lórelai compartió una mirada
de incomprensión con sus tres hermanas restantes. Bibiana sonreía
socarronamente, como si le divirtiera ver a la hermana nueva
arrastrándose de miedo por el suelo. “Esto le vendrá bien... sea
lo que sea”, pensaba en silencio. Al lado de esta, Sandrina se
llevaba la mano a la boca, espantada de ver el miedo que transmitía
la cara desencajada de Penélope. Pero, de todas ellas, Almudena fue
la única que se acercó a Penélope y la ayudó a ponerse de pie.
―Estaba sola y... ―se
explicaba Penélope mientras Almudena la ayudaba a regresar al
grupo―. Algo me tocó. Olía a muerte y mi corazón se inundó de
un dolor y una rabia que no eran míos.
Lórelai resopló con media
sonrisa y se abrazó a Penélope.
―Te dije que me esperaras para
ir al baño, tontorrona ―y, con un gesto rápido de la cabeza,
indicó a las hermanas que entraran en el baño.
―¡Pero qué hacéis! ―gritó
Penélope, asombrada al ver el paso tan seguro con el que entraban
todas ellas―. ¡Puede seguir ahí dentro!
―Eso espero ―respondió
resuelta Lórelai, que llevó a Penélope del brazo de vuelta al
interior de los servicios.
Las cinco se colocaron una al
lado de la otra y Lórelai ayudó a la temblorosa Penélope a
posicionarse a su lado.
―No te preocupes, Pe ―la
consoló ella, justo antes de que la luz empezase a parpadear de
nuevo―. Vamos a ver quién te ha molestado esta noche. Tú haz lo
mismo que nosotras, tal y como hemos practicado.
Las cinco bajaron las manos y
abrieron la palma de la mano izquierda. La luz se apagó al instante
y la estrella tatuada en la palma de cada una de ellas refulgió con
luz propia. Una bruma luminosa empezó a manar de la palma de cada
una y el espacio se inundó con una niebla celeste que iluminaba toda
la estancia con un fantasmagórico brillo azul. Cuando la bruma
alcanzó la zona delante del espejo, una figura humana se volvió
visible ante ellas. Se trataba de un volumen transparente con forma
humana. No tenía detalles, ni rasgos, ni ropa; tan solo una forma
humana translúcida tan solo visible a causa de la niebla que rodeaba
sus formas. Aquel ser etéreo se golpeaba una y otra vez la cabeza
contra un espejo que no lo reflejaba en absoluto. Justo entonces,
pareció percatarse de la presencia de las hermanas y se detuvo. Dio
la impresión de que giró la cabeza hacia ellas y, una vez más,
desató su llanto sobrecogedor.
―Este fue el que te ha atacado
esta noche, Pe ―respondió Lórelai, quien fue la primera de ellas
en cerrar la mano y atrapar la luz dentro de su puño.
―¿Qué es eso? ―preguntó
Penélope, asombrada y algo más tranquila al estar en compañía de
las hermanas.
―Eso es lo que nosotras vemos
todos los días ―contestó Almudena―. Es una presencia atrapada
en un plano que no es el suyo ni el nuestro. Vive eternamente entre
dos mundos sin pertenecer a ninguno, sumida en dolor y rabia. Suelen
estar asociadas a...
―Eso da igual ―la interrumpió
Lórelai―. Las clases teóricas las dejamos para otro momento.
Ahora, vamos a enseñarle a este fantasma de mierda que nadie se mete
con las hermanas de la araña ―y, justo entonces, Lórelai
compartió una mirada de complicidad con Penélope―. Vamos a
enseñarle a este fantasma lo que es el auténtico miedo. ¡Bibiana,
cierra la puerta!
La hermana obedeció presurosa y
cerró la puerta. Colocó la palma de su mano luminosa en el
picaporte para atrancarla y así dejar a las hermanas de la araña
completamente a solas con el fantasma desdichado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario