jueves, 28 de abril de 2016

Llanto octavo: Hermanas

Penélope se lavaba las manos sin levantar la vista de la cerámica. Nunca le había gustado ver su reflejo en el espejo, a pesar de que, en aquella ocasión, estrenaba el vestido que se había comprado exclusivamente para salir de fiesta con sus nuevas hermanas aquella noche. Tras la ceremonia del día anterior, ellas cinco eran como auténticas hermanas, y ese era un motivo más que suficiente para salir a celebrarlo. Penélope frotaba concienzudamente las manos entre sí para enjuagarse el jabón, y apretó los labios. A pesar del intenso estímulo inicial, la noche no estaba resultando ir como ella había imaginado. Mismo centro comercial, misma terraza, misma música y mismos babosos que no dejaban de entrarle para ligar con ella, y, a medida que avanzaba la noche, los halagos que le lanzaban olían cada vez más a alcohol. Al menos, en aquel instante en el servicio de chicas, Penélope disfrutaba de algo soledad, y se recreó en el tracto húmedo y fresco del agua que limpiaba sus manos. Se fijó durante un instante en el reciente tatuaje de la palma de su mano izquierda. La estrella azul encerrada en un círculo del mismo color le recordaría, a partir de ahora y en cada momento, que existía un vínculo inquebrantable con sus hermanas, y este estaba destinado a prolongarse durante todas sus vidas. Esa idea la reconfortó. Ya nunca volvería a estar sola como antes. Sin casi percatarse de ello, una sonrisa muy leve se esbozó en su rostro y la luz parpadeó varias veces con un zumbido eléctrico que fue y vino, hasta que al final el lugar quedó completamente a oscuras.

Ella chistó molesta. Todavía tenía las manos mojadas y seguramente el secamanos no iba a funcionar a causa del corte de electricidad. Con las manos empapadas, rebuscó en el bolso en busca de algún pañuelo de papel. Parecía que el paquete de pañuelos se había refugiado en el recoveco más profundo e inaccesible del bolso. Parecía imposible que, en un bolso de noche de reducidas dimensiones, le costase tanto encontrar algo. Por fin, la punta de sus dedos rozó el plástico del paquete, y Penélope escuchó un ruido que activó su instinto y la hizo girarse inmediatamente. Un gimoteo, rebosante de lástima y desconsuelo, quebró violentamente el silencio oscuro y penetró en los tímpanos de ella hasta alcanzar su corazón cada vez más asustado. Ella miró en todas direcciones en busca de algo que no fuera oscuridad. Y encontró la luz del pasillo filtrándose alrededor del marco de la puerta de salida. Penélope decidió que ya no pintaba nada en aquellos servicios, así que se secó como pudo las manos en el vestido, recogió a tientas el bolso y se encaminó a la puerta orientándose con la pared. Conforme se acercaba a la salida, el llanto fue aumentando de intensidad hasta un punto en el que la pena del lloro se confundía con la ira absoluta de una bestia triste y enrabietada.

Penélope escuchó cómo se abría violentamente una de las puertas de las cabinas de los servicios de detrás de ella. Con el vello de punta, se apresuró a empujar la puerta y salir de allí, pero esta no cedió a su empuje y se mantuvo firme. Penélope apoyó todo su cuerpo y empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta parecía otro muro más. “¡Ábrete de una vez, joder!”, chilló ella, quien, aterrada, escuchaba cómo el sonido del llanto se acercaba irremediablemente cada vez más a ella, acompañado de unas pisadas descalzas sobre las frías baldosas del suelo. Continuó insistiendo en abrir la puerta sin descanso, arremetiendo contra ella una y otra vez y golpeándola a base de patadas y manotazos. Gritaba y pedía auxilio hasta que, de repente y sumida en la oscuridad total, sintió el horripilante peso de una mano fría y húmeda que se posaba en su hombro descubierto. Un escalofrío le recorrió la espalda de arriba y abajo, y una aliento nauseabundo, que hedía a descomposición de la carne, alcanzó su olfato.

“Socorro”, acertó ella a decir en voz baja, con todo su ánimo encogido por el terror.

Y la puerta se abrió del todo y Penélope cayó de bruces al pasillo. Pataleó y dio manotazos al tiempo que intentaba por todos los medios alejarse todo lo posible de la puerta que acababa de abrirse. Cuando pudo apoyar su espalda en la pared de enfrente de la puerta, fue cuando se dio cuenta de que sus cuatro hermanas estaban de pie delante de ella. Todas la miraban sorprendidas.

¡Penélope! ―la llamó Lórelai―. Por Los Altos Divinos, ¿qué te ocurre?

La joven asustada se limitó a señalar al interior de los servicios. Lórelai compartió una mirada de incomprensión con sus tres hermanas restantes. Bibiana sonreía socarronamente, como si le divirtiera ver a la hermana nueva arrastrándose de miedo por el suelo. “Esto le vendrá bien... sea lo que sea”, pensaba en silencio. Al lado de esta, Sandrina se llevaba la mano a la boca, espantada de ver el miedo que transmitía la cara desencajada de Penélope. Pero, de todas ellas, Almudena fue la única que se acercó a Penélope y la ayudó a ponerse de pie.

Estaba sola y... ―se explicaba Penélope mientras Almudena la ayudaba a regresar al grupo―. Algo me tocó. Olía a muerte y mi corazón se inundó de un dolor y una rabia que no eran míos.

Lórelai resopló con media sonrisa y se abrazó a Penélope.

Te dije que me esperaras para ir al baño, tontorrona ―y, con un gesto rápido de la cabeza, indicó a las hermanas que entraran en el baño.

¡Pero qué hacéis! ―gritó Penélope, asombrada al ver el paso tan seguro con el que entraban todas ellas―. ¡Puede seguir ahí dentro!

Eso espero ―respondió resuelta Lórelai, que llevó a Penélope del brazo de vuelta al interior de los servicios.

Las cinco se colocaron una al lado de la otra y Lórelai ayudó a la temblorosa Penélope a posicionarse a su lado.

No te preocupes, Pe ―la consoló ella, justo antes de que la luz empezase a parpadear de nuevo―. Vamos a ver quién te ha molestado esta noche. Tú haz lo mismo que nosotras, tal y como hemos practicado.

Las cinco bajaron las manos y abrieron la palma de la mano izquierda. La luz se apagó al instante y la estrella tatuada en la palma de cada una de ellas refulgió con luz propia. Una bruma luminosa empezó a manar de la palma de cada una y el espacio se inundó con una niebla celeste que iluminaba toda la estancia con un fantasmagórico brillo azul. Cuando la bruma alcanzó la zona delante del espejo, una figura humana se volvió visible ante ellas. Se trataba de un volumen transparente con forma humana. No tenía detalles, ni rasgos, ni ropa; tan solo una forma humana translúcida tan solo visible a causa de la niebla que rodeaba sus formas. Aquel ser etéreo se golpeaba una y otra vez la cabeza contra un espejo que no lo reflejaba en absoluto. Justo entonces, pareció percatarse de la presencia de las hermanas y se detuvo. Dio la impresión de que giró la cabeza hacia ellas y, una vez más, desató su llanto sobrecogedor.

Este fue el que te ha atacado esta noche, Pe ―respondió Lórelai, quien fue la primera de ellas en cerrar la mano y atrapar la luz dentro de su puño.

¿Qué es eso? ―preguntó Penélope, asombrada y algo más tranquila al estar en compañía de las hermanas.

Eso es lo que nosotras vemos todos los días ―contestó Almudena―. Es una presencia atrapada en un plano que no es el suyo ni el nuestro. Vive eternamente entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, sumida en dolor y rabia. Suelen estar asociadas a...

Eso da igual ―la interrumpió Lórelai―. Las clases teóricas las dejamos para otro momento. Ahora, vamos a enseñarle a este fantasma de mierda que nadie se mete con las hermanas de la araña ―y, justo entonces, Lórelai compartió una mirada de complicidad con Penélope―. Vamos a enseñarle a este fantasma lo que es el auténtico miedo. ¡Bibiana, cierra la puerta!

La hermana obedeció presurosa y cerró la puerta. Colocó la palma de su mano luminosa en el picaporte para atrancarla y así dejar a las hermanas de la araña completamente a solas con el fantasma desdichado.

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