Como era habitual, el viejo Micah caminaba solo pendiente abajo por
la acera. Poco le importaba la hora de la madrugada que fuese. Sabía
que era de noche, y que ya era tarde, por lo tanto, había llegado el
momento de regresar a su rincón favorito de la ciudad para pasar la
noche. Se trataba de un recoveco pequeño, pero acogedor, en el
callejón de la parte trasera de la pizzería Giulio´s. Un remanso
de silencio y tranquilidad, sin humedades, ni contenedores, ni ojos
curiosos ni, sobre todo, gamberros aficionados a apalear a
vagabundos. Micah iba por la acera, despacio y sin movimientos
bruscos, mientras sujetaba el manillar de su desvencijado carrito de
la compra, que traqueteaba sobre los adoquines y las grietas
malintencionadas que no dejaban de intentar volcarlo. El esquelético
vehículo tenía la rueda trasera derecha atascada y algunas de las
finas varillas de metal de su chasis estaban abolladas, señal
inequívoca de la dura vida que había llevado aquel pobre carrito
desde que un día se vio abandonado en un aparcamiento. Sin embargo,
ahora, en manos de Micah, el carrito había encontrado una nueva
vida. Quizás más dura y desagradecida que la anterior, pero una
vida, al fin y al cabo, en la que volvía a ser útil para alguien.
En su nueva vida, ya no portaba productos de supermercado en su
interior, sino cartones desgastados y mantas roídas y sucias, que
era todo y cuanto Micah poseía. Micah y su carrito eran
inseparables.
Los brazos de Micah aguantaron la vibración del carrito hasta que,
por fin, alcanzó el final de la cuesta abajo y dobló la esquina.
Justo delante, a unos veinte pasos, se encontraba la pizzería, con
su cartel desgastado con los colores verde, blanco y rojo coronando
una sólida verja de metal cerrada firmemente desde hacía años con
cadena y candado. Un poco antes, a mano derecha, Micah recreó sus
ojos en la entrada a su callejón favorito, pero aquella madrugada
aconsejaba prudencia, porque Micah también se encontró con un
visitante inesperado. Había un coche aparcado, justo unos metros
antes de la entrada al callejón. Un coche no es algo poco habitual
en una ciudad como la de Micah, pero un coche tan lujoso como aquel
no era lo normal en aquella parte de la ciudad, y mucho menos a
aquellas horas. Micah caminó despacio hacia el callejón, sin
apartar la vista de la parte trasera del vehículo aparcado delante
de él, el cual permanecía negro y quieto, como una pantera poderosa
de pelaje brillante que dormía bajo la luz temblorosa de una farola.
De pronto, a Micah le pareció que su carrito hacía mucho ruido y
rompía la quietud de la noche. Trató de escudriñar desde lejos el
interior del vehículo. No vio bien, pero parecía vacío. Empezó a
mirar a su alrededor, en busca del dueño del elegante coche. Pero la
calle estaba tan desierta como siempre. De hecho, todo estaba como
siempre, a excepción de aquel coche aparcado. Micah comenzó a
ponerse nervioso. No iba a pasar la noche tranquilo sabiendo que ese
coche estaba ahí, amenazándole con la incertidumbre de las
desconocidas intenciones de su conductor desaparecido. Micah tenía
el corazón en un puño hasta que, de repente, escuchó un llanto de
mujer.
Sin darse cuenta, Micah se paró en seco y automáticamente su mente
adivinó la procedencia. Alguien estaba llorando justo delante del
coche aparcado. Micah agachó la cabeza hacia delante, y se dispuso a
pasar de largo. Fuera quien fuera, y pasase lo que pasase, no era
asunto suyo. Ya bastante tenía con sus problemas, como para encima
inmiscuirse en tribulaciones ajenas. De modo que siguió caminando
con cautela y la mirada baja, hasta que, con el rabillo del ojo, la
vio sentada en el bordillo de la acera, justo delante del coche. No
se había dado cuenta de ello, pero Micah se había detenido de
nuevo. Contempló a la joven, de espaldas a él y encorvada. Abrazada
a sí misma, parecía un ovillo de pena que lloraba desconsoladamente
mientras sostenía las llaves del coche con su mano temblorosa que
asomaba en su regazo. Micah frunció el entrecejo, no entendía por
qué aquella joven lloraba de aquella manera, ni por qué iba vestida
con un pijama.
―¿Estás bien? ―preguntó,
con un tono inseguro.
“¿Qué haces, Micah?”, pensó
para sí. “Esto no es asunto tuyo”, le repetía su voz interior.
“Mira el coche que lleva... Y está llorando. Su novio o marido
aparecerá de repente y te partirá la cara solo por haberte dirigido
a ella”.
Pero la joven respondió.
―¡No,
no estoy bien! ¿Te parece acaso a ti que esté bien? ―y levantó
la mirada bajo la tenue luz. Momento en el que ella descubrió que
hacía tiempo que aquel hombre mayor, sucio y con barba descuidada no dormía bajo techo―. La vida es
una mierda... ―concluyó
ella, bajando la mirada al tiempo que bajaba el tono de su voz, y
hundió su rostro en sus brazos para sumirlo en la pena de nuevo.
―Sí... ―respondió Micah―.
Lo es. Pero a mí me gusta pensar que todo pasa, y que todo va a ir a
mejor. Si no, ¿para qué seguimos...? ―la chica no parecía
prestarle atención, y Micah creyó que la estaba incomodando―.
Perdona, no quiero molestarte. Pero anímate, muchacha. Bueno,
primero desahógate y luego... luego anímate. Llorar es normal, y es
bueno. A veces... Pero hazlo en otro lugar. No por nada. Es que aquí
estás demasiado a la vista. Nunca se sabe con quién te puedes topar
en esta parte de la ciudad y a estas horas de la noche.
Ella no dijo nada, solo continuó
sollozando.
Micah apretó los labios y
asintió en silencio, convencido de que su consejo había caído en
saco roto. Empujó su carrito para dirigirlo hacia la entrada del
callejón.
―He hecho algo horrible ―sonó
de repente la voz de ella, entre los sollozos―. Algo que nunca creí
que fuese capaz de hacer. Pero lo he hecho... y ya no hay vuelta
atrás.
Micah se dio media vuelta
sorprendido. No esperaba que ella continuase hablando.
―Bueno,
muchacha. Todos cometemos errores. Pero la vida sigue. No te
preocupes ―la animó él, con el convencimiento de que el problema
de ella no iría más allá de alguna banalidad, como que la forma de
la piscina de su chalet no era la que ella había pedido.
―No sé si podré mirarme en el
espejo después de esto. Ya nada será igual. No... podré...
seguir...
La joven empezó a respirar
deprisa y de forma entrecortada. Micah se alarmó y se apresuró a
colocarse delante de ella.
―¡Muchacha, tranquila! ―le
repitió Micah, una y otra vez, al tiempo que le daba palmadas en el
hombro con torpeza―. Calma, muchacha, cálmate, por favor ―Micah
miraba alrededor, en busca de alguien a quien pedir auxilio, pero por
aquella calle no pasaba ni siquiera el viento. De repente, notó la
mano de ella agarrándole la muñeca. Cuando Micah volvió la mirada
hacia ella, esta ya respiraba con algo más de normalidad, y asentía
con la cabeza, en señal a Micah de que el ataque de nervios ya
estaba pasando.
Micah, se dejó caer y se sentó
al lado de ella, con una maraña de pensamientos en su cabeza.
―¡Vaya, muchacha! Casi me da
algo a mí también ―le dijo, alejándose un poco de ella, temeroso
de que su olor corporal la incomodara.
―Estoy... mejor. Muchas
gracias.
Ella lo miró con ojos llorosos,
pero profundamente agradecidos. Fue entonces cuando Micah se dio
cuenta de su ojo morado. El anciano tomó aire, se pasó la mano por
la barba e intentó elegir muy bien sus próximas palabras.
―¿Sabe él que estás aquí?
Ella resopló y negó con la
cabeza.
―¿Sabes?
Hay una comisaría a unas cuatro manzanas de aquí. Quizás deberías
pasarte por allí.
Ella volvió a negar. Micah cruzó
las manos y perdió la mirada en el asfalto de delante
―No deberías permitir que te
trate así.
―Lo sé... Pero él no era así
siempre. A veces parecía el mejor novio del mundo. Y otras... Era
como si fuera otra persona... Alguien cruel y violento. Como un
monstruo desencadenado que no se daba cuenta de que hacía daño a
las personas que lo querían, ¿sabes? Unas veces me hacía sentir la
mujer más querida del mundo, y otras veces me sentía... Era como si
fuera la novia de un monstruo.
A pesar del oscuro relato de
ella, Micah sonrió cuando pensó que, hacía unos minutos se había
dicho a sí mismo que no iba a inmiscuirse. Sin embargo, ya conocía
demasiado de su problema, y no iba a permitir que aquella chica
siguiera sufriendo y llorando. Micah se puso de pie y extendió la
mano hacia la chica para ayudarla a incorporarse también.
―Vamos ―dijo él―. Iremos
los dos juntos a la comisaría.
La chica observó la mano
amistosa de Micah tendida hacia ella, pero la joven no la agarró. Se
puso de pie ella sola y se limpió las lágrimas de las mejillas.
―No lo entiendes. No puedo ir a
la policía ―le espetó ella, que empezó a caminar hacia el coche
y dejó a Micah con la mano extendida y a la espera―. Y mucho menos
después de lo que he hecho.
Micah guardó silencio y se
limitó a observar cómo la joven se metía en su coche y arrancaba
el motor. Cuando encendió los faros, Micah entornó los ojos por la
intensa y extraña luz que emitían. Al rato, ató cabos y comprendió
lo que había pasado. Las luces del vehículo no eran claras, sino
que estaban teñidas de rojo. Ahora se pudo percatar de que todo el
capó del coche estaba salpicado de sangre, que goteaba por los faros
y caía al suelo. La joven avanzó despacio con su vehículo
ensangrentado y se detuvo suavemente a la altura de Micah. Bajó la
ventanilla del copiloto y se agachó para hablar con el vagabundo.
―Ya no me volverá a poner una
mano encima... Nunca más. Este... es el camino que me espera ahora.
Tengo que cambiarme, limpiar esto y... No sé. Quizás todo vaya a
mejor como dices tú. Quién sabe. Oye, gracias por lo de antes, seas
quien seas.
Y Micah se quedó atrás,
envuelto en la confusión que había dejado el coche al salir a toda
velocidad y perderse en la próxima intersección. El silencio volvió
al callejón de la pizzería Giulio´s, donde Micah volvió a pasar
la noche; solo, pero acompañado de su querido y fiel carrito.
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