jueves, 7 de abril de 2016

Llanto quinto: Novia

Como era habitual, el viejo Micah caminaba solo pendiente abajo por la acera. Poco le importaba la hora de la madrugada que fuese. Sabía que era de noche, y que ya era tarde, por lo tanto, había llegado el momento de regresar a su rincón favorito de la ciudad para pasar la noche. Se trataba de un recoveco pequeño, pero acogedor, en el callejón de la parte trasera de la pizzería Giulio´s. Un remanso de silencio y tranquilidad, sin humedades, ni contenedores, ni ojos curiosos ni, sobre todo, gamberros aficionados a apalear a vagabundos. Micah iba por la acera, despacio y sin movimientos bruscos, mientras sujetaba el manillar de su desvencijado carrito de la compra, que traqueteaba sobre los adoquines y las grietas malintencionadas que no dejaban de intentar volcarlo. El esquelético vehículo tenía la rueda trasera derecha atascada y algunas de las finas varillas de metal de su chasis estaban abolladas, señal inequívoca de la dura vida que había llevado aquel pobre carrito desde que un día se vio abandonado en un aparcamiento. Sin embargo, ahora, en manos de Micah, el carrito había encontrado una nueva vida. Quizás más dura y desagradecida que la anterior, pero una vida, al fin y al cabo, en la que volvía a ser útil para alguien. En su nueva vida, ya no portaba productos de supermercado en su interior, sino cartones desgastados y mantas roídas y sucias, que era todo y cuanto Micah poseía. Micah y su carrito eran inseparables.


Los brazos de Micah aguantaron la vibración del carrito hasta que, por fin, alcanzó el final de la cuesta abajo y dobló la esquina. Justo delante, a unos veinte pasos, se encontraba la pizzería, con su cartel desgastado con los colores verde, blanco y rojo coronando una sólida verja de metal cerrada firmemente desde hacía años con cadena y candado. Un poco antes, a mano derecha, Micah recreó sus ojos en la entrada a su callejón favorito, pero aquella madrugada aconsejaba prudencia, porque Micah también se encontró con un visitante inesperado. Había un coche aparcado, justo unos metros antes de la entrada al callejón. Un coche no es algo poco habitual en una ciudad como la de Micah, pero un coche tan lujoso como aquel no era lo normal en aquella parte de la ciudad, y mucho menos a aquellas horas. Micah caminó despacio hacia el callejón, sin apartar la vista de la parte trasera del vehículo aparcado delante de él, el cual permanecía negro y quieto, como una pantera poderosa de pelaje brillante que dormía bajo la luz temblorosa de una farola.

De pronto, a Micah le pareció que su carrito hacía mucho ruido y rompía la quietud de la noche. Trató de escudriñar desde lejos el interior del vehículo. No vio bien, pero parecía vacío. Empezó a mirar a su alrededor, en busca del dueño del elegante coche. Pero la calle estaba tan desierta como siempre. De hecho, todo estaba como siempre, a excepción de aquel coche aparcado. Micah comenzó a ponerse nervioso. No iba a pasar la noche tranquilo sabiendo que ese coche estaba ahí, amenazándole con la incertidumbre de las desconocidas intenciones de su conductor desaparecido. Micah tenía el corazón en un puño hasta que, de repente, escuchó un llanto de mujer.

Sin darse cuenta, Micah se paró en seco y automáticamente su mente adivinó la procedencia. Alguien estaba llorando justo delante del coche aparcado. Micah agachó la cabeza hacia delante, y se dispuso a pasar de largo. Fuera quien fuera, y pasase lo que pasase, no era asunto suyo. Ya bastante tenía con sus problemas, como para encima inmiscuirse en tribulaciones ajenas. De modo que siguió caminando con cautela y la mirada baja, hasta que, con el rabillo del ojo, la vio sentada en el bordillo de la acera, justo delante del coche. No se había dado cuenta de ello, pero Micah se había detenido de nuevo. Contempló a la joven, de espaldas a él y encorvada. Abrazada a sí misma, parecía un ovillo de pena que lloraba desconsoladamente mientras sostenía las llaves del coche con su mano temblorosa que asomaba en su regazo. Micah frunció el entrecejo, no entendía por qué aquella joven lloraba de aquella manera, ni por qué iba vestida con un pijama.

¿Estás bien? ―preguntó, con un tono inseguro.

¿Qué haces, Micah?”, pensó para sí. “Esto no es asunto tuyo”, le repetía su voz interior. “Mira el coche que lleva... Y está llorando. Su novio o marido aparecerá de repente y te partirá la cara solo por haberte dirigido a ella”.

Pero la joven respondió.

¡No, no estoy bien! ¿Te parece acaso a ti que esté bien? ―y levantó la mirada bajo la tenue luz. Momento en el que ella descubrió que hacía tiempo que aquel hombre mayor, sucio y con barba descuidada no dormía bajo techo―. La vida es una mierda... ―concluyó ella, bajando la mirada al tiempo que bajaba el tono de su voz, y hundió su rostro en sus brazos para sumirlo en la pena de nuevo.

Sí... ―respondió Micah―. Lo es. Pero a mí me gusta pensar que todo pasa, y que todo va a ir a mejor. Si no, ¿para qué seguimos...? ―la chica no parecía prestarle atención, y Micah creyó que la estaba incomodando―. Perdona, no quiero molestarte. Pero anímate, muchacha. Bueno, primero desahógate y luego... luego anímate. Llorar es normal, y es bueno. A veces... Pero hazlo en otro lugar. No por nada. Es que aquí estás demasiado a la vista. Nunca se sabe con quién te puedes topar en esta parte de la ciudad y a estas horas de la noche.

Ella no dijo nada, solo continuó sollozando.

Micah apretó los labios y asintió en silencio, convencido de que su consejo había caído en saco roto. Empujó su carrito para dirigirlo hacia la entrada del callejón.

He hecho algo horrible ―sonó de repente la voz de ella, entre los sollozos―. Algo que nunca creí que fuese capaz de hacer. Pero lo he hecho... y ya no hay vuelta atrás.

Micah se dio media vuelta sorprendido. No esperaba que ella continuase hablando.

Bueno, muchacha. Todos cometemos errores. Pero la vida sigue. No te preocupes ―la animó él, con el convencimiento de que el problema de ella no iría más allá de alguna banalidad, como que la forma de la piscina de su chalet no era la que ella había pedido.

No sé si podré mirarme en el espejo después de esto. Ya nada será igual. No... podré... seguir...

La joven empezó a respirar deprisa y de forma entrecortada. Micah se alarmó y se apresuró a colocarse delante de ella.

¡Muchacha, tranquila! ―le repitió Micah, una y otra vez, al tiempo que le daba palmadas en el hombro con torpeza―. Calma, muchacha, cálmate, por favor ―Micah miraba alrededor, en busca de alguien a quien pedir auxilio, pero por aquella calle no pasaba ni siquiera el viento. De repente, notó la mano de ella agarrándole la muñeca. Cuando Micah volvió la mirada hacia ella, esta ya respiraba con algo más de normalidad, y asentía con la cabeza, en señal a Micah de que el ataque de nervios ya estaba pasando.

Micah, se dejó caer y se sentó al lado de ella, con una maraña de pensamientos en su cabeza.

¡Vaya, muchacha! Casi me da algo a mí también ―le dijo, alejándose un poco de ella, temeroso de que su olor corporal la incomodara.

Estoy... mejor. Muchas gracias.

Ella lo miró con ojos llorosos, pero profundamente agradecidos. Fue entonces cuando Micah se dio cuenta de su ojo morado. El anciano tomó aire, se pasó la mano por la barba e intentó elegir muy bien sus próximas palabras.

¿Sabe él que estás aquí?

Ella resopló y negó con la cabeza.

¿Sabes? Hay una comisaría a unas cuatro manzanas de aquí. Quizás deberías pasarte por allí.

Ella volvió a negar. Micah cruzó las manos y perdió la mirada en el asfalto de delante

No deberías permitir que te trate así.

Lo sé... Pero él no era así siempre. A veces parecía el mejor novio del mundo. Y otras... Era como si fuera otra persona... Alguien cruel y violento. Como un monstruo desencadenado que no se daba cuenta de que hacía daño a las personas que lo querían, ¿sabes? Unas veces me hacía sentir la mujer más querida del mundo, y otras veces me sentía... Era como si fuera la novia de un monstruo.

A pesar del oscuro relato de ella, Micah sonrió cuando pensó que, hacía unos minutos se había dicho a sí mismo que no iba a inmiscuirse. Sin embargo, ya conocía demasiado de su problema, y no iba a permitir que aquella chica siguiera sufriendo y llorando. Micah se puso de pie y extendió la mano hacia la chica para ayudarla a incorporarse también.

Vamos ―dijo él―. Iremos los dos juntos a la comisaría.

La chica observó la mano amistosa de Micah tendida hacia ella, pero la joven no la agarró. Se puso de pie ella sola y se limpió las lágrimas de las mejillas.

No lo entiendes. No puedo ir a la policía ―le espetó ella, que empezó a caminar hacia el coche y dejó a Micah con la mano extendida y a la espera―. Y mucho menos después de lo que he hecho.

Micah guardó silencio y se limitó a observar cómo la joven se metía en su coche y arrancaba el motor. Cuando encendió los faros, Micah entornó los ojos por la intensa y extraña luz que emitían. Al rato, ató cabos y comprendió lo que había pasado. Las luces del vehículo no eran claras, sino que estaban teñidas de rojo. Ahora se pudo percatar de que todo el capó del coche estaba salpicado de sangre, que goteaba por los faros y caía al suelo. La joven avanzó despacio con su vehículo ensangrentado y se detuvo suavemente a la altura de Micah. Bajó la ventanilla del copiloto y se agachó para hablar con el vagabundo.

Ya no me volverá a poner una mano encima... Nunca más. Este... es el camino que me espera ahora. Tengo que cambiarme, limpiar esto y... No sé. Quizás todo vaya a mejor como dices tú. Quién sabe. Oye, gracias por lo de antes, seas quien seas.

Y Micah se quedó atrás, envuelto en la confusión que había dejado el coche al salir a toda velocidad y perderse en la próxima intersección. El silencio volvió al callejón de la pizzería Giulio´s, donde Micah volvió a pasar la noche; solo, pero acompañado de su querido y fiel carrito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario