Martes por la mañana, y David tomaba su desayuno de pie al lado de
la encimera. Bebía sorbos de su café mientras de fondo sonaba el
informativo del canal de noticias veinticuatro horas. El presentador
informaba de lo de siempre, y David hacía también lo de siempre:
dejar que su mente se dispersara sin control por toda la cocina con
la vista perdida y el vago recuerdo mental del sueño, cruelmente
interrumpido, de la noche anterior. El timbre de la puerta sonó de
pronto, de modo que dejó la taza sobre la encimera y se acercó a
abrir. “Buenos días”, le dijo el sonriente cartero cuando David
abrió. “¿Es usted Lorenzo deKai?”.
“No”, respondió David automáticamente, aunque aclaró que el
apellido que había mencionado sí que era el suyo. El cartero
frunció el ceño y consultó el documento que llevaba en la
tablilla. Leyó en voz alta el número de identificación, la
dirección física y de correo electrónico y expuso que se trataba
de un pedido hecho a una tienda en línea de música. “Unos CDs y
unas camisetas”, terminó de decir con una sonrisa. David asentía
a medida que escuchaba la información. Todo era correcto: los datos
y el pedido, que había hecho hacía ya casi un mes. Arqueó las
cejas. “Debe de haber sido una errata con el nombre”, supuso él,
cuando ya cogía la tablilla del cartero para firmar el comprobante
de la entrega.
David cerró la puerta, pensativo. “Lorenzo deKai”, dijo para sí
mismo. Y soltó una risotada. El paquete era tentador, y él llevaba
tiempo esperando su llegada, pero ya no tenía tiempo; llegaba tarde
al trabajo.
El tráfico no le puso las cosas fáciles, y David deKai llegó cinco
minutos tarde a su puesto de cajero en los grandes almacenes. Tomó
asiento en su silla, activó la caja y se estiró su polo azul para
estar lo más elegante posible cuando llegara su primer cliente.
Aunque aún era demasiado temprano como para que hubiera alguno, sí
que se acercó alguien. “¿Lorenzo?”, escuchó justo detrás. Al
principio, David no hizo caso. “¿Lorenzo?”, volvió a preguntar
esa voz de un modo más insistente. David se giró y vio a su
supervisora, dirigiéndose directamente a él. David miró alrededor,
pero no vio a nadie más con quien ella pudiera estar hablando.
“¿Todavía estás dormido o qué?”, le increpó ella. “Que
sepas que me he dado cuenta de tu retraso. Repítelo de nuevo si
quieres acabar de patitas en la calle. Y no te tomes esto como una
amenaza. Es un consejo, Lorenzo”. “David”, rectificó él. “Me
llamo David”. La supervisora se acercó a él, agarró la chapa
identifica que llevaba en el pecho y la leyó en voz alta. “Lorenzo
deKai”. David bajó la vista inmediatamente y también leyó la
chapa. Ponía claramente “David deKai”, pero la supervisora
parecía no verlo. “Si tus amigos te llaman David, por mí
perfecto”, comentó ella. “Pero aquí te llamas como ponga en esa
chapa, ¿estamos?. No te voy a quitar el ojo de encima, Lorenzo”,
dijo en voz alta al tiempo que sus tacones resonaban por el pasillo
aún vacío de clientes. David se quedó examinando de cerca su chapa
identifica hasta que un carraspeo le informó de que ya tenía un
cliente esperando a que le cobrara. “Buenos días”, lo saludó, y
comenzó a pasar productos por el lector de precios.
La jornada transcurrió deprisa, con clientes yendo y viniendo con
carritos cada vez más llenos de productos. De vez en cuando, alguno
de ellos se fijaba en la chapa de David y al final, tras realizar el
pago con tarjeta, se despedían con un “muchas gracias, Lorenzo”.
David empezaba a tomárselo con sentido del humor y ya pensaba que se
trataba de algún tipo de broma a gran escala que alguien había
organizado para tomarle el pelo. Durante el descanso, aprovechó para
comentar lo ocurrido a algunos compañeros cajeros y reponedores.
“...Y todos me llaman Lorenzo hoy, y no sé por qué”, terminaba
David su relato. Sus compañeros de trabajo se miraron unos a otros
sin saber qué decir. “¿Es una especie de chiste, Lorenzo?”,
dijo uno de ellos. David sonrió y comentó: “¡venga ya! ¿Tú también vas a seguir
con la coña de llamarme Lorenzo?”. Pero, justo al terminar de
decir esto, David vio claramente el gesto serio de su compañero, que no
compartía en absoluto la idea de que todo fuera una broma. “¿Estás
bien, Lorenzo?”, le preguntó otro amigo reponedor. David asintió,
al tiempo que borraba lentamente la sonrisa de su rostro. Tras unos
segundos de silencio incómodo, David acortó su descanso y regresó
antes de tiempo a su puesto de cajero.
Dieron las seis y se terminó el turno de David. En la calle, se
sentó en el banco a esperar la llegada del bus y aprovechó el
momento para sacar el móvil. Empezó a escribir un mensaje a Sonya,
pero al final decidió llamarla. “¿A que no sabes lo que me ha
pasado hoy?”, dijo, según contestó ella. “Sea lo que sea,
cuéntamelo rápido, Lorenzo”, dijo ella, con ruido de tráfico de
fondo. “Voy de camino a la reunión de las seis y media”.
“¿A qué viene lo de Lorenzo hoy?”, preguntó él, ya algo
enfadado y cansado. “¿Es cosa tuya?”. Sonya no entendió de qué
estaba hablando, y el tiempo se le estaba echando encima, de modo que
ella se despidió con la promesa de que luego hablarían y colgó.
David ya no comprendía nada. Incluso su propia novia lo llamaba
Lorenzo. El mismo día anterior, los dos habían hablado y David recordaba
claramente que ella lo había llamado por su nombre correcto.
Instintivamente, se echó mano a la cartera y sacó su carné de
identidad. “David deKai”, leyó sin ningún tipo de duda, letra a letra.
Entonces, escuchó que alguien se acercaba. Se trataba de una pareja
de universitarios que estaba a punto de pasar por delante de la
parada. “¡Disculpad!”, los llamó. “¿Podéis leerme el nombre
que pone aquí?”. Los dos universitarios se miraron entre sí,
recelosos. “Es que no veo bien de cerca”, se excusó David,
inventándose esa salida. “Es tu carné”, dijo uno de ellos tras reconocerlo en la foto.
“Pone Lorenzo deKai”. David se quedó en silencio, observando
atónito el nombre de “David deKai” escrito en ese mismo
documento. Los universitarios se limitaron a marcharse con caras
extrañadas, dejando atrás a un hombre que ya dudaba realmente si se
llamaba David o Lorenzo.
Los días pasaron, y durante ellos el nombre de David tan solo existió dentro de
su cabeza. Todo el mundo continuó llamándolo Lorenzo, pero él estaba seguro
de que se llamaba David. "¿Quién soy realmente? ¿Soy yo
realmente yo o solo soy lo que dicen los demás que soy?”.
Su confusión aumentaba al mismo ritmo que su cordura desaparecía.
Perdió a Sonya, perdió el trabajo, e incluso perdió a sus amigos.
Y tan solo quedó un hombre lloroso delante de un espejo. Un hombre
que ya no sabía quién era. Un hombre que ni siquiera conocía su
propio nombre.
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