Penélope se lavaba las manos sin levantar la vista de la cerámica.
Nunca le había gustado ver su reflejo en el espejo, a pesar de que,
en aquella ocasión, estrenaba el vestido que se había comprado
exclusivamente para salir de fiesta con sus nuevas hermanas aquella
noche. Tras la ceremonia del día anterior, ellas cinco eran como
auténticas hermanas, y ese era un motivo más que suficiente para
salir a celebrarlo. Penélope frotaba concienzudamente las manos
entre sí para enjuagarse el jabón, y apretó los labios. A pesar
del intenso estímulo inicial, la noche no estaba resultando ir como
ella había imaginado. Mismo centro comercial, misma terraza, misma
música y mismos babosos que no dejaban de entrarle para ligar con
ella, y, a medida que avanzaba la noche, los halagos que le lanzaban
olían cada vez más a alcohol. Al menos, en aquel instante en el
servicio de chicas, Penélope disfrutaba de algo soledad, y se recreó
en el tracto húmedo y fresco del agua que limpiaba sus manos. Se
fijó durante un instante en el reciente tatuaje de la palma de su
mano izquierda. La estrella azul encerrada en un círculo del mismo
color le recordaría, a partir de ahora y en cada momento, que
existía un vínculo inquebrantable con sus hermanas, y este estaba
destinado a prolongarse durante todas sus vidas. Esa idea la
reconfortó. Ya nunca volvería a estar sola como antes. Sin casi
percatarse de ello, una sonrisa muy leve se esbozó en su rostro y la
luz parpadeó varias veces con un zumbido eléctrico que fue y vino,
hasta que al final el lugar quedó completamente a oscuras.
Contenido
- Boda de ladrones
- Cielo cromado
- Claudio
- Diario
- Dormiré contigo
- Edith
- El fin
- El manantial
- El testamento del dragón
- En busca de
- Flora
- Grietas en el cielo
- Historias con latido
- Historias cortas
- Imágenes con latido
- La mansión
- La nueva vida de Dana
- Lady Noche
- Lágrimas de sueño
- Lana Mandala
- Las cuatro insidiosas
- Latidos de libreta
- Llantos
- Mariposas en las paredes
- No se lo digas a mi hija
- Notas del autor
- Ojos negros colmillos blancos
- Sujeto de prueba 001
- Zona en obras
jueves, 28 de abril de 2016
jueves, 21 de abril de 2016
Llanto séptimo: Lorenzo deKai
Martes por la mañana, y David tomaba su desayuno de pie al lado de
la encimera. Bebía sorbos de su café mientras de fondo sonaba el
informativo del canal de noticias veinticuatro horas. El presentador
informaba de lo de siempre, y David hacía también lo de siempre:
dejar que su mente se dispersara sin control por toda la cocina con
la vista perdida y el vago recuerdo mental del sueño, cruelmente
interrumpido, de la noche anterior. El timbre de la puerta sonó de
pronto, de modo que dejó la taza sobre la encimera y se acercó a
abrir. “Buenos días”, le dijo el sonriente cartero cuando David
abrió. “¿Es usted Lorenzo deKai?”.
jueves, 14 de abril de 2016
Llanto sexto: Sirena
Desde su barca, “La Gran Jane”, el Gran Joe lanzó la línea de
la caña lo más lejos posible y dejó caer el cebo en el agua del
lago. Luego, encajó la caña en el soporte y se sentó plácidamente
en la silla mientras abría una lata de cerveza. Ahora solo tendría
que esperar a que picasen. Aunque el panorama a su alrededor
sobrecogía a causa de la belleza natural realzada por los intensos
colores de un atardecer de otoño, el Gran Joe ya tenía aquel sitio
más que visto. Dejó la cerveza a un lado y se puso las gafas de
cerca, que llevaba colgadas al cuello, con el propósito de descifrar
cómo se manejaba aquella tableta que le había regalado su ahijado.
Según este, con aquel aparato tan delgado y fino como una lámina de
cartón, el Gran Joe podría hacer de todo, incluso escuchar la
radio, que era lo que le pedía su robusto cuerpo en aquel momento.
Entornó los ojos cuando deslizó el índice sobre la pulida
superficie para desbloquear la pantalla. Asintió satisfecho cuando
se desplegó toda una serie de iconos coloridos, y llenaron la
pantalla de detalles y de animaciones vistosas. Hora, fecha,
temperatura, brújula... Su dedo sobrevoló la pantalla en busca de
la palabra “radio”, pero no la encontraba por mucho que
recorriese una y otra vez la interminable serie de iconos que
aparecían pantalla tras pantalla. De pronto, encontró la aplicación
que buscaba y pulsó sobre ella. “Error de conexión”, fue el
mensaje que pudo leer justo a continuación. El Gran Joe dibujó una
mueca de decepción en su cara y, de reojo, miró a su fiel radio
portátil aguardándole justo al lado de la nevera portátil, en la
que había traído las cervezas. Sin dudarlo ni un segundo más,
encendió su radio, tomó un nuevo sorbo de la cerveza y colocó la
lata sobre la pantalla de la tableta, que se apagó para volver al
estado de reposo. “Sí que sirve para todo el chisme ese”,
concluyó el Gran Joe al usar el aparato como posavasos. Tomó aire,
fresco y limpio, y dejó que su vista vagara, primero, por la
arboleda que bordeaba el lago y, luego, se zambulló en sus
pensamientos al suave compás de las notas de la música clásica de
la emisora sintonizada. El cebo seguía intacto en el agua, y el Gran
Joe se quedó dormido sin darse cuenta.
jueves, 7 de abril de 2016
Llanto quinto: Novia
Como era habitual, el viejo Micah caminaba solo pendiente abajo por
la acera. Poco le importaba la hora de la madrugada que fuese. Sabía
que era de noche, y que ya era tarde, por lo tanto, había llegado el
momento de regresar a su rincón favorito de la ciudad para pasar la
noche. Se trataba de un recoveco pequeño, pero acogedor, en el
callejón de la parte trasera de la pizzería Giulio´s. Un remanso
de silencio y tranquilidad, sin humedades, ni contenedores, ni ojos
curiosos ni, sobre todo, gamberros aficionados a apalear a
vagabundos. Micah iba por la acera, despacio y sin movimientos
bruscos, mientras sujetaba el manillar de su desvencijado carrito de
la compra, que traqueteaba sobre los adoquines y las grietas
malintencionadas que no dejaban de intentar volcarlo. El esquelético
vehículo tenía la rueda trasera derecha atascada y algunas de las
finas varillas de metal de su chasis estaban abolladas, señal
inequívoca de la dura vida que había llevado aquel pobre carrito
desde que un día se vio abandonado en un aparcamiento. Sin embargo,
ahora, en manos de Micah, el carrito había encontrado una nueva
vida. Quizás más dura y desagradecida que la anterior, pero una
vida, al fin y al cabo, en la que volvía a ser útil para alguien.
En su nueva vida, ya no portaba productos de supermercado en su
interior, sino cartones desgastados y mantas roídas y sucias, que
era todo y cuanto Micah poseía. Micah y su carrito eran
inseparables.
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