Día 492.
Ojalá no hubiese salido hoy...
Me levanté temprano esta mañana,
decidida a salir de este refugio de una vez. Pero primero cumplí con
mi rutina. Comprobé la radio, como siempre. Sin respuesta. Desayuné,
como siempre: la misma insulsa barra energética de todas las
mañanas. Me duché, como siempre. El agua corría por mi cuerpo
mientras me imaginaba qué me encontraría ahí fuera y si Raquel
estaría sana y salva. Luego, me puse el traje de protección y
recogí la máscara de gas del suelo. Seguía justo donde la había
dejado caer ayer, delante de la compuerta de salida.
Comprobé la bolsa hermética que
llevaba cruzada sobre el pecho: botiquín, pilas, manta... No tenía
ni idea de qué llevar, pues no tenía ni idea de qué iba a pasar.
También me aseguré de que funcionaba el medidor de toxinas. Me
ajusté la pantalla del aparato a la muñeca, como si fuera un reloj,
y le di un par de golpecitos. No servían para nada, pero estaba
nerviosa. También me ajusté la linterna a la máscara y la dejé
fija sobre mi frente. Comprobé que funcionaba correctamente y tomé
todo el aire que cupo en mis pulmones a través de los filtros de la
máscara. Hacía más de un año que no sabía nada del mundo
exterior... Y no sabía con qué me iba a encontrar... Giré la
manivela y abrí la compuerta.
Por mucho que me esfuerzo, no
recuerdo cómo subí las escaleras hasta la superficie. La impresión
fue tan fuerte cuando subí que tan solo recuerdo la sensación de
desorientación cuando llegué arriba. “¿Es de noche?”, pensé,
justo antes de encender la linterna y comprobar la hora en el reloj
del detector de toxinas de mi muñeca. Marcaba las diez de la mañana,
pero el cielo era negro. Y no porque hubiese nubes. El cielo...
era... negro. Por un momento consideré si tanto tiempo encerrada me
habría terminado trastornando y, en realidad, era de noche. Pero
entonces escuché un pitido de alarma. Las lecturas de toxinas
llegaban a la zona roja del medidor y comenzó una cuenta atrás.
Solo disponía de media hora antes de que los gases empezasen a
corroer mi traje y la máscara.
Miré alrededor. No encontré ni
mi casa ni el bosque. Mi casa debía de estar donde había una
montaña de escombros. Y el bosque debía de estar donde veía un
ejército de troncos negros, resecos y astillados. Mi corazón se
encogió y sentí unas ganas enormes de dar media vuelta y esconderme
en mi refugio. Pero, no sé muy bien cómo, la imagen de mi amiga
Raquel apareció en mi cabeza y di un primer paso dentro de la
neblina verde que levitaba sobre el suelo. A ese primer paso, le
siguió otro, siempre muy despacio. Y así empecé a caminar,
iluminando bien donde pisaba para que ninguna rama caída rasgase la
tela plástica de mi traje de protección.
Me llevó mi tiempo encontrar la
senda entre los árboles, pero pude localizarla bajo un montón de
ramas. Para cuando la localicé ya solo me quedaban veinte minutos de
tiempo. Iba a llegar muy justa a casa de Raquel si luego quería
volver al refugio. Pero tenía que intentarlo. Para eso había salido
desde un principio. Aunque al final no fuese una buena idea...
Ya iba a medio camino y la alarma
del medidor empezaba a sonar más insistentemente. Tenía que darme
prisa, pero no podía ir rápido. El camino estaba repleto de ramas
traicioneras y tenía que pisar con seguridad. Iluminaba dos veces en
cada sitio donde pisaba... hasta que encontré a una persona tirada
entre estas ramas. El susto casi me hizo caer de espaldas y creí que
era mi mente jugándome una mala pasada. Pero la luz de mi linterna
me mostró que aquella persona era muy real y yacía de lado al borde
de la senda. Vestía un traje de protección como el mío, y la
alarma de su medidor rajado ya hacía tiempo que había llegado al
cero. No sabía si esa persona estaba viva o muerta. Fue entonces
cuando me di cuenta de su estatura. Era un niño, de unos ocho años.
No supe qué hacer y empezó a entrarme el pánico. Me acerqué un
poco a su rostro enmascarado y escuché su respiración débil a
través de los filtros. Aproximé mi mano a su hombro para tratar de
despertarlo, pero entonces vi el corte en la manga de su traje. El
pequeño había quedado expuesto al gas. Ya no podía hacer nada por
él. Me alejé lentamente y miré al final de la senda, donde debía
encontrarse la casa de Raquel. Pero no me di cuenta y pisé una rama.
El ruido alertó al niño, que empezó a moverse lentamente, como si
se despertara de un largo sueño. Yo me puse nerviosa. No sabía si
la rama que había pisado había roto mi traje, ni si el pequeño iba
a saltar sobre mí y quitarme la máscara. Quería ayudarle, pero me
dio miedo. Y corrí. Salí corriendo de vuelta al refugio.
Por suerte, cuando volví a
entrar, me aseguré de que el traje seguía intacto y pasé por las
duchas purificadoras sin que los detectores de toxinas saltaran.
Volví a girar la manivela y cerré la compuerta, preguntándome
todavía si Raquel seguía con vida. De reojo, miré las taquillas.
Ya tenía un traje y una máscara menos.
Me he pasado toda la tarde dándole vueltas a lo que pasó. No fue buena idea salir hoy.
Hasta mañana, diario.
¡Hola Aio!
ResponderEliminarDebió ser horrible... No me puedo ni imaginar lo que sentiría si fuera yo la que se encontraba en aquel refugio envuelta en un traje de protección. Ni mucho menos qué hacer si encuentras a alguien tirado en el suelo. ¿Miedo? Quizá...
Ufff... Qué ganas de saber cómo sigue. Porque si está el crío, eso significa que puede haber más gente.
Muy bueno, me ha gustado mucho :D
¡Un abrazo! Y nos leemos a la próxima ;)
¡Muchas gracias, Carmen!
EliminarLa prota lleva demasiado tiempo sola y necesita salir de su refugio, aunque eso la ponga en peligro. Pero no deja de ser humana, de sentir miedo y de tomar decisiones que pueden ser correctas o incorrectas. Me parecía chachi intentar reflejar esa soledad y esa necesidad de encontrara a alguien más.
¡Me alegro de que te esté gustando!
¡Un abrazo! ¡Nos seguimos leyendo!