Bajo el agua del lago, todo
estaba tranquilo y en paz. Tenía la sensación de estar inmerso en
un mundo paralelo y ajeno, al que apenas llegaba el alboroto de la
batalla que se libraba en la superficie. Miró hacia arriba, más
allá de las ondulaciones del agua. Los cuerpos escaldados caían por
la borda de las barcas unos tras otros, con cada pasada de la sombra
negra del dragón alado distorsionada por las aguas agitadas. Las
bajas del combate empezaban a hundirse muy por encima de él, como
una lluvia submarina de muerte y de pérdida. Entre los cadáveres
que caían lentamente a su alrededor, encontró el suyo propio, con
la piel derretida y el gesto marcado por una mueca de dolor. Al
principio, no le resultó extraño: estaba observando cómo la
gravedad tiraba de su propio cuerpo inerte arrastrándolo hasta su
tumba de limo sumergido. Sin embargo, pronto se percató de lo
antinatural que resultaba observarlo desde fuera.
“Es una pesadilla, nada más”,
pensó. Y esperó a despertarse. Pero la visión de su propio cuerpo
sumiéndose en las profundidades abisales del lago no le permitía
limitarse a esperar pacientemente. De modo que lanzó brazos y
piernas con todo el impulso que pudo para llegar nadando hasta su
cuerpo y rescatarlo. A pesar de sus denodados esfuerzos, no consiguió
avanzar lo más mínimo, y para cuando quiso volver a mirar su
cadáver, ya solo logró ver negrura. Las profundidades oscuras ya se
lo habían tragado. Asustado, trató de dirigirse a la superficie,
pero de nuevo no consiguió progreso alguno. Empezó a agobiarse y
sentía que ya llevaba demasiado tiempo sin respirar. Pataleó, y dio
manotazos desesperadamente, hasta que no pudo aguantarlo más y, en
un acto reflejo involuntario, engulló todo el agua que le cupo en el
pecho, cuando en realidad lo que ansiaban sus pulmones era aire.
No sufrió dolor alguno. Nada
había llegado a sus pulmones. Ni agua, ni aire.
Fue entonces cuando bajó la
mirada y se contempló a sí mismo para descubrir que allí no había
nada. No porque no pudiera verse a causa de la oscuridad húmeda,
sino porque allí no había absolutamente nada que ver. Carecía de
piernas, brazos, pecho... Tras su fallecimiento, había quedado
reducido a una nada consciente anclada en las profundidades negras
del lago del dragón.
“¿No he... sobrevivido?”,
pensó.
“No lo has hecho”, le
respondió una voz profunda, muy cerca de él y, al mismo tiempo, de
más allá de cualquier límite de la realidad.
Aunque también carecía de ojos,
logró mirar, y se encontró con que a su lado tenía un pequeño pez
flotando, estático mientras contrarrestaba con sus aletas
semitransparentes los vaivenes de las aguas. Aquel pequeño ser
acuático reflejaba con sus escamas en listas blancas y negras la
poca luz que se aventuraba a llegar a semejantes profundidades. Las
escamas blancas parecían destellar con cada coletazo, y las negras
eran densas y profundas, auténticos sumideros negros que parecían
engullir la existencia oscura a su alrededor. Coronando a aquel
terror diminuto, estaban sus dos ojos de color rojo sangre, que
atravesaban a aquel a quien mirasen ensartando su corazón con una
punzada de sobrecogimiento.
―¿Eres tú la...? ―se
atrevió a pensar él.
Pero no pudo terminar la
pregunta. El pez había desparecido sin que él se diese cuenta. Miró
en todas direcciones, y ya no pudo encontrarlo por ninguna parte.
Alzó la mirada, y tampoco encontró la superficie, ni tampoco los
cadáveres que se estaban hundiendo en el agua hacía unos segundos.
Todo a su alrededor se había vuelto oscuridad.
“¿Qué va a ser de mí
ahora?”, pensó en voz alta, llegando a escuchar su propio
pensamiento.
La aterradora figura que apareció
delante de él ya no era un pez, pero le estaba tendiendo su
siniestra mano. Sintió miedo.
“¿Dónde me vas a llevar?”.
Su acompañante sombrío no
contestó.
Pensó en cómo iba a poder darle
la mano, si ni siquiera tenía cuerpo. Pero, tan pronto lo pensó, su
mano apareció y pudo tenderla sobre la del visitante oscuro.
Y su peor pesadilla empezó,
cuando ya creía que todo había acabado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario