jueves, 26 de junio de 2014

Pizquito

Allí parece un buen sitio ―sugirió a su abuelo la joven y extenuada Kiah, señalando con la barbilla hacia una oquedad que formaban las rocas bajo una loma del pinar―. Podemos escondernos allí y pasar la noche... Incluso podríamos ocultarnos con algunas ramas. Creo... creo que podría funcionar.

Su abuelo no pudo decir nada en aquel momento. Con el gesto arrugado y fruncido, aguantaba a duras penas el dolor punzante y amargo que parecía que le mordía a dentelladas el tobillo. La caída por aquella pendiente rocosa había molido su delicado y tembloroso cuerpo, y no solo se había lastimado el tobillo, sino que la cadera parecía haberse hecho pedazos astillados que se le clavaban por todas partes. Ahora apenas podía caminar si no se apoyaba sobre los hombros de su escuálida nieta quinceañera.

No, pizquito. No podemos pararnos ahora. Los tenemos cerca. Tenemos que seguir caminando.

El anciano trató de dar un paso por su cuenta, pero perdió el equilibrio y no pudo evitar caer con todo su peso sobre su nieta. Esta soportó el peso sobre sus hombros y tuvo que flexionar las rodillas para evitar que ambos cayesen sobre la hojarasca.

No seas cabezota, Abu. Mira cómo estás. Apenas puedes tenerte en pie. Tienes que descansar. Si seguimos caminando a este ritmo, nos encontrarán de todos modos.

La joven tenía razón, su abuelo lo sabía. Sin embargo, el anciano también sabía que, si se refugiaban en aquella cavidad rocosa, los saqueadores también darían con ellos rápidamente. Ellos tenían perros. El anciano los había visto, poco antes de salir corriendo, poco antes de caer ladera abajo. Los sabuesos darían con él y con su olor a sangre en cuestión de minutos. Poco importaba dónde se escondieran en aquel pinar. Era cuestión de tiempo que los encontrasen.

No, pizquito, nos encontrarán, seguro. Tienen perros que darán con nosotros enseguida. No podemos detenernos, no. ¡Me niego! Tenemos que seguir, pizquito. No podemos parar. Tenemos que alcanzar el río y puede que allí podamos despistarlos y...

Los ladridos y los gritos de los salvajes empezaron a escucharse entre los troncos de los pinos. Estaban mucho más cerca de lo que creían. Khai miró atrás y vigiló con sus enormes ojos azules en busca de la amenaza. Se llevó la mano a la pistola que llevaba metida en el pantalón, pero no la sacó. Todavía no estaban a la vista, así que decidió que aún tendrían tiempo de ocultarse, y tiró del anciano en dirección al escondite.

Vamos, Abu. No hay tiempo para discutir. Colabora un po...

Pero el anciano cayó de rodillas en el suelo. Con el brusco golpe, el dolor de la cintura aumentó y quedó anclado en sus articulaciones, como un cepo de clavos afilados imposible de romper.

¡Abu, pero qué haces! ¡Vamos! ¡Deprisa! ―Khai se acercó para ayudarlo a levantarse, pero su abuelo la sujetó de un brazo y cogió la pistola que llevaba la adolescente. De un empujón, la alejó de él y elevó el arma para apuntar con la mira a su propia nieta. Khai, con ojos llorosos, no comprendió la reacción que acababa de tener su abuelo.

Abu, ¿qué haces...?

Márchate, Khai. Por favor, no me obligues a dispararte. Te estoy ralentizando y ellos ya... ―sus gritos y alaridos anunciaban que estaban casi a punto de aparecer entre los troncos del fondo―. No dejaré que esos salvajes te cojan, pizquito. No dejaré que te pongan una mano encima. No, no les dejaré.

Abuelo, por favor... ―suplicó.

Calla, pizquito, por favor, y corre. Corre todo lo rápido que puedas. Yo me encargaré de los que pueda con las balas que nos quedan.

No me iré de aquí sin ti, abuelo. No pienso hacerlo. Vas a tener que dispararme. Vas a tener que matarme, abuelo. A tu propia nieta. Te quiero... No te voy a dejar atrás.

Lo sé, querida pizquito, lo sé ―y el anciano llevó el cañón del arma hasta su propia sien―. Yo también te quiero con toda mi alma.

¡Abuelo! ¡No!

Corre, pizquito, corre. Corre y no mires atrás.

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