―Allí parece un buen sitio
―sugirió a su abuelo la joven y extenuada Kiah, señalando con la
barbilla hacia una oquedad que formaban las rocas bajo una loma del
pinar―. Podemos escondernos allí y pasar la noche... Incluso
podríamos ocultarnos con algunas ramas. Creo... creo que podría
funcionar.
Su abuelo no pudo decir nada en
aquel momento. Con el gesto arrugado y fruncido, aguantaba a duras
penas el dolor punzante y amargo que parecía que le mordía a
dentelladas el tobillo. La caída por aquella pendiente rocosa había
molido su delicado y tembloroso cuerpo, y no solo se había lastimado
el tobillo, sino que la cadera parecía haberse hecho pedazos
astillados que se le clavaban por todas partes. Ahora apenas podía
caminar si no se apoyaba sobre los hombros de su escuálida nieta
quinceañera.
―No, pizquito. No podemos
pararnos ahora. Los tenemos cerca. Tenemos que seguir caminando.
El anciano trató de dar un paso
por su cuenta, pero perdió el equilibrio y no pudo evitar caer con
todo su peso sobre su nieta. Esta soportó el peso sobre sus hombros
y tuvo que flexionar las rodillas para evitar que ambos cayesen sobre
la hojarasca.
―No seas cabezota, Abu. Mira
cómo estás. Apenas puedes tenerte en pie. Tienes que descansar. Si
seguimos caminando a este ritmo, nos encontrarán de todos modos.
La joven tenía razón, su abuelo
lo sabía. Sin embargo, el anciano también sabía que, si se
refugiaban en aquella cavidad rocosa, los saqueadores también darían
con ellos rápidamente. Ellos tenían perros. El anciano los había
visto, poco antes de salir corriendo, poco antes de caer ladera
abajo. Los sabuesos darían con él y con su olor a sangre en
cuestión de minutos. Poco importaba dónde se escondieran en aquel
pinar. Era cuestión de tiempo que los encontrasen.
―No, pizquito, nos encontrarán,
seguro. Tienen perros que darán con nosotros enseguida. No podemos
detenernos, no. ¡Me niego! Tenemos que seguir, pizquito. No podemos
parar. Tenemos que alcanzar el río y puede que allí podamos
despistarlos y...
Los ladridos y los gritos de los
salvajes empezaron a escucharse entre los troncos de los pinos.
Estaban mucho más cerca de lo que creían. Khai miró atrás y
vigiló con sus enormes ojos azules en busca de la amenaza. Se llevó
la mano a la pistola que llevaba metida en el pantalón, pero no la
sacó. Todavía no estaban a la vista, así que decidió que aún
tendrían tiempo de ocultarse, y tiró del anciano en dirección al
escondite.
―Vamos, Abu. No hay tiempo para
discutir. Colabora un po...
Pero el anciano cayó de rodillas
en el suelo. Con el brusco golpe, el dolor de la cintura aumentó y
quedó anclado en sus articulaciones, como un cepo de clavos afilados
imposible de romper.
―¡Abu, pero qué haces!
¡Vamos! ¡Deprisa! ―Khai se acercó para ayudarlo a levantarse,
pero su abuelo la sujetó de un brazo y cogió la pistola que llevaba
la adolescente. De un empujón, la alejó de él y elevó el arma
para apuntar con la mira a su propia nieta. Khai, con ojos llorosos,
no comprendió la reacción que acababa de tener su abuelo.
―Abu, ¿qué haces...?
―Márchate, Khai. Por favor, no
me obligues a dispararte. Te estoy ralentizando y ellos ya... ―sus
gritos y alaridos anunciaban que estaban casi a punto de aparecer
entre los troncos del fondo―. No dejaré que esos salvajes te
cojan, pizquito. No dejaré que te pongan una mano encima. No, no les
dejaré.
―Abuelo, por favor... ―suplicó.
―Calla, pizquito, por favor, y
corre. Corre todo lo rápido que puedas. Yo me encargaré de los que
pueda con las balas que nos quedan.
―No me iré de aquí sin ti,
abuelo. No pienso hacerlo. Vas a tener que dispararme. Vas a tener
que matarme, abuelo. A tu propia nieta. Te quiero... No te voy a
dejar atrás.
―Lo sé, querida pizquito, lo
sé ―y el anciano llevó el cañón del arma hasta su propia sien―.
Yo también te quiero con toda mi alma.
―¡Abuelo! ¡No!
―Corre, pizquito, corre. Corre
y no mires atrás.
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