Su zarpa parecía estar hecha de
la misma madera que la puerta; seca, agrietada y llena de nudos. Era
una extremidad inhumana y a todas luces imposible, pero tan real como
el hambre despiadada que atravesaba el vientre tembloroso de la
criatura. Sus gruesos dedos, recubiertos de musgo, se movieron con
lentitud, crujiendo cada vez que uno de ellos se flexionaba para
arañar el barniz. “¡Maaaaa!”, gruñó, como si vomitara la
única palabra que había logrado dominar en toda su milenaria
existencia. “¡Maaaaaaaa!”, llamó de nuevo, en un bramido
profundo, pero débil a causa del hambre que empezaba a nublar el
juicio de la bestia.
No hubo respuesta alguna a sus
llamadas desesperadas. “Maaaa...”. La criatura acercó el oído a
la puerta y prestó atención. Pero no percibió sonido alguno, tan
solo el de su corazón enraizado en el interior de su portentoso
pecho de madera. Sus ojos verdosos bailaron en sus cuencas mientras
pensaba si se habría equivocado de día, de hora, de lugar... Miró
abajo, donde la escalera empezaba, y encontró el agujero detrás de
la caldera, de dónde salía reptando siempre, a mitad de la noche,
en busca de la cena que le servía Ma cada luna llena. Sin embargo,
en aquella ocasión, Ma no había abierto la puerta para darle de
comer.
La criatura sacudió las briznas
de hierba de su lomo y agitó la testa, cayendo al suelo algunas de
las hojas alargadas que formaban su enmarañada cabellera. Se relamió
los colmillos astillados mientras el hambre crecía y se clavaba sin
pudor en su interior. Se abrazó el vientre y se acurrucó sobre sí
mismo, el dolor empezaba a ser insoportable. “¡Maaaa!”, se
lamentó el monstruo. “Maaa...”.
Tenía que comer, necesitaba
alimentarse. Su instinto se lo estaba exigiendo, su naturaleza
salvaje se lo estaba imponiendo, y sus pulsiones primitivas y
ancestrales empezaban a imponerse por encima del respeto que sentía
hacia Ma. No pudo evitarlo, pues fue un acto innato, y lanzó con
toda su fuerza el brazo contra la puerta. El candado del otro lado se
agitó con violencia y resistió la embestida, pero no fue así con
la madera de la puerta. Esta se partió y agrietó, y los golpes
sucesivos terminaron de destrozarla para abrir un boquete por el que
la criatura se estrujó hasta que logró salir.
“¿Maaaa...?”, preguntó, al
tiempo que se alzaba, muy por encima del marco de la puerta que
acababa de destrozar. Cuando se dio con la cabeza en el techo, se dio
cuenta de que tendría que mantener la cabeza gacha mientras caminaba
por el pasillo. Entonces, su hocico arrugado percibió el olor de la
comida, el olor de la sangre fresca. Provenía del final de aquel
corredor. El monstruo encaminó sus pasos hacia el lugar incluso
antes de haberlo decidido. El olor crudo e intenso había avivado aun
más los dolores agudos de su apetito y la bestia se dejó llevar por
las más básicas necesidades que la estaban guiando hacia la puerta
de la cocina. Sin embargo, lo que divisó a medio camino la hizo
avanzar algo más despacio. Un poco más allá de la entrada, la
criatura vio unos pies que yacían sobre el suelo de la cocina. Sus
ojos parpadearon con un sonido de madera seca. Reconoció las
pantuflas y los tobillos rechonchos, pero la criatura se resistía a
aceptar que era ella quien estaba en el suelo.
“¿Maaaaa...?”, gruñó, en
voz alta, conforme se acercaba.
Cuando bajó la cabeza para
entrar, encontró a su Ma tirada en el suelo. Tenía un charco de
agua bajo los pies, y otro de sangre bajo la cabeza.
El monstruo abrió los ojos de
par en par y se arrodilló al lado de la anciana. Quiso levantarla
con sus enormes zarpas, pero temía hacerle daño a su querida Maa, y
tan solo pudo acercar sus dedos a ella sin atreverse a tocarla.
“¿Maaa? ¿Maaaaaaaaa? ¡Maaaaaaa!”, pero la anciana no decía
palabra alguna, no movía músculo alguno, simplemente miraba al
vacío con una mirada carente de toda vida. La criatura acercó su
rostro al de ella para olfatearla, para detectar qué le pasaba y por
qué no se movía. Percibió el olor de la sangre, la sangre de su
Ma, y su hambre se intensificó. Su propio instinto lo asustó, y se
avergonzó de su propia naturaleza. El hambre se enredó con su asco,
y la bestia casi vomitó. Sin embargo, el hambre no desapareció, y
sus ojos erráticos localizaron el pollo crudo que había estado
preparando la mujer hacía unos instantes. Sin pensarlo dos veces, la
criatura se lanzó sobre él y lo devoró en un santiamén.
El alimento calmó su apetito,
pero no era suficiente para extinguirlo, y sobre la encimera no había
nada más que comer. “Mmmaaaaaaa...”, se lamentó el monstruo.
Alzó la mirada y contempló la calle de fuera por la ventana. Divisó
el exterior y las casas del barrio. La criatura se encontró con
ventanas encendidas, sombras que se movían. Escuchó gente que
hablaba, cortinas que se movían. El monstruo había encontrado
comida.
Pero Ma se lo había dicho en
incontables ocasiones. Casi se lo había ordenado. “No se hace daño
a la gente. Eso está mal, pequeño mío”. Parecía que el monstruo
podía recordar hasta el último detalle del tono de su voz mientras
le aconsejaba cuando le daba de cenar. “Maaa...”, concluyó la
bestia, resignada, arrodillándose a los pies de la anciana.
El hambre se apoderó de él,
pero no se sometió a sus bajos instintos. Resistió, aguantó y,
finalmente, el monstruo murió de hambre. Arrodillado al lado de la
anciana que lo había alimentado durante tantos años.
Y el cuerpo de madera de la
bestia echó raíces a su lado, y se transformó en el árbol que
marcaría para siempre la tumba de aquella anciana, que había
enseñado a un monstruo a ser un poco más humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario