jueves, 19 de junio de 2014

El monstruo está en el sótano

Su zarpa parecía estar hecha de la misma madera que la puerta; seca, agrietada y llena de nudos. Era una extremidad inhumana y a todas luces imposible, pero tan real como el hambre despiadada que atravesaba el vientre tembloroso de la criatura. Sus gruesos dedos, recubiertos de musgo, se movieron con lentitud, crujiendo cada vez que uno de ellos se flexionaba para arañar el barniz. “¡Maaaaa!”, gruñó, como si vomitara la única palabra que había logrado dominar en toda su milenaria existencia. “¡Maaaaaaaa!”, llamó de nuevo, en un bramido profundo, pero débil a causa del hambre que empezaba a nublar el juicio de la bestia.

No hubo respuesta alguna a sus llamadas desesperadas. “Maaaa...”. La criatura acercó el oído a la puerta y prestó atención. Pero no percibió sonido alguno, tan solo el de su corazón enraizado en el interior de su portentoso pecho de madera. Sus ojos verdosos bailaron en sus cuencas mientras pensaba si se habría equivocado de día, de hora, de lugar... Miró abajo, donde la escalera empezaba, y encontró el agujero detrás de la caldera, de dónde salía reptando siempre, a mitad de la noche, en busca de la cena que le servía Ma cada luna llena. Sin embargo, en aquella ocasión, Ma no había abierto la puerta para darle de comer.

La criatura sacudió las briznas de hierba de su lomo y agitó la testa, cayendo al suelo algunas de las hojas alargadas que formaban su enmarañada cabellera. Se relamió los colmillos astillados mientras el hambre crecía y se clavaba sin pudor en su interior. Se abrazó el vientre y se acurrucó sobre sí mismo, el dolor empezaba a ser insoportable. “¡Maaaa!”, se lamentó el monstruo. “Maaa...”.

Tenía que comer, necesitaba alimentarse. Su instinto se lo estaba exigiendo, su naturaleza salvaje se lo estaba imponiendo, y sus pulsiones primitivas y ancestrales empezaban a imponerse por encima del respeto que sentía hacia Ma. No pudo evitarlo, pues fue un acto innato, y lanzó con toda su fuerza el brazo contra la puerta. El candado del otro lado se agitó con violencia y resistió la embestida, pero no fue así con la madera de la puerta. Esta se partió y agrietó, y los golpes sucesivos terminaron de destrozarla para abrir un boquete por el que la criatura se estrujó hasta que logró salir.

¿Maaaa...?”, preguntó, al tiempo que se alzaba, muy por encima del marco de la puerta que acababa de destrozar. Cuando se dio con la cabeza en el techo, se dio cuenta de que tendría que mantener la cabeza gacha mientras caminaba por el pasillo. Entonces, su hocico arrugado percibió el olor de la comida, el olor de la sangre fresca. Provenía del final de aquel corredor. El monstruo encaminó sus pasos hacia el lugar incluso antes de haberlo decidido. El olor crudo e intenso había avivado aun más los dolores agudos de su apetito y la bestia se dejó llevar por las más básicas necesidades que la estaban guiando hacia la puerta de la cocina. Sin embargo, lo que divisó a medio camino la hizo avanzar algo más despacio. Un poco más allá de la entrada, la criatura vio unos pies que yacían sobre el suelo de la cocina. Sus ojos parpadearon con un sonido de madera seca. Reconoció las pantuflas y los tobillos rechonchos, pero la criatura se resistía a aceptar que era ella quien estaba en el suelo.

¿Maaaaa...?”, gruñó, en voz alta, conforme se acercaba.

Cuando bajó la cabeza para entrar, encontró a su Ma tirada en el suelo. Tenía un charco de agua bajo los pies, y otro de sangre bajo la cabeza.

El monstruo abrió los ojos de par en par y se arrodilló al lado de la anciana. Quiso levantarla con sus enormes zarpas, pero temía hacerle daño a su querida Maa, y tan solo pudo acercar sus dedos a ella sin atreverse a tocarla. “¿Maaa? ¿Maaaaaaaaa? ¡Maaaaaaa!”, pero la anciana no decía palabra alguna, no movía músculo alguno, simplemente miraba al vacío con una mirada carente de toda vida. La criatura acercó su rostro al de ella para olfatearla, para detectar qué le pasaba y por qué no se movía. Percibió el olor de la sangre, la sangre de su Ma, y su hambre se intensificó. Su propio instinto lo asustó, y se avergonzó de su propia naturaleza. El hambre se enredó con su asco, y la bestia casi vomitó. Sin embargo, el hambre no desapareció, y sus ojos erráticos localizaron el pollo crudo que había estado preparando la mujer hacía unos instantes. Sin pensarlo dos veces, la criatura se lanzó sobre él y lo devoró en un santiamén.

El alimento calmó su apetito, pero no era suficiente para extinguirlo, y sobre la encimera no había nada más que comer. “Mmmaaaaaaa...”, se lamentó el monstruo. Alzó la mirada y contempló la calle de fuera por la ventana. Divisó el exterior y las casas del barrio. La criatura se encontró con ventanas encendidas, sombras que se movían. Escuchó gente que hablaba, cortinas que se movían. El monstruo había encontrado comida.

Pero Ma se lo había dicho en incontables ocasiones. Casi se lo había ordenado. “No se hace daño a la gente. Eso está mal, pequeño mío”. Parecía que el monstruo podía recordar hasta el último detalle del tono de su voz mientras le aconsejaba cuando le daba de cenar. “Maaa...”, concluyó la bestia, resignada, arrodillándose a los pies de la anciana.

El hambre se apoderó de él, pero no se sometió a sus bajos instintos. Resistió, aguantó y, finalmente, el monstruo murió de hambre. Arrodillado al lado de la anciana que lo había alimentado durante tantos años.

Y el cuerpo de madera de la bestia echó raíces a su lado, y se transformó en el árbol que marcaría para siempre la tumba de aquella anciana, que había enseñado a un monstruo a ser un poco más humano.

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