Sus ojos verdosos de pupila
vertical no eran humanos y ni siquiera daban la sensación de poder
albergar emoción alguna. Sin embargo, en aquel momento, el monstruo
estaba llorando en la orilla del lago subterráneo. Y sus lágrimas
caían para perderse en la bruma que ocultaba las zarpas de sus patas
traseras. Balanceó su pesada cabeza y la papada se agitó,
salpicando por todas partes las babas acumuladas entre los pliegues
de su dura piel. Ronroneó con debilidad y volvió a agachar la
cabeza.
De vez en cuando, Deuto también
escuchaba algún gemido lastimero al que siempre acompañaba luego un
murmullo que se iba apagando suavemente con el paso de los segundos.
“¿Acaso se arrepiente de lo que acaba de hacer?”, se planteó el
guerrero, arrastrándose con sigilo por el suelo rocoso recubierto de
humedad y de babas pegajosas. “¿Es posible que el monstruo todavía
guarde algún tipo de recuerdo?”.
En ese instante, de poco
importaban las preguntas que pudiera hacerse Deuto. La dura y
puntiaguda cola ya se balanceaba por encima de su cabeza. Relucía
pulida y plateada, como si se tratara de una hoja de espada injertada
en las escamas del enorme animal. El brillo tan solo lo apagaba la
sangre que manchaba el filo, la sangre de Nore.
Deuto lanzó una última ojeada a
la cola ensangrentada para revivir los recuerdos de su compañero
perdido. Rememoró las noches que habían pasado de guardia, las
conversaciones que mantuvieron el día antes de su boda, el fuerte
abrazo que le había dado cuando Nore tuvo a su hija... Incluso
recordó cómo habían luchado, espalda con espalda, repeliendo las
hordas impías de Arkinandra.
Pero ahora, Nore estaba muerto.
Aquella era su sangre. Aquella era parte de la vida que le habían
arrebatado. Y la bestia culpable se lamentaba de su crimen en su
escondite húmedo y malsano. “Demasiado tarde para lamentarse”,
se dijo Deuto a sí mismo, henchido de fuerza y de rabia. Se alzó
despacio y en silencio, entre la bruma azul refulgente, espada en
mano y con el gesto marcado por la más inhumana sed de venganza.
Apretó los labios y bajó la
mirada. Allí tenía el punto débil, al alcance de la hoja afilada
en su mano. Tan solo necesitaba un tajo fuerte y contundente en ese
punto exacto y la bestia desaparecería. Apretó los dientes, levantó
la espada y, en ese momento, la bestia giró la cabeza y parpadeó
con aquellos ojos tan extraños.
Pero no atacó a Deuto.
Gimió.
Se lamentó.
Agachó la cabeza hasta ponerla
bajo el filo de la espada.
Y siguió lamentándose y
llorando, a la espera de la ejecución.
Deuto, pasmado ante la reacción
de la bestia, se agachó delante de ella y, acercó su rostro a la
piel escamosa.
“¿Todavía estás ahí
dentro?”, le preguntó al monstruo. La bestia gimió y siguió
llorando. “Tranquila”, se apresuró a decir Deuto, rodeando a la
criatura hasta quedarse a su espalda. “Pronto estarás conmigo”.
“No te preocupes, pequeña”,
vociferó Deuto con la espada en alto. “Ya se va a acabar”.
La hoja seccionó con facilidad
la piel negra de la base de la cola, y esta saltó por los aires,
retorciéndose y culebreando hasta que cayó a unos metros de
distancia y Deuto la perdió de vista entre la niebla. Luego, escuchó
cómo se desplomaba el cuerpo del monstruo. Tan solo asomaba su
abrupto lomo por encima de la bruma azul. Lentamente, la parte
visible de la bestia fue menguando, y reduciéndose hasta que también
se perdió en la niebla. Deuto se limitó a esperar qué pasaba. Los
ancianos del pueblo le habían advertido de que el proceso podría
tardar unos momentos. Detrás de él, todavía podía escuchar los
golpes de la cola mutilada, golpeando las rocas mientras la vida
abandonaba lentamente aquel miembro amputado.
La impaciencia pudo con el
sentido común de Deuto, y este se abalanzó donde la bestia había
caído y desaparecido. Justo antes de que se hincara de rodillas y
empezara a buscar, una niña pequeña se puso de pie justo donde la
criatura había muerto. La bruma ocultaba su pequeño y delicado
cuerpo, mientras la chiquilla se frotaba los ojos, como si acabara de
salir de un profundo sueño. Deuto se apresuró a quitarse la capa
desgarrada que llevaba y se la colocó sobre los hombros a la niña.
Ella lo reconoció al instante.
―Deuto... ―acertó a decir,
desorientada y sin apenas fuerzas para sostenerse en pie― ¿Qué...
pasa? ¿Dónde está mi padre?
Parecía que la niña no
recordaba nada: ni el encantamiento de la hechicera, ni su
transformación en monstruo iguana... Ni siquiera el asesinato de su
padre... El guerrero la abrazó fuerte y, sin soltarla, la cogió en
brazos y emprendió el camino para salir de aquella maldita cueva.
―Tu padre está matando
monstruos, pequeña ―respondió, con lágrimas en los ojos―. Y
los matará a todos para que nunca vuelvan a hacerte daño.
Estaba anocheciendo cuando por
fin Deuto alcanzó la salida de la cueva de las Ánimas de Cobalto.
La hija de Nore dormía con la mejilla reposada en su hombrera.
También había dormido cuando Deuto se apresuró a pasar junto al
cuerpo sin vida de Nore. Para la niña, su padre seguiría luchando
eternamente por ella, y lejos de ella.
Por fin, el guerrero llenó los
pulmones de aire fresco y encaró el pinar que se extendía a sus
pies. La noche caía, pero Deuto no podía permitirse el lujo de
detenerse a descansar. Debía devolver la niña al poblado lo antes
posible para luego reabastecerse y volver a partir hacia el Bosque de
los Acantilados, donde los leñadores supervivientes habían visto
por última vez al monstruo oso.
Con un poco de suerte, cuando
Deuto atacase el punto débil de aquel oso descomunal y acabara con
él, quizás él también lograra recuperar a su hijo desaparecido.
Y quizás, con otro poco de
fortuna, cuando el poblado ya hubiese recuperado a todos sus niños,
su acero podría rendir cuentas con la vil hechicera Arkinandra.
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