jueves, 5 de junio de 2014

No se lo digas a mi hija (Tercera parte de tres)

Sus ojos verdosos de pupila vertical no eran humanos y ni siquiera daban la sensación de poder albergar emoción alguna. Sin embargo, en aquel momento, el monstruo estaba llorando en la orilla del lago subterráneo. Y sus lágrimas caían para perderse en la bruma que ocultaba las zarpas de sus patas traseras. Balanceó su pesada cabeza y la papada se agitó, salpicando por todas partes las babas acumuladas entre los pliegues de su dura piel. Ronroneó con debilidad y volvió a agachar la cabeza.

De vez en cuando, Deuto también escuchaba algún gemido lastimero al que siempre acompañaba luego un murmullo que se iba apagando suavemente con el paso de los segundos. “¿Acaso se arrepiente de lo que acaba de hacer?”, se planteó el guerrero, arrastrándose con sigilo por el suelo rocoso recubierto de humedad y de babas pegajosas. “¿Es posible que el monstruo todavía guarde algún tipo de recuerdo?”.

En ese instante, de poco importaban las preguntas que pudiera hacerse Deuto. La dura y puntiaguda cola ya se balanceaba por encima de su cabeza. Relucía pulida y plateada, como si se tratara de una hoja de espada injertada en las escamas del enorme animal. El brillo tan solo lo apagaba la sangre que manchaba el filo, la sangre de Nore.

Deuto lanzó una última ojeada a la cola ensangrentada para revivir los recuerdos de su compañero perdido. Rememoró las noches que habían pasado de guardia, las conversaciones que mantuvieron el día antes de su boda, el fuerte abrazo que le había dado cuando Nore tuvo a su hija... Incluso recordó cómo habían luchado, espalda con espalda, repeliendo las hordas impías de Arkinandra.

Pero ahora, Nore estaba muerto. Aquella era su sangre. Aquella era parte de la vida que le habían arrebatado. Y la bestia culpable se lamentaba de su crimen en su escondite húmedo y malsano. “Demasiado tarde para lamentarse”, se dijo Deuto a sí mismo, henchido de fuerza y de rabia. Se alzó despacio y en silencio, entre la bruma azul refulgente, espada en mano y con el gesto marcado por la más inhumana sed de venganza.

Apretó los labios y bajó la mirada. Allí tenía el punto débil, al alcance de la hoja afilada en su mano. Tan solo necesitaba un tajo fuerte y contundente en ese punto exacto y la bestia desaparecería. Apretó los dientes, levantó la espada y, en ese momento, la bestia giró la cabeza y parpadeó con aquellos ojos tan extraños.

Pero no atacó a Deuto.

Gimió.

Se lamentó.

Agachó la cabeza hasta ponerla bajo el filo de la espada.

Y siguió lamentándose y llorando, a la espera de la ejecución.

Deuto, pasmado ante la reacción de la bestia, se agachó delante de ella y, acercó su rostro a la piel escamosa.

¿Todavía estás ahí dentro?”, le preguntó al monstruo. La bestia gimió y siguió llorando. “Tranquila”, se apresuró a decir Deuto, rodeando a la criatura hasta quedarse a su espalda. “Pronto estarás conmigo”.

No te preocupes, pequeña”, vociferó Deuto con la espada en alto. “Ya se va a acabar”.

La hoja seccionó con facilidad la piel negra de la base de la cola, y esta saltó por los aires, retorciéndose y culebreando hasta que cayó a unos metros de distancia y Deuto la perdió de vista entre la niebla. Luego, escuchó cómo se desplomaba el cuerpo del monstruo. Tan solo asomaba su abrupto lomo por encima de la bruma azul. Lentamente, la parte visible de la bestia fue menguando, y reduciéndose hasta que también se perdió en la niebla. Deuto se limitó a esperar qué pasaba. Los ancianos del pueblo le habían advertido de que el proceso podría tardar unos momentos. Detrás de él, todavía podía escuchar los golpes de la cola mutilada, golpeando las rocas mientras la vida abandonaba lentamente aquel miembro amputado.

La impaciencia pudo con el sentido común de Deuto, y este se abalanzó donde la bestia había caído y desaparecido. Justo antes de que se hincara de rodillas y empezara a buscar, una niña pequeña se puso de pie justo donde la criatura había muerto. La bruma ocultaba su pequeño y delicado cuerpo, mientras la chiquilla se frotaba los ojos, como si acabara de salir de un profundo sueño. Deuto se apresuró a quitarse la capa desgarrada que llevaba y se la colocó sobre los hombros a la niña.

Ella lo reconoció al instante.

Deuto... ―acertó a decir, desorientada y sin apenas fuerzas para sostenerse en pie― ¿Qué... pasa? ¿Dónde está mi padre?

Parecía que la niña no recordaba nada: ni el encantamiento de la hechicera, ni su transformación en monstruo iguana... Ni siquiera el asesinato de su padre... El guerrero la abrazó fuerte y, sin soltarla, la cogió en brazos y emprendió el camino para salir de aquella maldita cueva.

Tu padre está matando monstruos, pequeña ―respondió, con lágrimas en los ojos―. Y los matará a todos para que nunca vuelvan a hacerte daño.

Estaba anocheciendo cuando por fin Deuto alcanzó la salida de la cueva de las Ánimas de Cobalto. La hija de Nore dormía con la mejilla reposada en su hombrera. También había dormido cuando Deuto se apresuró a pasar junto al cuerpo sin vida de Nore. Para la niña, su padre seguiría luchando eternamente por ella, y lejos de ella.

Por fin, el guerrero llenó los pulmones de aire fresco y encaró el pinar que se extendía a sus pies. La noche caía, pero Deuto no podía permitirse el lujo de detenerse a descansar. Debía devolver la niña al poblado lo antes posible para luego reabastecerse y volver a partir hacia el Bosque de los Acantilados, donde los leñadores supervivientes habían visto por última vez al monstruo oso.

Con un poco de suerte, cuando Deuto atacase el punto débil de aquel oso descomunal y acabara con él, quizás él también lograra recuperar a su hijo desaparecido.

Y quizás, con otro poco de fortuna, cuando el poblado ya hubiese recuperado a todos sus niños, su acero podría rendir cuentas con la vil hechicera Arkinandra.

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