Harold
La taza se cayó de la mesita y
se derramó todo el té por el suelo. La anciana dio un respingo del
susto y luego evaluó los daños desde su sillón. La taza se había
hecho añicos y el pequeño charco que había formado la bebida
caliente todavía humeaba.
“¡Harold!”, llamó en voz
alta. “Haz el favor de traerme la...”. Paró de hablar cuando
recordó que Harold ya no estaba para traerle la escoba. La mujer
suspiró, resignada, y con su mano, temblorosa por los achaques de la
edad, se quitó las gafas y colocó con delicadeza sobre la mesita el
álbum de fotos que estaba revisando. Con gran esfuerzo, puso en
marcha sus doloridas articulaciones y se dirigió a la cocina. Cuando
regresó al salón con la escoba y el recogedor, el sonido de un
ronco rumor lejano llamó su atención. “Un poco temprano para que
el camión de la basura venga a recoger los cubos”, pensó, sin
darle mayor importancia. Apartó el pesado sillón a un lado para
dejar espacio libre, y se dispuso a recoger los pedazos mojados. Sin
embargo, al mirar, no encontró líquido alguno, tan solo la multitud
de pequeños trozos blancos que una vez habían formado la taza.
“¿Pero dónde se ha metido...?”, se preguntó en voz baja.
Pronto, una gota solitaria apareció ante su cansada mirada. Una
brillante gotita de té discurría por el suelo, como si se tratase
de una hormiga apresurada, hasta perderse por debajo de la cortina.
La anciana titubeó. “Las gotas de té no se mueven solas”,
reflexionó con asombro. La curiosidad provocó que no se diese
cuenta de que el lejano ronquido de hacía unos segundos ahora se
escuchaba con mucha más fuerza. Sorteó el obstáculo del sillón y
la anciana consiguió alcanzar la tela de la cortina, la cual corrió
de par en par.
Tuvo que parpadear varias veces
para poder comprender lo que estaba viendo. El líquido se había
acumulado sobre el cristal de la ventana y se mantenía ahí quieto,
formando un charco que desafiaba sin pudor alguno la ley de la
gravedad. Hasta él subió por la pared la gota de té descarriada.
Asombrada, la mujer se llevó las manos a la boca y, justo entonces,
también llevó la mirada más allá del cristal.
Pudo ver el inconmensurable muro
de agua que se venía sobre la ciudad. Una ola que rivalizaba en
altura con los rascacielos y amenazaba con caer con todo su peso
sobre calles y ciudadanos. La anciana retrocedió unos pasos y cayó
sentada sobre el sillón. La cresta de la ola ya se perdía por
encima de lo que la ventana le permitía ver. No tenía tiempo de
huir. Las lágrimas se le saltaron y miró alrededor en busca de
alguna escapatoria. Tan solo encontró la foto de su marido Harold,
sonriéndole cálidamente desde el álbum abierto. La sonrisa de su
esposo perdido, congelada en el tiempo en la fotografía, la
tranquilizó, pues estaba segura de que pronto se reuniría con él.
Cuando el agua rompió la ventana
y entró en su casa como un torrente violento y despiadado, la
anciana no sintió dolor alguno, tan solo una fuerte sacudida seguida
de una intensa sensación de presión en todo el cuerpo. Luego,
humedad. Luego, frío. Luego, nada.
Trish y Gille
―No contesta al teléfono,
mamá.
―Llámala de nuevo, Gille.
―¡Ya la he llamado diez veces,
mamá...! Tengo que volver a por Trish.
―Borra esa idea de la cabeza,
jovencito. ¿Es que no has oído la radio? ¿No sabes lo que acaba de
pasar? Es muy peligroso volver allí ahora.
―¿Cómo puedes decir eso?
¡Ella puede estar en peligro, mamá! Puede que esté atrapada y no
haya nadie cerca para ayudarla. Y yo estoy aquí huyendo en coche
contigo.
―Gille, no estamos huyendo de
nada. Teníamos que salir de la ciudad. ¡Y mira de la que nos hemos
librado...! Oye, sé que es difícil de entender para ti ahora mismo,
pero no quiero que te ocurra nada malo, ¿vale? Hicimos bien
saliendo de la ciudad por nuestra cuenta. Si no, a lo mejor hoy no lo
hubiésemos contado.
―Le dije que siempre podría
contar conmigo... ―comentó, mientras giraba el anillo con la mitad
del símbolo del infinito en su dedo anular.
La madre suspiró y apartó un
instante la mirada de la carretera. Su hijo miraba por la ventanilla.
La mujer no podía ver su rostro, pero el reflejo en el cristal
mostraba las lágrimas que caían por la mejilla de Gille.
―Escucha, Gille, tan pronto
encontremos el primer motel donde pasar la noche, volveremos a
intentar ponernos en contacto con ella o con sus padres. Pero primero
tenemos que ponernos a salvo nosotros...
Gille hacía oídos sordos
mientras no dejaba de intentar una y otra vez de pulsar el botón de
rellamada.
―¿Qué pasa ahí delante...?
―le oyó decir a su madre.
Justo enfrente, un cordón
policial había detenido el tráfico en su sentido de la marcha para
ceder el paso al convoy de camiones militares que se dirigía hacia
la ciudad. Algunos de ellos mostraban una cruz roja sobre el
fuselaje. Los frenos del coche chirriaron cuando la madre de Gille
aminoró la marcha hasta detenerse.
―Parece que tendremos que
esperar un poco a que pasen estos...
Y entonces escuchó el portazo.
Cuando miró, Gille ya corría por la carretera para regresar a la
ciudad, con la mochila al hombro y el skate en la mano. Algunos
camiones tocaron la bocina cuando pasaron a su lado. “¡Gille!”,
escuchó gritar a su madre desde la ventanilla del coche, pero el
joven no le prestó el menor caso. El joven coordinó las zancadas de
su carrera y calculó las distancias. Esperó justo antes de que el
último camión pasara a su lado, echó el skate sobre el asfalto y,
de un salto, se subió encima de él y se propulsó lo suficiente
como para sujetarse a la parte trasera del vehículo militar.
Su madre seguía gritando su
nombre. La mujer desesperada trató de dar media vuelta con el coche,
pero un policía del cordón se acercó y la tranquilizó mientras
informaba por radio del incidente.
Mientras tanto, Gille seguía
agarrado al camión, reclinado justo entre los dos pilotos de freno
traseros, para quedar completamente fuera del reflejo de los espejos
retrovisores. Las ruedas del skate aguantaban la velocidad cada vez
mayor, y el asfalto, duro y áspero, pasaba cada vez más deprisa a
escasos centímetros de sus pies. Aun así, Gille logró controlar el
miedo, pues sabía que ahora iba en la dirección correcta: la que le
conduciría hasta la ciudad destrozada, la que le conduciría hasta
Trish.
Vince y Joel
Sorprendentemente, nadie miraba
cómo el torrente de agua discurría calle por calle, anegándolo
todo. En lugar de ello, todos los presentes en aquella azotea no
perdían de vista sus teléfonos móviles. Vince aflojó el nudo de
su corbata y volvió a llevarse el teléfono a la oreja.
―Vince, ¿eres tú? ―respondió
una voz femenina al otro lado de la línea.
―Gracias a los Altos, Leticia.
Llevo más de diez minutos intentando hablar con alguien. Las líneas
están saturadas.
―¿Estás bien? Por los
Altísimos, lo acabo de ver por la tele. ¿Es verdad todo esto?
―Sí, Leti. Es verdad, y esto
es... Esto es horrible. Nadie consigue contactar con nadie y nadie
sabe qué está pasando.
Mientras hablaba, Vince se fijó
sin darse cuenta en una de las mujeres del grupo que había decidido
subir hasta esa azotea para ponerse a salvo. La chica no tenía
teléfono alguno en sus manos. Se limitaba a observar el horizonte
con los brazos cruzados. Su melena negra se agitaba por las ráfagas
de viento que generaba la enorme masa de agua que asolaba la ciudad.
La mujer se colocó mejor las gafas sobre la nariz y continuó
mirando al infinito.
―Me alegro de que estés bien,
Vince.
Las palabras de Leticia trajeron
de vuelta al despistado Vince.
―Sí... Sí, gracias. Mira, te
llamaba por si sabías algo de Joel.
―¿...Joel? No, no sé nada de
él. ¿Por qué iba a saber algo de él?
―No sé. La verdad es que pensé
que a lo mejor te habría llamado. No he podido ponerme en contacto
con él y no tengo ni idea de dónde está. Pensé que... Como él
siempre habla de ti... Todavía... En fin, que yo solo...
―Bueno, espero que esté bien,
pero no sé nada de él. Hace tiempo que no sé nada de él. Pero
espero que esté bien.
―Ya, vale. Seguiré intentando
llamarlo.
―De acuer...
Vince colgó antes de que Leticia
terminara de hablar y volvió a buscar el número de su amigo en la
agenda del teléfono. Mientras escuchaba el repetitivo mensaje de
“líneas saturadas, inténtelo más tarde”, Vince se percató de
que la mujer contemplativa de hacía unos segundos había caído de
rodillas y rompía a llorar. Sin apartar el teléfono de la oreja, se
acercó a ella para consolarla.
―Señorita, no se preocupe.
Todo esto también pasará ―la calmó, agachándose a su lado.
―No, todavía no pasará ―y
la mujer señaló al frente.
Una nueva ola se acercaba. Vince
la divisó más allá de los edificios. El muro de agua parecía no
tener fin en el horizonte. Vince buscó hasta dónde se extendía la
masa de agua, y su vista dio la vuelta en redondo. La ola se acercaba
por todas partes, dejando el objeto flotante del cielo justo en
medio.
―Esa cosa atrae el agua ―dijo
de pronto la mujer.
―¿¡Qué!?
―El ovni atrae el agua del mar
hasta nosotros. Es lo poco que conseguimos averiguar... y que nos ha
engañado. La cuenta atrás era mentira...
Marianne y Kare
―Hola, pequeño. Ven conmigo,
¿quieres?
―No quiero. Tengo que despertar
a mi madre para ir con papá. Ya no quiero estar aquí más.
El pequeño Kare tiraba del brazo
de su madre Marianne, cuyo cuerpo yacía boca abajo en mitad de un
enorme charco de agua salada.
―Tu madre está descansando,
pequeño. ¿No lo ves? ―mintió la joven con compasión―. Está
echándose una siestecita. No querrás despertarla, ¿verdad?
―Pero tiene que llevarme con
papá. Me tiene que llevar. No quiero estar aquí con ella con el
agua.
La tierra empezó a vibrar de
nuevo y el agua encharcada empezó a agitarse. La joven sabía que no
se trataba de un buen augurio.
―¡Vaya! ¿Qué casualidad? Yo
sé dónde vive tu padre. Puedo llevarte con él y luego irá tu
madre también. Sal de ahí y ven conmigo, pequeño.
―¿De verdad?
―Sí, de verdad. Pero primero
dame la mano para que podamos ir con tu papi.
―Mis padres dicen que no vaya a
ningún sitio con desconocidos.
Los muebles de la casa inundada y
destrozada empezaron a vibrar con más fuerza por el temblor del
suelo.
―Vale, pequeño. Pues entonces
te diré mi nombre. Me llamo Trish. ¿Ves? Ya no somos desconocidos
―y extendió su mano hacia el pequeño.
―Yo me llamo Kare ―y el niño
agarró la mano de Trish para que lo sacara de debajo de la cama, que
el torrente de agua había tirado contra la pared del dormitorio―.
¿Sabes si va a venir Supermán?
Trish sonrió con ternura y
limpió las lágrimas que caían de los ojos de Kare. Cogió al niño
en brazos y salió del apartamento con la esperanza de que aquel
edificio fuese lo suficientemente alto como para resistir la
acometida de la nueva ola que se estaba aproximando.
¿Por qué?
Justo entonces, aunque carecía
de ojos reales, Evan los pudo abrir de par en par...
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