jueves, 10 de abril de 2014

Cero (Cielo cromado: 11)

Harold

La taza se cayó de la mesita y se derramó todo el té por el suelo. La anciana dio un respingo del susto y luego evaluó los daños desde su sillón. La taza se había hecho añicos y el pequeño charco que había formado la bebida caliente todavía humeaba.


¡Harold!”, llamó en voz alta. “Haz el favor de traerme la...”. Paró de hablar cuando recordó que Harold ya no estaba para traerle la escoba. La mujer suspiró, resignada, y con su mano, temblorosa por los achaques de la edad, se quitó las gafas y colocó con delicadeza sobre la mesita el álbum de fotos que estaba revisando. Con gran esfuerzo, puso en marcha sus doloridas articulaciones y se dirigió a la cocina. Cuando regresó al salón con la escoba y el recogedor, el sonido de un ronco rumor lejano llamó su atención. “Un poco temprano para que el camión de la basura venga a recoger los cubos”, pensó, sin darle mayor importancia. Apartó el pesado sillón a un lado para dejar espacio libre, y se dispuso a recoger los pedazos mojados. Sin embargo, al mirar, no encontró líquido alguno, tan solo la multitud de pequeños trozos blancos que una vez habían formado la taza. “¿Pero dónde se ha metido...?”, se preguntó en voz baja. Pronto, una gota solitaria apareció ante su cansada mirada. Una brillante gotita de té discurría por el suelo, como si se tratase de una hormiga apresurada, hasta perderse por debajo de la cortina. La anciana titubeó. “Las gotas de té no se mueven solas”, reflexionó con asombro. La curiosidad provocó que no se diese cuenta de que el lejano ronquido de hacía unos segundos ahora se escuchaba con mucha más fuerza. Sorteó el obstáculo del sillón y la anciana consiguió alcanzar la tela de la cortina, la cual corrió de par en par.

Tuvo que parpadear varias veces para poder comprender lo que estaba viendo. El líquido se había acumulado sobre el cristal de la ventana y se mantenía ahí quieto, formando un charco que desafiaba sin pudor alguno la ley de la gravedad. Hasta él subió por la pared la gota de té descarriada. Asombrada, la mujer se llevó las manos a la boca y, justo entonces, también llevó la mirada más allá del cristal.

Pudo ver el inconmensurable muro de agua que se venía sobre la ciudad. Una ola que rivalizaba en altura con los rascacielos y amenazaba con caer con todo su peso sobre calles y ciudadanos. La anciana retrocedió unos pasos y cayó sentada sobre el sillón. La cresta de la ola ya se perdía por encima de lo que la ventana le permitía ver. No tenía tiempo de huir. Las lágrimas se le saltaron y miró alrededor en busca de alguna escapatoria. Tan solo encontró la foto de su marido Harold, sonriéndole cálidamente desde el álbum abierto. La sonrisa de su esposo perdido, congelada en el tiempo en la fotografía, la tranquilizó, pues estaba segura de que pronto se reuniría con él.

Cuando el agua rompió la ventana y entró en su casa como un torrente violento y despiadado, la anciana no sintió dolor alguno, tan solo una fuerte sacudida seguida de una intensa sensación de presión en todo el cuerpo. Luego, humedad. Luego, frío. Luego, nada.

Trish y Gille

No contesta al teléfono, mamá.

Llámala de nuevo, Gille.

¡Ya la he llamado diez veces, mamá...! Tengo que volver a por Trish.

Borra esa idea de la cabeza, jovencito. ¿Es que no has oído la radio? ¿No sabes lo que acaba de pasar? Es muy peligroso volver allí ahora.

¿Cómo puedes decir eso? ¡Ella puede estar en peligro, mamá! Puede que esté atrapada y no haya nadie cerca para ayudarla. Y yo estoy aquí huyendo en coche contigo.

Gille, no estamos huyendo de nada. Teníamos que salir de la ciudad. ¡Y mira de la que nos hemos librado...! Oye, sé que es difícil de entender para ti ahora mismo, pero no quiero que te ocurra nada malo, ¿vale? Hicimos bien saliendo de la ciudad por nuestra cuenta. Si no, a lo mejor hoy no lo hubiésemos contado.

Le dije que siempre podría contar conmigo... ―comentó, mientras giraba el anillo con la mitad del símbolo del infinito en su dedo anular.

La madre suspiró y apartó un instante la mirada de la carretera. Su hijo miraba por la ventanilla. La mujer no podía ver su rostro, pero el reflejo en el cristal mostraba las lágrimas que caían por la mejilla de Gille.

Escucha, Gille, tan pronto encontremos el primer motel donde pasar la noche, volveremos a intentar ponernos en contacto con ella o con sus padres. Pero primero tenemos que ponernos a salvo nosotros...

Gille hacía oídos sordos mientras no dejaba de intentar una y otra vez de pulsar el botón de rellamada.

¿Qué pasa ahí delante...? ―le oyó decir a su madre.

Justo enfrente, un cordón policial había detenido el tráfico en su sentido de la marcha para ceder el paso al convoy de camiones militares que se dirigía hacia la ciudad. Algunos de ellos mostraban una cruz roja sobre el fuselaje. Los frenos del coche chirriaron cuando la madre de Gille aminoró la marcha hasta detenerse.

Parece que tendremos que esperar un poco a que pasen estos...

Y entonces escuchó el portazo. Cuando miró, Gille ya corría por la carretera para regresar a la ciudad, con la mochila al hombro y el skate en la mano. Algunos camiones tocaron la bocina cuando pasaron a su lado. “¡Gille!”, escuchó gritar a su madre desde la ventanilla del coche, pero el joven no le prestó el menor caso. El joven coordinó las zancadas de su carrera y calculó las distancias. Esperó justo antes de que el último camión pasara a su lado, echó el skate sobre el asfalto y, de un salto, se subió encima de él y se propulsó lo suficiente como para sujetarse a la parte trasera del vehículo militar.

Su madre seguía gritando su nombre. La mujer desesperada trató de dar media vuelta con el coche, pero un policía del cordón se acercó y la tranquilizó mientras informaba por radio del incidente.

Mientras tanto, Gille seguía agarrado al camión, reclinado justo entre los dos pilotos de freno traseros, para quedar completamente fuera del reflejo de los espejos retrovisores. Las ruedas del skate aguantaban la velocidad cada vez mayor, y el asfalto, duro y áspero, pasaba cada vez más deprisa a escasos centímetros de sus pies. Aun así, Gille logró controlar el miedo, pues sabía que ahora iba en la dirección correcta: la que le conduciría hasta la ciudad destrozada, la que le conduciría hasta Trish.

Vince y Joel

Sorprendentemente, nadie miraba cómo el torrente de agua discurría calle por calle, anegándolo todo. En lugar de ello, todos los presentes en aquella azotea no perdían de vista sus teléfonos móviles. Vince aflojó el nudo de su corbata y volvió a llevarse el teléfono a la oreja.

Vince, ¿eres tú? ―respondió una voz femenina al otro lado de la línea.

Gracias a los Altos, Leticia. Llevo más de diez minutos intentando hablar con alguien. Las líneas están saturadas.

¿Estás bien? Por los Altísimos, lo acabo de ver por la tele. ¿Es verdad todo esto?

Sí, Leti. Es verdad, y esto es... Esto es horrible. Nadie consigue contactar con nadie y nadie sabe qué está pasando.

Mientras hablaba, Vince se fijó sin darse cuenta en una de las mujeres del grupo que había decidido subir hasta esa azotea para ponerse a salvo. La chica no tenía teléfono alguno en sus manos. Se limitaba a observar el horizonte con los brazos cruzados. Su melena negra se agitaba por las ráfagas de viento que generaba la enorme masa de agua que asolaba la ciudad. La mujer se colocó mejor las gafas sobre la nariz y continuó mirando al infinito.

Me alegro de que estés bien, Vince.

Las palabras de Leticia trajeron de vuelta al despistado Vince.

Sí... Sí, gracias. Mira, te llamaba por si sabías algo de Joel.

¿...Joel? No, no sé nada de él. ¿Por qué iba a saber algo de él?

No sé. La verdad es que pensé que a lo mejor te habría llamado. No he podido ponerme en contacto con él y no tengo ni idea de dónde está. Pensé que... Como él siempre habla de ti... Todavía... En fin, que yo solo...

Bueno, espero que esté bien, pero no sé nada de él. Hace tiempo que no sé nada de él. Pero espero que esté bien.

Ya, vale. Seguiré intentando llamarlo.

De acuer...

Vince colgó antes de que Leticia terminara de hablar y volvió a buscar el número de su amigo en la agenda del teléfono. Mientras escuchaba el repetitivo mensaje de “líneas saturadas, inténtelo más tarde”, Vince se percató de que la mujer contemplativa de hacía unos segundos había caído de rodillas y rompía a llorar. Sin apartar el teléfono de la oreja, se acercó a ella para consolarla.

Señorita, no se preocupe. Todo esto también pasará ―la calmó, agachándose a su lado.

No, todavía no pasará ―y la mujer señaló al frente.

Una nueva ola se acercaba. Vince la divisó más allá de los edificios. El muro de agua parecía no tener fin en el horizonte. Vince buscó hasta dónde se extendía la masa de agua, y su vista dio la vuelta en redondo. La ola se acercaba por todas partes, dejando el objeto flotante del cielo justo en medio.

Esa cosa atrae el agua ―dijo de pronto la mujer.

¿¡Qué!?

El ovni atrae el agua del mar hasta nosotros. Es lo poco que conseguimos averiguar... y que nos ha engañado. La cuenta atrás era mentira...

Marianne y Kare

Hola, pequeño. Ven conmigo, ¿quieres?

No quiero. Tengo que despertar a mi madre para ir con papá. Ya no quiero estar aquí más.

El pequeño Kare tiraba del brazo de su madre Marianne, cuyo cuerpo yacía boca abajo en mitad de un enorme charco de agua salada.

Tu madre está descansando, pequeño. ¿No lo ves? ―mintió la joven con compasión―. Está echándose una siestecita. No querrás despertarla, ¿verdad?

Pero tiene que llevarme con papá. Me tiene que llevar. No quiero estar aquí con ella con el agua.

La tierra empezó a vibrar de nuevo y el agua encharcada empezó a agitarse. La joven sabía que no se trataba de un buen augurio.

¡Vaya! ¿Qué casualidad? Yo sé dónde vive tu padre. Puedo llevarte con él y luego irá tu madre también. Sal de ahí y ven conmigo, pequeño.

¿De verdad?

Sí, de verdad. Pero primero dame la mano para que podamos ir con tu papi.

Mis padres dicen que no vaya a ningún sitio con desconocidos.

Los muebles de la casa inundada y destrozada empezaron a vibrar con más fuerza por el temblor del suelo.

Vale, pequeño. Pues entonces te diré mi nombre. Me llamo Trish. ¿Ves? Ya no somos desconocidos ―y extendió su mano hacia el pequeño.

Yo me llamo Kare ―y el niño agarró la mano de Trish para que lo sacara de debajo de la cama, que el torrente de agua había tirado contra la pared del dormitorio―. ¿Sabes si va a venir Supermán?

Trish sonrió con ternura y limpió las lágrimas que caían de los ojos de Kare. Cogió al niño en brazos y salió del apartamento con la esperanza de que aquel edificio fuese lo suficientemente alto como para resistir la acometida de la nueva ola que se estaba aproximando.

¿Por qué?

Justo entonces, aunque carecía de ojos reales, Evan los pudo abrir de par en par...

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