Justo entonces, aunque carecía
de ojos reales, Evan los pudo abrir de par en par.
“¿Evan?”. “¿Quién es
Evan?”, se preguntó, sin pronunciar palabra alguna. El nombre le
sonaba. Tanto fue así que llegó a identificarse con él. “Yo me
llamo Evan... O me llamaba Evan... O me llamaré... ¿Evan?”. La
pregunta retumbó y el eco se repitió dentro de su cabeza. No,
aquello no era su cabeza.
Utilizó sus ojos abiertos para
ver, y miró. Evan miró, pero no comprendió. El espacio alrededor
estaba vacío, hueco, sin nadie, sin nada. Tan solo unas lejanas,
relucientes y semitransparentes paredes que se curvaban hacia arriba
hasta unirse con el techo, tan reluciente y translúcido como el
mismo suelo, el que tenía bajo sus pies. “¿Y mis pies?”, se
preguntó cuando no los encontró al final de su cuerpo. “¿Y mis
piernas?”. “¿Y mi cuerpo?”. “¿Y mis brazos?”. Evan no
encontró nada de sí mismo. Había quedado reducido a una conciencia
flotante que no dejaba de hacerse preguntas y de mirar cosas. Sin
comprender. Sin entender. Solo había preguntas y un nombre. “Evan”.
Un olor acudió a su memoria
dispersa por el amplio lugar reluciente. Un aroma intenso,
penetrante, artificial, industrial. Olía a rojo. Olía a pintura. El
recuerdo trajo consigo una emoción, y la emoción trajo consigo una
pregunta: ¿por qué? Y la pregunta trajo consigo una forma. Ante su
mirada, una neblina azulada se arremolinó y tomó la forma de una
mano vaporosa que se mecía suavemente delante de él. “Esta es mi
mano”. “¿Fue mi mano?”. “¿Lo será?”. De la muñeca
etérea comenzó a manar unos finos jirones de niebla de un color
rojo intenso. Entonces, recordó el dolor, el dolor le hizo recordar
los cortes, los cortes le hicieron recordar el cuchillo, el cuchillo
le hizo recordar sus muñecas.
“No estoy muerto”. “¿Estoy
muerto?”. “¿Lo estaré?”. Trató de encontrar respuestas
alrededor. Pero solo había espacio. Trató de recorrer el espacio,
pero no tenía cuerpo para moverse. Estaba anclado dentro de sí
mismo, sin estar seguro de su propia existencia, en un espacio
ovalado, enorme y acristalado. Tan solo podía mirar, y miró.
Alejó la vista más allá de las
paredes transparentes y vio la enorme ciudad, extendida por toda la
explanada como una mancha de cemento y antenas que se perdía en el
horizonte. Y justo donde su vista se perdía, vio el agua, el muro de
agua. Acercándose inexorablemeente. La inquietud agitó la
conciencia de Evan y, por un momento, sintió la imperiosa urgencia
de auxiliar a los que estaban a punto de morir ahogados. Pero Evan no
podía hacer nada. No tenía el cuerpo que una vez tuvo. Tan solo
miró cómo moría la gente, cómo gritaban, cómo se lamentaban. Los
veía, los oía, los sentía. Se compadeció de cada uno de ellos.
Cuando el agua inundaba todas las
calles, Evan dejó de estar solo. De un segundo para otro, la sala
acristalada comenzó a ocuparse de entes nebulosos que flotaban
estáticos y en silencio. Evan trató de mover los labios, de decir
algo, de comunicarse con sus nuevos acompañantes. Pero tan solo
podía escuchar los alaridos de los que morían abajo en la ciudad.
El espacio reluciente era cada
vez más concurrido, y la multitud de entes ya resultaba innumerable
y dificultaban la visión de Evan. Apenas podía ver la ciudad a
causa de la cantidad ingente de seres que habían aparecido.
La segunda ola no la pudo ver,
pero notó sus efectos, pues aparecieron miles de nuevos seres
etéreos. Todos quietos, todos contemplando con ojos invisibles,
todos planteándose las mismas preguntas. Evan entonces captó la
emoción compartida por la multitud nebulosa: miedo. Terrorífica
sensación que se acrecentó con la tercera ola, y con la cuarta. Del
mismo modo que se acrecentó la cantidad de entes.
El día se convirtió en noche, y
el espacio que una vez había ocupado solo Evan ahora lo compartía
con los que en vida habían vivido en la misma ciudad que él. El
agua los había matado a casi todos, pero ninguno de ellos estaba
muerto.
Fue entonces cuando Evan bajó la
mirada y se dio cuenta de que ya no podía ver los edificios más
allá del suelo transparente. Ahora, solo veía oscuridad y estrellas
en el suelo. Alzó la vista. Oscuridad y estrellas en lo alto. Miró
al frente, y vio una multitud de entes nebulosos que miraban hacia el
mismo lugar: aquel extraño planeta verde azulado al que se estaban
acercando.
Evan no recuerda el aterrizaje.
Evan tampoco recuerda qué pasó después. Evan apenas recuerda su
vida anterior. Tan solo recuerda que, un día extraño, volvió nacer
en un planeta extraño diferente al suyo.
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