Aquella madrugada, las campanadas
sonaron tres veces cuando Esteban lloraba solo en el callejón.
Abajo, muy abajo, desde las simas oscuras de su dolido corazón,
deseó que alguien escuchase su llanto y luego se acercase hasta él
para preguntarle un simple “¿qué te pasa?”. Pero estaba solo,
como siempre. Y el único alivio que encontró su desconsuelo fue el
del silencio indiferente de una ciudad que dormía durante la noche y
le daba la espalda durante el día.
Trató de sobreponerse a los
sollozos y aunó los ánimos necesarios para cerrar la cartera ajada
y apartar de su vista la foto estropeada que tanto pesar le
ocasionaba. No estaba seguro de si temblaba tanto a causa de la pena
o del frío. Quizás, era por los dos motivos. El temblor hizo que le
costara introducir la cartera en el bolsillo trasero del pantalón.
Aquella cartera suya estaba completamente vacía de dinero, pero
repleta de recuerdos de un pasado mejor, y nunca olvidado. La cruel
memoria se había enraizado en él como una lanza espinosa que lo
atravesaba justo por donde le latía el corazón. Cada vez que sentía
el tacto de la imitación de piel y sentía su tacto rugoso, su mente
rebosaba de sensaciones que una vez, hacía tiempo, había sentido en
primera persona. Esteban disfrutaba de esa emoción agridulce que
encontraba al recordar. Durante una milésima de segundo, realmente
volvía atrás en el tiempo, hasta la época cuando los demás lo
miraban como a una persona corriente, y no como a un despojo social.
Aquella cartera lo mantenía atado a su lado humano y lo salvaba de
las profundidades deformes y escarpadas de la locura.
Vivir en la calle era un tormento
horrible, y no todos lo resistían. Esteban resistía gracias a sus
recuerdos dolorosos. Lo hacían llorar, pero lo mantenían cuerdo y
humano.
Enjugó las últimas lágrimas y
notó un reconfortante alivio dentro del pecho. Cada vez que lloraba,
se deshacía un poco más el nudo que le oprimía los pulmones y
encogía su corazón. Quizás, justo después del llanto, era el
instante más dulce del día. Era precisamente cuando se sentía
liberado de pena y dolor, y lo suficientemente calmado como para
dormir unas horas. Al menos hasta que la luz del sol y el ajetreo de
la mañana lo despertasen sin remedio para afrontar un nuevo día,
para formar un nuevo nudo, que luego desharía por la noche.
Llorando. Como siempre.
Distribuyó lo mejor que pudo los
cartones en el suelo, evitando los charcos, y se acomodó sobre ellos
tapándose con una caja de televisor que había roto para que se
pareciese lo más posible a una manta.
Suspiró y cerró los ojos para
esperar que llegara el deseado sueño. Con algo de suerte, esa noche
soñaría con algo bonito. Pronto, un olor desagradable lo obligó a
abrir los ojos y fruncir el ceño. La brisa nocturna había decidido
empujar todo un aroma nauseabundo hacia donde Esteban había elegido
pasar la noche.
Aquel penetrante olor no iba a
dejar que Esteban pegara ojo, de modo que se levantó y se acercó a
los cubos de basura que había a la entrada del callejón. Cuanto más
se aproximaba a ellos, más intensa y repugnante se volvía la peste
a pescado en mal estado.
Cuando ya estaba a unos pasos del
primer cubo sin tapa, un gato pardo saltó de repente sobre las
bolsas de basura de dentro, y se quedó quieto, como si se hubiese
quedado congelado en el tiempo, sin apartar su pupila felina de
Esteban. El animal parecía sorprendido por la presencia del hombre
en el callejón.
―Vaya, ¿qué tenemos aquí?
Otro vagabundo. Pero tú eres mucho más guapo que yo ―le dijo
Esteban.
El gato continuaba mirándolo,
mientras su hocico se deleitaba con el aroma que provenía de la
bolsa de basura que tenía justo debajo de sus patas.
―Me imagino que has venido a
por tu cena ―Esteban dio un paso hacia el animal, pero el gato
agachó la cabeza y afianzó las patas traseras para saltar y salir
huyendo si el hombre seguía acercándose. Esteban entendió las
intenciones del felino y se detuvo―. No, tranquilo, no voy a
hacerte daño. Tú, a lo tuyo, campeón. No quiero fastidiarte tu
cena, que seguro que es tu plato favorito.
Esteban empezó a retroceder
despacio. Cuando ya estuvo unos metros más lejos, el gato empezó a
olisquear la bolsa y, justo después, pasó repetidamente sus zarpas
sobre el plástico de la bolsa hasta que lo abrió en canal. Cabezas
y tripas de pescado salieron a borbotones. Daba la impresión de que
el gato había destripado la bolsa y empezaba a comerse sus
entresijos apestosos. Aun así, el gato parecía desesperado por
llenarse la tripa, y comía sin apenas darse la oportunidad de
respirar entre dentellada y dentellada.
―Que aproveche, campeón
―recomendó Esteban, sentándose sobre sus cartones―. Y aprovecha
de verdad, que dentro de un rato ese cubo lo pongo en la esquina. A
lo mejor a ti te gusta el pescado podrido, pero a mí ahora mismo me
dan ganas de vomitar. ¡Uy! Perdona que haya sacado ese tema
desagradable. No quería estropear tu deliciosa cena...
El gato comía, ajeno a las
palabras del hombre. Esteban hablaba como si el animal pudiese
entender sus palabras. Dejó que el tiempo pasara, mientras escuchaba
cómo la dentadura del gato partía las espinas. Esteban elevó la
vista al cielo y se dio cuenta de que no se veía la luna llena. Solo
se veía su brillo, iluminando desde detrás del enorme objeto
plateado que flotaba ahí arriba.
―¿Sabes qué? ―siguió
hablando Esteban―, ojalá no hubiese luna llena, u ojalá que
hubiese nubes... Vamos, que ojalá que estuviese oscuro del todo. Así
no se podría ver esa dichosa cosa en el cielo, y parecería que que
todo vuelve a ser normal. Que todo vuelve a ser cómo hace tres
meses... antes de que apareciera. ¿No te parece? ―miró al gato,
que seguía ocupado engullendo―. Ojos que no ven, corazón que no
siente ―suspiró―. Aunque a veces es mejor mirar, y sentir algo.
Solo por demostrarte que aún puedes sentir algo.
Esteban ya no miraba al gato,
hablaba en alto consigo mismo con la mirada perdida.
―Esa jodida cosa está
intentando acabar conmigo, gatito. Mírame. ¿Quién iba a decir que
acabaría así? Nadie. Nadie lo espera, en realidad. Nadie lo desea.
Pero le puede pasar a cualquiera. Estas mierdas pasan, y le pasan a
gente normal. Yo antes era normal; tenía familia, tenía amigos... Y
ahora solo tengo... Bueno, en fin. ¿Sabes qué? Ya estoy cansado de
lamentarme. No pienso rendirme. No pienso que esa jodida nave acabe
conmigo del todo. Ya me ha jodido la vida bastante. Me niego a
resignarme y a rendirme. Es hora de levantarse y luchar, ¿sabes? Esa
jodida cosa puede estar ahí para siempre y yo no puedo continuar así
para siempre. Aún estoy a tiempo de encauzarme. Aún estoy a tiempo
de enderezar de nuevo mi vida. Puede que hasta pueda recuperar lo que
tenía antes, ¿no crees, gatito?
Cuando volvió la mirada, el gato
ya se había marchado. Esteban hizo una mueca de decepción y se
recostó en los cartones. Al final, decidió no alejar el maloliente
cubo de basura. Soportaría el hedor. Quizás así, el gato volviese
y le hiciese algo de compañía.
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