jueves, 13 de marzo de 2014

Tu cena favorita (Cielo cromado: 7)

Aquella madrugada, las campanadas sonaron tres veces cuando Esteban lloraba solo en el callejón. Abajo, muy abajo, desde las simas oscuras de su dolido corazón, deseó que alguien escuchase su llanto y luego se acercase hasta él para preguntarle un simple “¿qué te pasa?”. Pero estaba solo, como siempre. Y el único alivio que encontró su desconsuelo fue el del silencio indiferente de una ciudad que dormía durante la noche y le daba la espalda durante el día.


Trató de sobreponerse a los sollozos y aunó los ánimos necesarios para cerrar la cartera ajada y apartar de su vista la foto estropeada que tanto pesar le ocasionaba. No estaba seguro de si temblaba tanto a causa de la pena o del frío. Quizás, era por los dos motivos. El temblor hizo que le costara introducir la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. Aquella cartera suya estaba completamente vacía de dinero, pero repleta de recuerdos de un pasado mejor, y nunca olvidado. La cruel memoria se había enraizado en él como una lanza espinosa que lo atravesaba justo por donde le latía el corazón. Cada vez que sentía el tacto de la imitación de piel y sentía su tacto rugoso, su mente rebosaba de sensaciones que una vez, hacía tiempo, había sentido en primera persona. Esteban disfrutaba de esa emoción agridulce que encontraba al recordar. Durante una milésima de segundo, realmente volvía atrás en el tiempo, hasta la época cuando los demás lo miraban como a una persona corriente, y no como a un despojo social. Aquella cartera lo mantenía atado a su lado humano y lo salvaba de las profundidades deformes y escarpadas de la locura.



Vivir en la calle era un tormento horrible, y no todos lo resistían. Esteban resistía gracias a sus recuerdos dolorosos. Lo hacían llorar, pero lo mantenían cuerdo y humano.



Enjugó las últimas lágrimas y notó un reconfortante alivio dentro del pecho. Cada vez que lloraba, se deshacía un poco más el nudo que le oprimía los pulmones y encogía su corazón. Quizás, justo después del llanto, era el instante más dulce del día. Era precisamente cuando se sentía liberado de pena y dolor, y lo suficientemente calmado como para dormir unas horas. Al menos hasta que la luz del sol y el ajetreo de la mañana lo despertasen sin remedio para afrontar un nuevo día, para formar un nuevo nudo, que luego desharía por la noche. Llorando. Como siempre.



Distribuyó lo mejor que pudo los cartones en el suelo, evitando los charcos, y se acomodó sobre ellos tapándose con una caja de televisor que había roto para que se pareciese lo más posible a una manta.



Suspiró y cerró los ojos para esperar que llegara el deseado sueño. Con algo de suerte, esa noche soñaría con algo bonito. Pronto, un olor desagradable lo obligó a abrir los ojos y fruncir el ceño. La brisa nocturna había decidido empujar todo un aroma nauseabundo hacia donde Esteban había elegido pasar la noche.



Aquel penetrante olor no iba a dejar que Esteban pegara ojo, de modo que se levantó y se acercó a los cubos de basura que había a la entrada del callejón. Cuanto más se aproximaba a ellos, más intensa y repugnante se volvía la peste a pescado en mal estado.



Cuando ya estaba a unos pasos del primer cubo sin tapa, un gato pardo saltó de repente sobre las bolsas de basura de dentro, y se quedó quieto, como si se hubiese quedado congelado en el tiempo, sin apartar su pupila felina de Esteban. El animal parecía sorprendido por la presencia del hombre en el callejón.



Vaya, ¿qué tenemos aquí? Otro vagabundo. Pero tú eres mucho más guapo que yo ―le dijo Esteban.



El gato continuaba mirándolo, mientras su hocico se deleitaba con el aroma que provenía de la bolsa de basura que tenía justo debajo de sus patas.



Me imagino que has venido a por tu cena ―Esteban dio un paso hacia el animal, pero el gato agachó la cabeza y afianzó las patas traseras para saltar y salir huyendo si el hombre seguía acercándose. Esteban entendió las intenciones del felino y se detuvo―. No, tranquilo, no voy a hacerte daño. Tú, a lo tuyo, campeón. No quiero fastidiarte tu cena, que seguro que es tu plato favorito.



Esteban empezó a retroceder despacio. Cuando ya estuvo unos metros más lejos, el gato empezó a olisquear la bolsa y, justo después, pasó repetidamente sus zarpas sobre el plástico de la bolsa hasta que lo abrió en canal. Cabezas y tripas de pescado salieron a borbotones. Daba la impresión de que el gato había destripado la bolsa y empezaba a comerse sus entresijos apestosos. Aun así, el gato parecía desesperado por llenarse la tripa, y comía sin apenas darse la oportunidad de respirar entre dentellada y dentellada.



Que aproveche, campeón ―recomendó Esteban, sentándose sobre sus cartones―. Y aprovecha de verdad, que dentro de un rato ese cubo lo pongo en la esquina. A lo mejor a ti te gusta el pescado podrido, pero a mí ahora mismo me dan ganas de vomitar. ¡Uy! Perdona que haya sacado ese tema desagradable. No quería estropear tu deliciosa cena...



El gato comía, ajeno a las palabras del hombre. Esteban hablaba como si el animal pudiese entender sus palabras. Dejó que el tiempo pasara, mientras escuchaba cómo la dentadura del gato partía las espinas. Esteban elevó la vista al cielo y se dio cuenta de que no se veía la luna llena. Solo se veía su brillo, iluminando desde detrás del enorme objeto plateado que flotaba ahí arriba.



¿Sabes qué? ―siguió hablando Esteban―, ojalá no hubiese luna llena, u ojalá que hubiese nubes... Vamos, que ojalá que estuviese oscuro del todo. Así no se podría ver esa dichosa cosa en el cielo, y parecería que que todo vuelve a ser normal. Que todo vuelve a ser cómo hace tres meses... antes de que apareciera. ¿No te parece? ―miró al gato, que seguía ocupado engullendo―. Ojos que no ven, corazón que no siente ―suspiró―. Aunque a veces es mejor mirar, y sentir algo. Solo por demostrarte que aún puedes sentir algo.



Esteban ya no miraba al gato, hablaba en alto consigo mismo con la mirada perdida.



Esa jodida cosa está intentando acabar conmigo, gatito. Mírame. ¿Quién iba a decir que acabaría así? Nadie. Nadie lo espera, en realidad. Nadie lo desea. Pero le puede pasar a cualquiera. Estas mierdas pasan, y le pasan a gente normal. Yo antes era normal; tenía familia, tenía amigos... Y ahora solo tengo... Bueno, en fin. ¿Sabes qué? Ya estoy cansado de lamentarme. No pienso rendirme. No pienso que esa jodida nave acabe conmigo del todo. Ya me ha jodido la vida bastante. Me niego a resignarme y a rendirme. Es hora de levantarse y luchar, ¿sabes? Esa jodida cosa puede estar ahí para siempre y yo no puedo continuar así para siempre. Aún estoy a tiempo de encauzarme. Aún estoy a tiempo de enderezar de nuevo mi vida. Puede que hasta pueda recuperar lo que tenía antes, ¿no crees, gatito?



Cuando volvió la mirada, el gato ya se había marchado. Esteban hizo una mueca de decepción y se recostó en los cartones. Al final, decidió no alejar el maloliente cubo de basura. Soportaría el hedor. Quizás así, el gato volviese y le hiciese algo de compañía.

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