Llevaba demasiado tiempo callado.
Marianne echó un vistazo por el retrovisor del interior para saber qué
era aquello que estaba haciendo su hijo y que requería tanto
silencio por su parte. El pequeño estaba sentado en el asiento de
atrás, tranquilo y atento, sin apartar la mirada ni un segundo de la
ventanilla de la puerta.
―Qué calladito estás esta
tarde, ¿no? ―dijo Marianne, para animar a su hijo a entablar una
conversación.
Kare no respondió. Prefirió
tragar la saliva que se le había acumulado en la boca, seguir
callado y continuar vigilando por la ventanilla.
De pronto, el limpiaparabrisas se
activó automáticamente cuando el cristal detectó las primeras
gotas de lluvia sobre su superficie. El suave zumbido repetitivo del
mecanismo y el roce de las escobillas contra el cristal rompieron la
monotonía ambiental dentro del vehículo. Marianne suspiró,
encendió el indicador de la izquierda y esperó en el stop hasta que
tuvo vía libre para girar. La tarde era cada vez más oscura y el
asfalto humedecido empezaba a reflejar las luces de los vehículos
que circulaban en sentido opuesto por el carril de al lado. Poco
después, lo que reflejó el asfalto ya encharcado fue el color rojo
del semáforo. Marianne perdió la vista en la multitud de destellos
rojos que se formaban en el suelo delante de ella. Su mente divagó y
reflexionó sobre si estaba haciendo lo correcto. Un nuevo vistazo
por el retrovisor hizo que descubriera que Kare se había
desabrochado el cinturón de seguridad y ahora miraba hacia arriba a
través de la luna trasera. Daba la impresión de que su cuello no le
ofrecía todo el ángulo de articulación con el que quería levantar
la mirada.
―Kare, ¿qué estás haciendo?
Siéntate bien, y vuelve a ponerte el cinturón inmediatamente, ¿me
has oído? ―le ordenó su madre, girando ligeramente la cabeza,
pero sin llegar a apartar la vista de la carretera al reemprender la
marcha.
―Sí, mamá ―respondió
resignado el niño, quien acertó a abrocharse al tercer intento.
No hizo falta que Marianne le
preguntase, pues sabía qué era lo que su niño estaba mirando. De
hecho, todo el mundo miraba hacia el cielo desde el suelo desde hacía
ya más de dos meses. Y de momento nadie llegaba a comprender
exactamente qué era aquello que todos miraban pasmados. Cada cual
había elaborado su propia teoría al respecto, algunas más
descabelladas que otras. Lo único que compartían todos era la
sensación de confusión y el temor que les embargaba al contemplar
algo totalmente ajeno a este mundo, algo nuevo jamás visto antes y
algo completamente fuera de todo control o conocimiento humano.
Durante un instante, Marianne se puso en la piel de su hijo de nueve
años y se imaginó el miedo que debía de sentir al ver aquel objeto
extraño flotando muy por encima de los edificios.
―No tienes que mirarlo todo el
rato, Kare ―intentó tranquilizarlo su madre―. Es solo un globo
muy grande, muy grande, muy grande que se ha quedado ahí atascado,
en el cielo. Igual que en aquella peli que viste el otro día... La
de la casa con globos que salía volando. ¿Te acuerdas?
―”Up” ―puntualizó el
niño, levantando una mirada tan pura y azul como asustada y
compungida.
―¿Cómo?
―La películo se titula “Up”,
mamá. Y no es un globo.
―¿Qué no es un globo?
―Marianne echó otro vistazo por el retrovisor―. ¿Eso de ahí
arriba? ¡Claro que es un globo! Un globo grande y brillante.
―Pues Nagore dice que no.
“Nagore se cree muy lista”,
pensó Marianne, resentida.
―Ah, ¿no?
―No, mamá. Ella dice que es la
casa de Supermán.
―Ah, ¿sí? Bueno, pues a lo
mejor es verdad. A lo mejor Supermán vive en ese globo.
―¡Que no es un globo, mamá!
Es la casa de Supermán. Y la casa vuela. Y Supermán va con la casa
para ayudar a la gente, y va por las casas, y ayuda a la gente y
lucha con los ladrones ―Kare enumeraba contando con los dedos al
tiempo que pensaba en todas las cosas que podía hacer Supermán por
los demás.
―¡Ah! Ya lo entiendo.
¿Entonces estás mirando porque quieres ver a Supermán?
―Sí..., pero no lo he visto
todavía.
Un media sonrisa apareció
disimuladamente en la cara de Marianne. Su hijo seguía mirando de
vez en cuando por la luna trasera, esta vez sin atreverse a
desabrocharse el cinturón.
―¡Vaya! ―gritó de pronto
Marianne― ¿Has visto eso, Kare?
―¿Qué? ¿¡Qué!?
―¡Por tu ventanilla! Seguro
que pasa ahora volando. ¡Fíjate en el cielo!
El pequeño obedeció y pegó las
palmas de las manos en el cristal. Las gotas de lluvia discurrían al
otro lado y el vaho de la respiración pronto empañó el cristal.
Kare lo limpió con la palma y siguió vigilando el cielo por encima
de las azoteas.
―Ya está oscuro. ¡Y solo hay
nubes, mamá! ¿Tú lo viste? ¿Viste a Supermán?
―Sí, Kare, lo vi. ¡Lo acabo
de ver volando! Iba volando muy rápido a su casa y creo que entró
en ella. A lo mejor se va a dormir ya, porque hay que irse a la cama
prontito hoy para descansar para mañana.
―¿¡Y cómo era!? ¿Era como
en las películas?
―Pasó muy rápido, Kare. Pero
si sigues mirando, a lo mejor lo ves tú, porque puede que vuelva a
pasar por ese mismo lado.
Kare mantuvo sus ojos
esperanzados fijos en el cielo encapotado. Su madre lo vigilaba de
vez en cuando a través del espejo. Suspiró aliviada. Su hijo había
cambiado el miedo de sus ojos, por la ilusión. Ilusión por una
mentira, pero, ilusión al fin y al cabo. Kare era demasiado pequeño
como para comprender que en realidad nunca iba a ver a Supermán
surcando el cielo y aún era demasiado inocente como para sospechar
que, si las cosas iban mal, no había absolutamente nadie
sobrevolando la ciudad para ayudarlo. Aun así, en aquel preciso
momento, Kare era feliz y se sentía despreocupado. Marianne lo
envidió, y deseó que algún día ella también pudiera sentir lo
mismo de nuevo. Aunque solo fuese durante unos segundos. Aunque solo fuese por una mentira.
Marianne aminoró la marcha y
aparcó el coche. Ya había llegado a casa de su exmarido. El pequeño
Kare pasaría ese fin de semana con su padre y con Nagore.
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