jueves, 13 de febrero de 2014

San Valentín (Cielo cromado: 3)

La mirada temblorosa de Trish se iluminó con destellos de alivio cuando por fin vio aparecer a Gille. Sintió que el alma le volvía al cuerpo cuando comprobó que su amado había mantenido su promesa un año más, a pesar del toque de queda. El joven caminaba a paso rápido y echando vistazos en todas direcciones, por si alguien lo había visto salir de su escondite entre los setos del parque. Los dos llevaban sin verse desde su despedida tras las clases de ese día, pero, para ambos, la tarde que había transcurrido desde entonces se había convertido en una eternidad insoportable. La enamorada Trish, por mucho que se esforzaba en encontrar algún defecto, fue incapaz de localizar una sola pega al aspecto de su amado. El corazón se le desbocó y los labios le temblaron, tratando de acomodar las palabras que se disponía a pronunciar delante de él dentro de unos minutos.


Y además, debería hacerlo pronto, pues ya eran las nueve, y el toque de queda había quedado establecido a las ocho. Desde que había aparecido aquel objeto flotando en el cielo, no se permitía la presencia en la calle de nadie no autorizado una vez pasada esa hora.



A pesar de ello, Gille había logrado sortear las patrullas para llegar hasta el parque. Su intención era reunirse con ella, tal y como llevaban haciendo desde hacía tres años, momento en el que su idilio comenzó en ese mismo parque y en ese mismo banco al que se dirigía. La muchacha apretó entre sus manos el regalo que hacía unas horas había envuelto con todo el cariño que una chica de dieciséis años era capaz de soportar.



¡Gille! ―llamó ella, conteniendo sus ganas de gritar su nombre a los cuatro vientos―. Tenía miedo de que no vinieras al final.



Pues casi me pillan ―dijo, antes de dejarse caer en el banco y reposar la cabeza en el regazo de ella―. Había unos polis con perros por el sendero, pero al final me di prisa y atajé por los parterres.



Trish acarició la mejilla del chico tumbado.



¿Estás bien? ¿Te han visto o te han hecho algo?



Estaré bien si te gusta ―y alzó su mano para colocar justo delante de los ojos de Trish una cajita con forma de corazón―. Feliz San Valentín, Trish.



Ella apenas pudo ver bien el regalo, solo vio lágrimas empañando la imagen. Por un instante se volvió torpe y no supo si dejar a un lado el regalo que ella le iba a dar, si dárselo y abrir los dos al mismo tiempo o si abrir el que ella había recibido sin demora.



Es una caja de bombones ―se adelantó a decir Gille, ante la indecisión de ella―. Bueno..., en realidad, como no tenía mucho dinero, es un solo bombón pequeño dentro de una caja pequeña. Y además es un bombón con relleno de crema de cacahuete...



¡Déjalo ya! ―reaccionó ella, con tono juguetón.



Tranquila, ya tengo claro lo de tu alergia al cacahuete. No se volverá a repetir lo del verano pasado...



Más te vale... ―dijo ella, siguiendo la broma, mientras abría con extremo cuidado el regalo, como si el papel que lo envolvía fuese a chillar de dolor en cualquier momento. Poco después, ya contemplaba la joya del interior, reflejada en sus pupilas titilantes: dos anillos de plata coronados cada uno con un corazón horizontal.



Mira ―empezó a explicar él tras incorporarse―. Uno es para ti ―y se lo puso a ella con cuidado―, y otro, para mí ―y se lo puso en su dedo anular―. Así cuando...



De pronto, un ruido lo interrumpió. Los guardias se estaban aproximando.



Creo que vienen, Gille. Abre tu regalo y vámonos. No quiero que te pase...



Da igual Trish, mira ―e indicó hacia abajo con la barbilla.



Ambos enamorados habían cruzado sus manos sin darse cuenta y los corazones horizontales de ambos anillos formaron el símbolo del infinito sobre sus dedos.



Siempre te querré, Trish. Me da igual lo que me pase o lo que me hagan. Pueden poner uno o mil toques de quedas o pueden venir una o mil naves. Pero nadie nunca va a prohibirme decirte que te quiero, Trish. Hoy y siempre. Te quiero y te protegeré de lo que sea que vaya a pasar.



La joven agachó la cabeza, se sonrojó y miró fijamente su regalo, aún sobre las tablas del banco.



Mi regalo no es tan caro como el tuyo...



¡De eso nada! ―exclamó Gille, esbozando media sonrisa y despedazando el papel de regalo―. ¡Vaya! ¡Una caja! ¿Cómo sabías que necesitaba una?



Gille no permitió que los ladridos de los perros de las patrullas que se acercaban hicieran aflorar la creciente inquietud que empezaba a sentir. No estaba dispuesto a mostrarse débil ante ella.



¡Ábrela pronto! Déjate de bromas y date prisa, por favor ―el ceño de Trish se arqueaba sobre sus grandes ojos. Sabía que pronto llegarían los policías y su reencuentro de San Valentín llegaría a su forzoso fin. Gille obedeció, y la abrió.



¿Qué es esto? ¿Es...? ¿Es una foto de tu mochila? ¿Me has regalado una foto de tu mochila?



Fue entonces cuando Gille alzó la mirada y contempló la expresión ilusionada y esperanzada de Trish.



Hay gente que dice que el mundo está a punto de acabarse, amor mío ―confesó ella―. Y si es así, quiero pasar los días que me queden contigo. Quiero fugarme, Gille. Contigo.



Gille miró mejor alrededor y encontró la mochilla de Trish, repleta hasta reventar, apoyada detrás del banco. Los ladridos de los perros ya se oían demasiado cerca, y ya se distinguían las conversaciones de los guardias.



Ven conmigo, aquí no estamos seguros ―se apresuró a decir Gille, tomándola de la mano.



¿Adónde vamos?



Trish, escucha, mi amor, y escucha bien, ¿vale?, porque puede puede que no entiendas esto que voy a hacer. Te quiero demasiado como para dejarte cometer un error. Prometí protegerte, y no pienso quedarme cruzado de brazos mientras cometes esta locura, porque es una locura, Trish. No tenemos dinero, ni sitio donde pasar la noche, ni... ni nada. Te voy a llevar a casa, Trish, pero nuestro momento llegará. Te lo prometo. Por ahora, lo único que yo puedo hacer es llevarte adonde estarás más segura y a salvo, aunque en ese sitio no estés conmigo. Es lo mejor para ti. No te apures y confía en mí. Todo nos irá bien.



Sin pensárselo dos veces, Gille cogió de la mano a su amor infinito y salieron corriendo. Mientras huían de las patrullas bajo las mortecinas luces amarillas de las farolas, el enorme objeto plateado seguía quieto y estático sobre el cielo oscuro de la ciudad.



Esperando.

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