Al principio, solo era un simple grafiti
más garabateado sin delicadeza sobre un muro a punto de desplomarse.
Nadie le prestó la más mínima atención. “Tan solo se trata de
un ejemplo de vandalismo urbano”, pensaba la mayoría, cuando leía
aquel mensaje escrito con trazos negros anchos y chorreantes. Ninguno
se detuvo a reflexionar sobre su significado. Todos los que pasaban delante estaban demasiado
ocupados con su ajetreo diario, y con el miedo reciente e incierto
que aceleraba sus pasos por la acera. “¿Por qué?” era la
pregunta que se planteaba en aquella pared. Y no había respuesta
alguna al lado del último interrogante. Tan solo había bloques de
hormigón desnudos asomando por una superficie deteriorada por la
humedad.
A los pocos días, el mensaje se
repitió en otros puntos de la ciudad. Paredes diferentes, fachadas
nuevas, escaparates abandonados. Misma letra, misma pintura, misma
ausencia de respuesta. La memoria colectiva entró en juego e hizo
girar las ruedas del siniestro mecanismo. Los transeúntes más
atentos empezaron a establecer conexiones. “Esto lo he visto yo en
otra parte”, pensaban ahora, satisfechos de creerse lo
suficientemente inteligentes como para descubrir el patrón que se
estaba repitiendo.
El hecho de las pintadas no pasó
desapercibido para las autoridades. Semejante falta de civismo debía
ser perseguida y castigada. La policía estableció una ruta de
vigilancia desde un grafiti al siguiente, quedando fijado un
recorrido que cubría casi la totalidad del área de la ciudad. Los
coches patrulla circulaban despacio, de madrugada, iluminando con sus
focos las esquinas y callejones oscuros en busca de ese artista
ilegal que se había propuesto empeorar las ya de por sí horribles y
deprimentes paredes de la urbe. Ellos tampoco se percataron del alcance del
mensaje escrito, se limitaban solo a hacer su trabajo: buscar al delincuente. Tan solo veían
pintura manchando muros mohosos, que, al parecer, merecían más ser
defendidos que las posibles víctimas de robo o asalto de aquel
preciso momento.
Vigilaban, patrullaban, buscaban,
pero no encontraban a nadie. Sus esfuerzos resultaban tan inútiles
como los de tratar de contestar a aquella maldita pregunta. “¿Por
qué?”. Durante un tiempo, no hubo nuevas manifestaciones
artísticas del escurridizo vándalo callejero. Así, pasaron algunas
semanas, hasta que empezaron a aparecer extrañas formaciones de
piedras en los parques y en los parterres de la ciudad. Era una multitud
de piedrecitas blancas dispuestas ordenadamente sobre el césped,
trazando líneas rectas y curvas que formaban el temido mensaje,
plasmado en piedra sobre hierba y tierra. “¿Por qué?”. En
esta ocasión, era fácil hacerlo desaparecer. Bastaba con un golpe
de rastrillo del jardinero de turno. Sin embargo, el mensaje
insistente empezó a calar en la población. Y la gente empezó a
mirar más allá de las letras, más allá de la pregunta. Y comenzó
a buscar la respuesta, alzando la vista hacia el cielo y contemplando
el motivo de tanta duda e incertidumbre.
Aquella cosa enorme y plateada
seguía allí arriba, flotando sobre las cabezas de todos, levitando
sobre los rascacielos más altos. Amenazando con sus intenciones
indefinidas. Asustando con su silencio absoluto.
Los medios de comunicación se
hicieron eco de los mensajes que se estaban repitiendo por toda la
ciudad, con pintura y con piedras. De hecho, ya empezaban a aparecer
nuevas caligrafías, nuevas tonalidades, nuevos artistas
clandestinos. Pero la pregunta era la misma, el mensaje seguía
repitiéndose, la desazón empezaba a contagiarse. La enfermedad de
la incertidumbre se propagaba y el vándalo original seguía libre.
La presentadora del informativo más visto solicitó la colaboración
ciudadana para tratar de localizar al primer instigador del movimiento. Facilitó un
número de teléfono, una dirección de correo e incluso un portal
web en el que hacer la denuncia de forma anónima. Cualquier esfuerzo
era poco para atrapar al que ellos consideraban culpable. Todo el
sistema social se puso en marcha en su empeño de capturar a quien
simplemente hacía un llamamiento a la reflexión, a quien denunciaba
la extraña y desconcertante situación. Se quería linchar al
mensajero, obviando el problema real: lo que volaba ahí arriba.
“¿Por qué?”.
Multitud de denuncias, multitud
de llamadas. “Yo lo he visto haciendo un grafiti en el edificio de
enfrente...”. “Pues yo vi a un muchacho corriendo con una bolsa
de deporte llena de botes de pintura...”. La policía iba de un
lado para otro sin tener una buena pista que seguir. Sin encontrar
nada. No había culpable, ni respuesta, ni solución. Solo había un
problema enorme que todos se esforzaban en ignorar y en tapar con
otro problema mucho menos importante. “¿Por qué?”.
Para la tranquilidad de la
mayoría, pronto se encontró un indicio fiable. Sobre el asfalto
estaba escrito con tiza: “¿Por qué?”. Y al lado del último
interrogante, una flecha que señalaba en dirección este. La
patrulla que encontró el mensaje obedeció la indicación escrita y
mantuvo la ruta sugerida por la flecha de tiza. No tardaron en
encontrar otro mensaje similar, sobre la pared rugosa de una esquina.
Esta vez, la flecha les recomendaba que girasen a la izquierda. Así
lo hicieron.
Hasta siete indicaciones más
encontraron los agentes de patrulla, que llegaron a pensar que les
estaba tomando el pelo. De pronto, a la octava indicación, se les
sugería que entrasen en el edificio señalado. La novena indicación
les aconsejaba que subieran a la novena planta. La décima, que
fueran al apartamento 9C y la undécima, que entrasen en el
apartamento sin llamar, pues la puerta estaba abierta.
Los agentes informaron a la central,
pidieron refuerzos y desenfundaron las armas. Abrieron con
precaución. Sus ojos encontraron automáticamente la duodécima
indicación. La pregunta, esta vez, estaba escrita con sangre en el suelo. El agente que había
tomado la delantera recomendó a su compañero que vigilara la
entrada mientras él registraba el lugar. No hizo falta que pensara
mucho para saber hacia dónde tenía que dirigirse primero. Siguió
el rastro de sangre que conducía hacia el baño. Y allí encontró
el último mensaje. “¿Por qué?” estaba escrito de nuevo con sangre en el
espejo que reflejaba la imagen del cadáver sumergido en la bañera
en una mezcla de agua y sangre. El intenso olor a sangre revolvió
las tripas del agente, quien en su huida ni siquiera fue capaz de
esquivar el cuchillo tirado en el suelo con el que la víctima había
segado su propia vida.
Apresuradamente, el agente salió
del cuarto de baño y se dirigió directamente a la ventana abierta
del salón. Tomó una bocanada de aire y controló lentamente el
mareo que estaba haciendo que todo le diese vueltas. “¿Qué hay
ahí dentro?”, le preguntó su compañero desde la puerta. No
contestó, solo pulsó el botón de la radio y dejó que su compañero
se enterase mientras él hablaba en voz alta. “Hemos encontrado un
cuerpo. Probablemente, sea un suicidio. No sé..., puede que se trate
de nuestro hombre...”.
El agente no se percataba de lo
que estaba mirando por la ventana, solo se concentró en lo que
estaba diciendo por radio. Cuando guardó silencio fue el momento en
el que se dio cuenta de que tenía su vista clavada en el objeto
flotante sobre el paisaje de la ciudad. ¿Por qué?
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