El sobrecogedor ronquido del mar
retumbaba por las altas paredes desnudas del escarpado acantilado.
Las olas arremetían con toda su rabia contra las rocas de la costa y
las arrancaba de su reposo pétreo, para arrastrarlas luego hacia las
profundidades oscuras. La alfombra de piedras rodantes traqueteaba,
mientras la espuma del mar las engullía, entonando un canto de
chasquidos secos, una petición de auxilio para que alguien o algo
las salvase de ser hundidas y olvidadas en las fosas insondables de
la tierra. Pero nada ni nadie podía librarlas ya del incontenible
arrastre de la cólera de la marea.
Encima de la lejanía del
horizonte, un relámpago centelleó, prueba patente de la tormenta
que agitaba las aguas negras del mar abierto. Gracias a cada uno de
aquellos fogonazos eléctricos, la joven Shandla podía de ver los
picos, altos como cordilleras montañosas, que formaban las aguas
encrespadas por el violento soplido del viento huracanado. La
tormenta había desatado la furia salvaje de las aguas saladas, y
estas parecían capaces de alzarse hasta el mismo firmamento
nocturno, para arrastrar las nubes tormentosas y ahogarlas entre
sacudidas de veloces corrientes marinas. Era una auténtica guerra
sin cuartel entre el cielo y el mar, que se libraba con un oleaje que
parecía liberado de las cadenas de la gravedad que lo ataban a la
tierra y unos rayos que caían repentinos desde el cielo, como
latigazos para apaciguar a la bestia de agua rabiosa.
Shandla afianzó los pies
descalzos sobre la roca en la que estaba de pie. Lo hizo con
movimientos muy lentos y controlados, todo lo que le permitieron los
fuertes temblores que padecía a causa del frío intenso y húmedo.
El aire salado del mar agitaba su ondulada melena negra al viento y
la piel de su delgado cuerpo desnudo se erizaba con las gotas de agua
salada que el viento y las olas que rompían salpicaban contra ella.
Hizo acopio de fuerzas y trató de mantener bajo control los
temblores que sacudían sus extremidades, no deseaba perder el
equilibrio y caer sobre las contundentes y puntiagudas rocas que se
escondían bajo las agua poco profundas de la costa. Tensó el cuello
e intentó mantener la mirada clavada enfrente, al horizonte
tormentoso. Puso la mente en blanco y separó cuanto pudo los dedos
de los pies para conseguir la máxima superficie de apoyo sobre la
resbaladiza y esférica roca hundida sobre la que permanecía, en
actitud desafiante frente a la ira del mar y la furia del cielo.
Shandla tendría que aguantar allí toda la noche. Tendría que
hacerlo si quería seguir viva al amanecer. Pero no era la única.
A lo largo de toda la línea de
costa bajo el acantilado, una fila de nueve jóvenes muchachas
desnudas permanecía de pie sobre diferentes rocas. Todas ellas con
la mirada fija en las sacudidas del océano y en los ataques
eléctricos del cielo. Ahora había nueve donde antes había habido
diez. El cuerpo sin vida de la décima era estrellado por las olas
una y otra vez contra un estrecho conjunto de rocas de la base del
precipicio. Ninguna de las supervivientes miraba cómo las rocas y
las olas molían cada uno de los huesos de la chica. La noche era
oscura y sin luna. Demasiado oscura para poder ver la sangre en el
agua. La tormenta y la ronca marea eran ensordecedoras. Demasiado
estruendosas para poder escuchar los huesos partiéndose con cada
choque contra la piedra. La décima joven había caído. La décima
muchacha había muerto. Solo quedaban nueve. Solo quedaban Shandla y
ocho más.
De repente, todas ellas se dieron
cuenta de que el agua desaparecía bajo sus pies. Sintieron el
cosquilleo del nivel del agua bajando desde los tobillos hasta la
planta de los pies. Shandla inclinó ligeramente el peso del cuerpo
hacia delante para recibir el impacto de la ola que llegaría en
breve. Un destello de un nuevo relámpago permitió que sus verdes
ojos contemplaran el muro de agua que se venía encima de ellas. Los
rayos estallaban detrás de aquella traslúcida colina de agua.
Shandla miró a sus compañeras, todas habían empezado a huir
trepando por las paredes del acantilado. La oscuridad volvió y dejó
a Shandla sumida en la negrura y en sus más terroríficos
pensamientos. No estaba segura de si ella también debía emprender
la retirada. Pronto, algo pasó silbando cerca de su cabeza. Un
cuerpo delgado, fino y de madera pasó entre los rizos de su melena y
fue a clavarse en la nuca de una de las muchachas que trepaba.
Shandla escuchó el ruido del cuerpo de la joven cayendo sobre las
rocas. El castigo a la desertora sirvió de ejemplo para que las
demás comenzaran a regresar a sus piedras, pero ya era demasiado
tarde para alcanzarlas, la ola estaba justo sobre sus cabezas.
Shandla bajó de su piedra de un salto y se abrazó a ella todo lo
fuerte que pudo. Se sumergió para evitar el embate de las aguas y
tensó los músculos de los brazos para no soltarse de la piedra. El
agua la sumergió por completo y pasó rauda alrededor de su cuerpo,
empujándola para que se soltase de su agarre. Pero Shandla resistió
el embate y pronto la ola había pasado, justo a tiempo para que ella
saliese a la superficie para recuperar su posición sobre la roca.
La joven no sabía a ciencia
cierta qué les había sucedido a las demás chicas, pero su cuerpo
se estremeció cuando la cabeza de una de ellas chocó con un sonido
sordo contra la roca sobre la que Shandla estaba de pie. Las olas no
dejaron de venir una tras otra, pero el siguiente relámpago tardó
en llegar. Con su luz, Shandla descubrió que tan solo quedaba una
chica más en pie. La joven la miraba directamente a través de la
sangre que bajaba por su rostro. Sus ojos azules transmitían
cansancio y hastío. Aquella joven se había rendido. Al siguiente
destello, Shandla vio que la muchacha había desaparecido.
Shandla volvió la mirada al
frente de nuevo. La tormenta empeoraba, el viento arremetía con más
fuerza y las olas altas cada vez llegaban con más frecuencia. Había
pasado la media noche, Shandla tenía que resistir hasta el amanecer.
Sola, a oscuras, desnuda y tiritando de frío. Tenía que resistir. Y
estaba decidida a no rendirse.
El paso del tiempo se volvió
confuso para ella. Cuando Shandla quiso darse cuenta, algo le estaba
dando unos cachetes en la mejilla. Sobresaltada, abrió los ojos y
tuvo que volver a cerrarlos de nuevo. La luz del sol naciente
alzándose sobre el tranquilo horizonte del mar la encandiló y tuvo
que protegerse la mirada haciendo sombra con la mano levantada.
―Levanta, Shandla Lam ―le
dijo el chamán de la tribu, ofreciéndole la mano para ayudar a que
se levantara. El anciano se acomodó el arco a la espalda y miró con
ojos orgullosos a la joven―. Te ha elegido a ti ―añadió luego.
Justo después, le colocó una túnica de piel de lobo sobre los
hombros y la condujo hacia el poblado.
Todos los habitantes del lugar la
recibieron todos entre vítores y golpes de pies en el suelo. El
chamán saludaba a todos mientras la joven caminaba a trompicones,
con la mirada perdida bajo sus pies. El anciano la llevó hasta una
de las chozas, retiró la piel curtida que daba entrada y empujó a
la muchacha al interior. En ese instante, toda la tribu de fuera
estalló en vítores de alegría.
La choza estaba iluminada por una
hoguera en el espacio central. El humo salía al exterior por el
agujero del techo y la estancia olía a hierbas aromáticas.
Entonces, oyó unos pasos. Alguien se acercaba a ella. Cuando vio que
alguien se aproximaba, Shandla retrocedió unos pasos, pero pronto la
luz del fuego iluminó el rostro de su acompañante. Se trataba de un
joven envuelto también en pieles para atajar el frío. Estaba
empapado y de sus melena negra aún caían gotas. El muchacho
tiritaba de frío y se acercaba a Shandla con paso indeciso. Pero,
cuando se encontró con ella, le estampó un fogoso un beso en los
labios sin mediar palabra alguna. Shandla tuvo un primer impulso de
apartarlo, pero el beso encendió un fuego dentro de ella que hizo
que le encogiera el estómago y se le acelerara la respiración y el
corazón. Aquel muchacho sabía a agua de mar. Shandla colocó su
mano en el rostro de él y ambos se entregaron al placer de la
recompensa de haber sobrevivido.
La pareja había sido elegida por
el mar para amarse. Ambos habían sobrevivido para quererse. Ambos
serían presa de la pasión carnal, mucho más poderosa que la del
oleaje desbocado o de la tormenta encendida. Se dejarían llevar y,
con el tiempo, el amor daría sus frutos. Pues ambos habían sido
elegidos para concebir al descendiente de las olas. Serían los
padres del hijo del mar, del señor de las tormentas, del dios de la
tribu.
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