jueves, 12 de septiembre de 2013

Olas de tormenta

El sobrecogedor ronquido del mar retumbaba por las altas paredes desnudas del escarpado acantilado. Las olas arremetían con toda su rabia contra las rocas de la costa y las arrancaba de su reposo pétreo, para arrastrarlas luego hacia las profundidades oscuras. La alfombra de piedras rodantes traqueteaba, mientras la espuma del mar las engullía, entonando un canto de chasquidos secos, una petición de auxilio para que alguien o algo las salvase de ser hundidas y olvidadas en las fosas insondables de la tierra. Pero nada ni nadie podía librarlas ya del incontenible arrastre de la cólera de la marea.

Encima de la lejanía del horizonte, un relámpago centelleó, prueba patente de la tormenta que agitaba las aguas negras del mar abierto. Gracias a cada uno de aquellos fogonazos eléctricos, la joven Shandla podía de ver los picos, altos como cordilleras montañosas, que formaban las aguas encrespadas por el violento soplido del viento huracanado. La tormenta había desatado la furia salvaje de las aguas saladas, y estas parecían capaces de alzarse hasta el mismo firmamento nocturno, para arrastrar las nubes tormentosas y ahogarlas entre sacudidas de veloces corrientes marinas. Era una auténtica guerra sin cuartel entre el cielo y el mar, que se libraba con un oleaje que parecía liberado de las cadenas de la gravedad que lo ataban a la tierra y unos rayos que caían repentinos desde el cielo, como latigazos para apaciguar a la bestia de agua rabiosa.



Shandla afianzó los pies descalzos sobre la roca en la que estaba de pie. Lo hizo con movimientos muy lentos y controlados, todo lo que le permitieron los fuertes temblores que padecía a causa del frío intenso y húmedo. El aire salado del mar agitaba su ondulada melena negra al viento y la piel de su delgado cuerpo desnudo se erizaba con las gotas de agua salada que el viento y las olas que rompían salpicaban contra ella. Hizo acopio de fuerzas y trató de mantener bajo control los temblores que sacudían sus extremidades, no deseaba perder el equilibrio y caer sobre las contundentes y puntiagudas rocas que se escondían bajo las agua poco profundas de la costa. Tensó el cuello e intentó mantener la mirada clavada enfrente, al horizonte tormentoso. Puso la mente en blanco y separó cuanto pudo los dedos de los pies para conseguir la máxima superficie de apoyo sobre la resbaladiza y esférica roca hundida sobre la que permanecía, en actitud desafiante frente a la ira del mar y la furia del cielo. Shandla tendría que aguantar allí toda la noche. Tendría que hacerlo si quería seguir viva al amanecer. Pero no era la única.



A lo largo de toda la línea de costa bajo el acantilado, una fila de nueve jóvenes muchachas desnudas permanecía de pie sobre diferentes rocas. Todas ellas con la mirada fija en las sacudidas del océano y en los ataques eléctricos del cielo. Ahora había nueve donde antes había habido diez. El cuerpo sin vida de la décima era estrellado por las olas una y otra vez contra un estrecho conjunto de rocas de la base del precipicio. Ninguna de las supervivientes miraba cómo las rocas y las olas molían cada uno de los huesos de la chica. La noche era oscura y sin luna. Demasiado oscura para poder ver la sangre en el agua. La tormenta y la ronca marea eran ensordecedoras. Demasiado estruendosas para poder escuchar los huesos partiéndose con cada choque contra la piedra. La décima joven había caído. La décima muchacha había muerto. Solo quedaban nueve. Solo quedaban Shandla y ocho más.



De repente, todas ellas se dieron cuenta de que el agua desaparecía bajo sus pies. Sintieron el cosquilleo del nivel del agua bajando desde los tobillos hasta la planta de los pies. Shandla inclinó ligeramente el peso del cuerpo hacia delante para recibir el impacto de la ola que llegaría en breve. Un destello de un nuevo relámpago permitió que sus verdes ojos contemplaran el muro de agua que se venía encima de ellas. Los rayos estallaban detrás de aquella traslúcida colina de agua. Shandla miró a sus compañeras, todas habían empezado a huir trepando por las paredes del acantilado. La oscuridad volvió y dejó a Shandla sumida en la negrura y en sus más terroríficos pensamientos. No estaba segura de si ella también debía emprender la retirada. Pronto, algo pasó silbando cerca de su cabeza. Un cuerpo delgado, fino y de madera pasó entre los rizos de su melena y fue a clavarse en la nuca de una de las muchachas que trepaba. Shandla escuchó el ruido del cuerpo de la joven cayendo sobre las rocas. El castigo a la desertora sirvió de ejemplo para que las demás comenzaran a regresar a sus piedras, pero ya era demasiado tarde para alcanzarlas, la ola estaba justo sobre sus cabezas. Shandla bajó de su piedra de un salto y se abrazó a ella todo lo fuerte que pudo. Se sumergió para evitar el embate de las aguas y tensó los músculos de los brazos para no soltarse de la piedra. El agua la sumergió por completo y pasó rauda alrededor de su cuerpo, empujándola para que se soltase de su agarre. Pero Shandla resistió el embate y pronto la ola había pasado, justo a tiempo para que ella saliese a la superficie para recuperar su posición sobre la roca.



La joven no sabía a ciencia cierta qué les había sucedido a las demás chicas, pero su cuerpo se estremeció cuando la cabeza de una de ellas chocó con un sonido sordo contra la roca sobre la que Shandla estaba de pie. Las olas no dejaron de venir una tras otra, pero el siguiente relámpago tardó en llegar. Con su luz, Shandla descubrió que tan solo quedaba una chica más en pie. La joven la miraba directamente a través de la sangre que bajaba por su rostro. Sus ojos azules transmitían cansancio y hastío. Aquella joven se había rendido. Al siguiente destello, Shandla vio que la muchacha había desaparecido.



Shandla volvió la mirada al frente de nuevo. La tormenta empeoraba, el viento arremetía con más fuerza y las olas altas cada vez llegaban con más frecuencia. Había pasado la media noche, Shandla tenía que resistir hasta el amanecer. Sola, a oscuras, desnuda y tiritando de frío. Tenía que resistir. Y estaba decidida a no rendirse.



El paso del tiempo se volvió confuso para ella. Cuando Shandla quiso darse cuenta, algo le estaba dando unos cachetes en la mejilla. Sobresaltada, abrió los ojos y tuvo que volver a cerrarlos de nuevo. La luz del sol naciente alzándose sobre el tranquilo horizonte del mar la encandiló y tuvo que protegerse la mirada haciendo sombra con la mano levantada.



Levanta, Shandla Lam ―le dijo el chamán de la tribu, ofreciéndole la mano para ayudar a que se levantara. El anciano se acomodó el arco a la espalda y miró con ojos orgullosos a la joven―. Te ha elegido a ti ―añadió luego. Justo después, le colocó una túnica de piel de lobo sobre los hombros y la condujo hacia el poblado.



Todos los habitantes del lugar la recibieron todos entre vítores y golpes de pies en el suelo. El chamán saludaba a todos mientras la joven caminaba a trompicones, con la mirada perdida bajo sus pies. El anciano la llevó hasta una de las chozas, retiró la piel curtida que daba entrada y empujó a la muchacha al interior. En ese instante, toda la tribu de fuera estalló en vítores de alegría.



La choza estaba iluminada por una hoguera en el espacio central. El humo salía al exterior por el agujero del techo y la estancia olía a hierbas aromáticas. Entonces, oyó unos pasos. Alguien se acercaba a ella. Cuando vio que alguien se aproximaba, Shandla retrocedió unos pasos, pero pronto la luz del fuego iluminó el rostro de su acompañante. Se trataba de un joven envuelto también en pieles para atajar el frío. Estaba empapado y de sus melena negra aún caían gotas. El muchacho tiritaba de frío y se acercaba a Shandla con paso indeciso. Pero, cuando se encontró con ella, le estampó un fogoso un beso en los labios sin mediar palabra alguna. Shandla tuvo un primer impulso de apartarlo, pero el beso encendió un fuego dentro de ella que hizo que le encogiera el estómago y se le acelerara la respiración y el corazón. Aquel muchacho sabía a agua de mar. Shandla colocó su mano en el rostro de él y ambos se entregaron al placer de la recompensa de haber sobrevivido.



La pareja había sido elegida por el mar para amarse. Ambos habían sobrevivido para quererse. Ambos serían presa de la pasión carnal, mucho más poderosa que la del oleaje desbocado o de la tormenta encendida. Se dejarían llevar y, con el tiempo, el amor daría sus frutos. Pues ambos habían sido elegidos para concebir al descendiente de las olas. Serían los padres del hijo del mar, del señor de las tormentas, del dios de la tribu.

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