―¿Quiere patatas fritas con la
hamburguesa?
La joven del establecimiento de
comida rápida se quedó mirando a Elías con gesto interrogativo. El
silencio estaba durando más de lo esperado.
―Señor..., que si quiere
patatas fritas con su hamburguesa ―repitió la joven rellenita.
―S.. sí ―tartamudeó Elías
finalmente.
La muchacha disimuló un gesto de
disgusto y obedeció sirviendo una ración de patatas que se
desparramó encima de la bandeja de plástico. El aceite empezó a
empapar el papel de la bandeja, que mostraba el dibujo de un payaso
sonriente que daba brincos sobre un columpio. El papel empezó a
arrugarse en la parte del rostro del payaso, hasta torcer su sonrisa
en una mueca escalofriante. Elías retuvo esa imagen en su mente
mientras el mundo a su alrededor desaparecía. Apenas podía escuchar
que la chica le repetía una otra vez el precio de la comida, para
que pagara y se apartara de la fila.
De pronto, Elías abandonó su
ensoñación y se quedó ensimismado contemplando el rostro cubierto
de granos de aquella chica, que movía los labios sin que él pudiera
escuchar lo que decía. “¿Es que a nadie más le llama la
atención?”, se preguntó para sí mismo. Él miraba fijamente los
ojos de la joven, vacíos, sin pupila. Eran completamente blancos y
estaban recubiertos de líneas venosas azules. “¿Qué le ha pasado
a esta pobre muchacha? ¿Acaso es ciega...? Pero si me mira
directamente y me ha servido la comida...”, pensaba Elías, sin
llegar a reaccionar ni a comprender por qué aquella chica tenía los
ojos sin vida.
―Señor, por favor, pague y
apártese, por favor. Está formando una cola detrás de usted.
La chica parecía totalmente
ajena al terrible estado de sus ojos, de modo que Elías prefirió
callar y obedecer. Tras pagar, cogió la bandeja con pulso tembloroso
y sorteó la aglomeración de personas hasta llegar a una mesa vacía.
Todos a su alrededor lo estaban
mirando con los mismos ojos blancos y siniestros. Elías se sintió
tan incómodo al sentir todas aquellas miradas muertas encima de él
que dejó la bandeja de su almuerzo sobre la mesa y abandonó el
establecimiento. Pensó que seguramente estaba viendo cosas extrañas
por haber dormido tan poco y tan mal la noche anterior, y necesitaba
tomar un poco de aire fresco para despejar la cabeza.
Cuando salió a la calle, suspiró
profundamente, cerró los ojos y levantó la cabeza hasta encarar
directamente el azul insondable del cielo infinito. Cuando se sintió
algo más calmado, abrió los ojos y bajó la mirada lentamente. Su
estómago estaba encogido, pues temía que todavía pudiese ver a
alguien con la mirada vacía. Sin embargo, lo que vio fue mucho peor.
Las fachadas de los edificios
estaban derruidas, y podía ver fuego a través de algunas ventanas
rotas. El humo se elevaba en columnas vertiginosas que marcaban los
puntos incendiarios. Elías no pudo evitar retroceder unos pasos a
causa de la fuerte impresión. Sin querer, se tropezó con alguien.
―Tío, mira por dónde vas
―dijo aquel hombre a Elías.
Pero Elías ni siquiera pudo
disculparse, tan solo fue capaz de quedarse balbuceando cuando vio
que la cara de aquel hombre estaba quemada y despellejada.
―Jodido friki ―le insultó el
hombre mientras se marchaba, con las palabras saliendo de su boca
llena de dientes y sin labios.
Elías se llevó las manos a la
cara y decidió regresar al único lugar seguro que le brindaría un
poco de seguridad y estabilidad mental. Sin pensárselo dos veces, se
encaminó hacia su piso y clavó la mirada en los adoquines de la
acera. Pero hasta el suelo que pisaba tenía un aspecto aterrador.
Había grietas por todas partes, manchas de sangre y restos de
personas sembrados por doquier. Las pocas veces que Elías se atrevió
a levantar la mirada, vio a gente destrozada, desnuda o recubierta
del polvo de los escombros, pero todas ellas actuaban con normalidad,
llevando sus bolsas de la compra, hablando por sus smartphones y
discutiendo sobre lo malos que son los políticos.
Elías ansiaba que que todas
aquellas terribles visiones desaparecieran una vez que se tumbara un
rato en la cama. Dentro de sí mismo, notaba cómo su cordura
empezaba a deshilacharse cada vez más.
Cuando giró la llave y abrió la
puerta, la cerró y se apoyó en ella con la espalda. Suspiró
aliviado y se encaminó hacia su dormitorio, aunque le sorprendió
ver tierra sobre la alfombra. Justo entonces, levantó la mirada y
contempló el cielo gris que se veía a través del boquete que
había en el techo. En torno a él, todo estaba destrozado y apenas
quedaban paredes en pie. Los muebles estaban calcinados y casi no
quedaba nada del muro que daba a la calle. Elías se acercó al borde
del muro destrozado y contempló la ciudad a sus pies, en llamas y
humeante. Sobrecogido, fue corriendo hacia su cuarto. Y allí se
encontró a sí mismo durmiendo ya sobre el colchón agujereado y
sucio, abrazado a un palo de madera como único medio de defensa y
con algunas botellas de agua y provisiones bajo la cama.
Elías cayó de rodillas y se
llevó las manos a la boca. Deseó con todas sus fuerzas que aquellas
visiones nunca se hiciesen realidad.
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