jueves, 26 de septiembre de 2013

Andares

Pórtate bien, Sebas ―le recomendó el agente de policía Hodghe―. Intenta por una vez en tu vida aguantar un día entero sin meterte en un lío, ¿quieres?

Aquel muchacho con quien hablaba el agente vestía ropa sucia y olía a tasca. Se llamaba Sebas Delsol, y dio un sonoro chupetón a su chupa-chups de fresa para luego bajar el puente de las gafas de sol sobre la nariz y responder al agente.



No se preocupe, señor policía ―le contestó, con tono burlón―. Esta noche no tengo reserva en el calabozo, así que dé recuerdos de mi parte a las liendres del colchón.



El agente Hodghe se acercó más a Sebas y sinceró el tono de su voz para apelar a su sentido común.



Por lo menos ten la decencia de pensar en tu madre, Sebas. No le des más disgustos a la pobre mujer. No se lo merece.



No hay problema, señor policía. Fíjese, hasta he dejado de fumar ―el sonido del nuevo chupetón estalló justo delante de las narices del policía.



De verdad que espero no tener que esposarte hoy otra vez, Sebas. Tú sabrás lo que haces.



Sebas esbozó una mueca de disgusto. Era un conocido carterista de la zona centro, y ya estaba harto de la vigilancia continua de la policía. A aquellas alturas de la conversación, ya estaba preparado para poner fin a la charla paternalista del agente, de modo que saludó al estilo militar, guiñó un ojo, se subió las gafas y miró hacia otro lado. El agente Hodghe torció los labios en un gesto de decepción y siguió caminando para reunirse con su compañero de patrulla, que lo esperaba de pie un poco más adelante en la avenida.



Observó cómo el agente de la ley se alejaba con paso lento y seguro. Se acomodó en el banco y suspiró profundamente, aliviado ahora tras haberse librado de los dos policías. Por fin podía continuar con lo que estaba haciendo. Sin la menor prisa, abrió los brazos de par en par y los colocó sobre el respaldo del banco. Estaba cómodo, se sentía relajado, y creyó que había llegado el momento de elegir, así que empezó a mirar a la gente que iba de un lado para otro delante de él.



Aquella no era la primera vez que lo hacía. Con el paso de los años, había aprendido que una buena manera de encontrar a la víctima perfecta consistía en fijarse en la manera de caminar. Los andares de cada persona resultaban ser una señal tremendamente fiable para descubrir si alguien era dócil o rebelde, si alguien era inofensivo o agresivo..., si alguien era una presa o no.



La primera que pasó delante de él era una chica universitaria, agarrada a su carpeta repleta de folios mientras hablaba en voz alta por el teléfono móvil. No parecía importarle que cualquiera del lugar pudiera escuchar lo que decía por el aparato. La chica andaba con paso lento y estaba lo suficientemente concentrada en su conversación como para que Sebas considerase acercarse por la espalda sin que se diese cuenta y quitarle el teléfono de un tirón. Se cambió el chupa-chups de un carrillo a otro y descartó la idea inmediatamente. Sebas era un ladrón, pero se regía por un código: nada de robar a mujeres ni a ancianos. Le gustaba pensar que, si actuaba de esa manera, su madre se enfadaría menos con él si llegaba a enterase de que se dedicaba a robar.



Al lado de la universitaria, pasó un grupo de tres jóvenes uniformados con unos pantalones azules llenos de bolsillos. Daban la impresión de ser un grupo de técnicos de una compañía telefónica. Uno de ellos se giró sin ningún disimulo para mirarle el trasero a la chica del móvil, y luego compartió unas risas desvergonzadas con sus otros dos amigos. Pasaron justo delante de Sebas, quien ni siquiera se planteó intentarlo con ellos. Todo caminaban con paso rápido y seguro, y todos ellos compartían la sensación de seguridad que da ir en grupo. Además, parecían fornidos, lo cual resultaba contraproducente si Sebas quería lograr un robo sin altercados y sin violencia.



Pasaron unos segundos y por allí apareció un empresario de traje y corbata que no dejaba de mirar su reluciente reloj de pulsera mientras esperaba a que el semáforo de peatones se pusiera en verde. Sebas esperó un poco para poder ver cómo caminaba. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que caminaba con la mirada clavada en el frente y con el ceño fruncido. Daba la impresión de estar enfadado, y Sebas prefirió no acercarse a él. No quería darle ninguna oportunidad a aquel ejecutivo para que se hiciera el héroe y desahogara toda la frustración e ira de su amargada vida... Aunque el reloj que no había dejado de mirar hacía unos segundos seguro que tenía un precio en la calle con más de un cero.



Sebas empezó a impacientarse y tiró el chupa-chups al suelo para dejar que el reguero de hormigas que salía de un parterre se diese un festín de azúcar. Cuando Sebas echó un nuevo vistazo, lo primero que vio fue un bigote, luego, unas gafas de gruesos cristales y, a continuación, una calva que aquel pobre hombre trataba de disimular peinándose de lado una cortinilla churretosa de pelo escaso. Llevaba una mochila al hombro y caminaba con la vista clavada en el suelo, como si hubiese algún tipo de hechizo que le impidiese levantar la mirada. Justo antes de pasar por delante de Sebas, lo miró de reojo fugazmente, lo justo para ver a Sebas sentado. Este le devolvió la mirada y aquel hombre asustadizo volvió la vista al suelo inmediatamente. Aquello era muy buena señal para Sebas. Si aquel triste hombrecillo no era capaz de aguantar la mirada, difícilmente sería capaz de ofrecer resistencia si se daba cuenta de que le estaba robando.



Por fin, la elección había sido realizada, y el candidato era perfecto. Sebas contó los pasos que daba alejándose de él. Uno. Dos. Tres. Hasta llegar a diez pasos. Entonces se levantó y empezó a seguir al hombrecillo hasta que se presentara la ocasión de acercarse disimuladamente a él para darle un tirón de la mochila o para chocarse contra él para birlarle la abultada cartera del bolsillo trasero del pantalón.



Doblaron la esquina y caminaron dos manzanas hasta que el hombrecillo se dio cuenta de que los cordones de su zapatilla se habían desatado. De buenas a primeras, se detuvo y se agachó para atárselos. Sebas vio cómo la cartera del tipo asomaba por detrás, rebosando de manera casi incontenible por encima de la estrechez del bolsillo trasero. Aquel era el momento que había estado esperando. Aceleró el paso y se dirigió directamente hacia su víctima para chocarse y llevar rápidamente la mano hacia la cartera. Pero justo cuando estaba encima del hombrecillo, este había terminado de atarse y se había dado media vuelta para mirar cara a cara a la persona que se había acercado a él.



Durante un segundo, ninguno de los dos dijo nada, pero, tras ese primer instante de desconcierto, Sebas reaccionó y cogió al hombrecillo por el hombro para empujarlo al callejón que tenían al lado.



¡Ey! ¡Qué haces! ―protestó el hombrecillo―. ¡Déjame!



¡Cállate, enano! ―le ordenó Sebas, que se llevó la mano al bolsillo delantero de la sudadera y empujó el índice contra la tela para fingir que llevaba una pistola―. Dame la cartera y la mochila, bigotes.



Tranquilo. No... no tengo nada de valor.



El hombrecillo reculaba adentrándose más y más en el callejón. Sebas lo seguía sin percatarse de que se estaba alejando de la salida a la calle principal.



¡Venga ya, enano! ¡La cartera y la mochila o te reviento la puta cabeza de un tiro, cabronazo!



Entonces el hombrecillo miró directamente a los ojos de su atracador. Sebas no entendió cómo de repente había desaparecido todo rastro de miedo en la mirada de su víctima. Estaba tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de que este se había llevado las manos atrás y había sacado un martillo que llevaba oculto en el pantalón.



El golpe fue veloz y contundente en la sien de Sebas, que lo último que sintió fue el hueso de su cráneo partiéndose, astillándose y clavándose en la tierna piel. Para cuando cayó al suelo, Sebas ya estaba muerto, aunque su cuerpo seguía convulsionándose sobre un charco. El hombrecillo se apresuró a esconder el cuerpo tras unos cubos de basura.



El asesino de Sebas se llamaba Ronan Bohl, y con los meses había aprendido que la mejor manera de atraer a sus víctimas consistía en parecer completamente indefenso.

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