―Pórtate bien, Sebas ―le
recomendó el agente de policía Hodghe―. Intenta por una vez en tu
vida aguantar un día entero sin meterte en un lío, ¿quieres?
Aquel muchacho con quien hablaba
el agente vestía ropa sucia y olía a tasca. Se llamaba Sebas
Delsol, y dio un sonoro chupetón a su chupa-chups de fresa para
luego bajar el puente de las gafas de sol sobre la nariz y responder
al agente.
―No se preocupe, señor policía
―le contestó, con tono burlón―. Esta noche no tengo reserva en
el calabozo, así que dé recuerdos de mi parte a las liendres del
colchón.
El agente Hodghe se acercó más
a Sebas y sinceró el tono de su voz para apelar a su sentido común.
―Por lo menos ten la decencia
de pensar en tu madre, Sebas. No le des más disgustos a la pobre
mujer. No se lo merece.
―No hay problema, señor
policía. Fíjese, hasta he dejado de fumar ―el sonido del nuevo
chupetón estalló justo delante de las narices del policía.
―De verdad que espero no tener
que esposarte hoy otra vez, Sebas. Tú sabrás lo que haces.
Sebas esbozó una mueca de
disgusto. Era un conocido carterista de la zona centro, y ya estaba
harto de la vigilancia continua de la policía. A aquellas alturas de
la conversación, ya estaba preparado para poner fin a la charla
paternalista del agente, de modo que saludó al estilo militar, guiñó
un ojo, se subió las gafas y miró hacia otro lado. El agente Hodghe
torció los labios en un gesto de decepción y siguió caminando para
reunirse con su compañero de patrulla, que lo esperaba de pie un
poco más adelante en la avenida.
Observó cómo el agente de la
ley se alejaba con paso lento y seguro. Se acomodó en el banco y
suspiró profundamente, aliviado ahora tras haberse librado de los
dos policías. Por fin podía continuar con lo que estaba haciendo.
Sin la menor prisa, abrió los brazos de par en par y los colocó
sobre el respaldo del banco. Estaba cómodo, se sentía relajado, y
creyó que había llegado el momento de elegir, así que empezó a
mirar a la gente que iba de un lado para otro delante de él.
Aquella no era la primera vez que
lo hacía. Con el paso de los años, había aprendido que una buena
manera de encontrar a la víctima perfecta consistía en fijarse en
la manera de caminar. Los andares de cada persona resultaban ser una
señal tremendamente fiable para descubrir si alguien era dócil o
rebelde, si alguien era inofensivo o agresivo..., si alguien era una
presa o no.
La primera que pasó delante de
él era una chica universitaria, agarrada a su carpeta repleta de
folios mientras hablaba en voz alta por el teléfono móvil. No
parecía importarle que cualquiera del lugar pudiera escuchar lo que
decía por el aparato. La chica andaba con paso lento y estaba lo
suficientemente concentrada en su conversación como para que Sebas
considerase acercarse por la espalda sin que se diese cuenta y
quitarle el teléfono de un tirón. Se cambió el chupa-chups de un
carrillo a otro y descartó la idea inmediatamente. Sebas era un
ladrón, pero se regía por un código: nada de robar a mujeres ni a
ancianos. Le gustaba pensar que, si actuaba de esa manera, su madre
se enfadaría menos con él si llegaba a enterase de que se dedicaba
a robar.
Al lado de la universitaria, pasó
un grupo de tres jóvenes uniformados con unos pantalones azules
llenos de bolsillos. Daban la impresión de ser un grupo de técnicos
de una compañía telefónica. Uno de ellos se giró sin ningún
disimulo para mirarle el trasero a la chica del móvil, y luego
compartió unas risas desvergonzadas con sus otros dos amigos.
Pasaron justo delante de Sebas, quien ni siquiera se planteó
intentarlo con ellos. Todo caminaban con paso rápido y seguro, y
todos ellos compartían la sensación de seguridad que da ir en
grupo. Además, parecían fornidos, lo cual resultaba
contraproducente si Sebas quería lograr un robo sin altercados y sin
violencia.
Pasaron unos segundos y por allí
apareció un empresario de traje y corbata que no dejaba de mirar su
reluciente reloj de pulsera mientras esperaba a que el semáforo de
peatones se pusiera en verde. Sebas esperó un poco para poder ver
cómo caminaba. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que caminaba con la
mirada clavada en el frente y con el ceño fruncido. Daba la
impresión de estar enfadado, y Sebas prefirió no acercarse a él.
No quería darle ninguna oportunidad a aquel ejecutivo para que se
hiciera el héroe y desahogara toda la frustración e ira de su
amargada vida... Aunque el reloj que no había dejado de mirar hacía
unos segundos seguro que tenía un precio en la calle con más de un
cero.
Sebas empezó a impacientarse y
tiró el chupa-chups al suelo para dejar que el reguero de hormigas
que salía de un parterre se diese un festín de azúcar. Cuando
Sebas echó un nuevo vistazo, lo primero que vio fue un bigote,
luego, unas gafas de gruesos cristales y, a continuación, una calva
que aquel pobre hombre trataba de disimular peinándose de lado una
cortinilla churretosa de pelo escaso. Llevaba una mochila al hombro y
caminaba con la vista clavada en el suelo, como si hubiese algún
tipo de hechizo que le impidiese levantar la mirada. Justo antes de
pasar por delante de Sebas, lo miró de reojo fugazmente, lo justo
para ver a Sebas sentado. Este le devolvió la mirada y aquel hombre
asustadizo volvió la vista al suelo inmediatamente. Aquello era muy
buena señal para Sebas. Si aquel triste hombrecillo no era capaz de
aguantar la mirada, difícilmente sería capaz de ofrecer resistencia
si se daba cuenta de que le estaba robando.
Por fin, la elección había sido
realizada, y el candidato era perfecto. Sebas contó los pasos que
daba alejándose de él. Uno. Dos. Tres. Hasta llegar a diez pasos.
Entonces se levantó y empezó a seguir al hombrecillo hasta que se
presentara la ocasión de acercarse disimuladamente a él para darle
un tirón de la mochila o para chocarse contra él para birlarle la
abultada cartera del bolsillo trasero del pantalón.
Doblaron la esquina y caminaron
dos manzanas hasta que el hombrecillo se dio cuenta de que los
cordones de su zapatilla se habían desatado. De buenas a primeras,
se detuvo y se agachó para atárselos. Sebas vio cómo la cartera
del tipo asomaba por detrás, rebosando de manera casi incontenible
por encima de la estrechez del bolsillo trasero. Aquel era el momento
que había estado esperando. Aceleró el paso y se dirigió
directamente hacia su víctima para chocarse y llevar rápidamente la
mano hacia la cartera. Pero justo cuando estaba encima del
hombrecillo, este había terminado de atarse y se había dado media
vuelta para mirar cara a cara a la persona que se había acercado a
él.
Durante un segundo, ninguno de
los dos dijo nada, pero, tras ese primer instante de desconcierto,
Sebas reaccionó y cogió al hombrecillo por el hombro para empujarlo
al callejón que tenían al lado.
―¡Ey! ¡Qué haces! ―protestó
el hombrecillo―. ¡Déjame!
―¡Cállate, enano! ―le
ordenó Sebas, que se llevó la mano al bolsillo delantero de la
sudadera y empujó el índice contra la tela para fingir que llevaba
una pistola―. Dame la cartera y la mochila, bigotes.
―Tranquilo. No... no tengo nada
de valor.
El hombrecillo reculaba
adentrándose más y más en el callejón. Sebas lo seguía sin
percatarse de que se estaba alejando de la salida a la calle
principal.
―¡Venga ya, enano! ¡La
cartera y la mochila o te reviento la puta cabeza de un tiro,
cabronazo!
Entonces el hombrecillo miró
directamente a los ojos de su atracador. Sebas no entendió cómo de
repente había desaparecido todo rastro de miedo en la mirada de su
víctima. Estaba tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de que
este se había llevado las manos atrás y había sacado un martillo
que llevaba oculto en el pantalón.
El golpe fue veloz y contundente
en la sien de Sebas, que lo último que sintió fue el hueso de su
cráneo partiéndose, astillándose y clavándose en la tierna piel.
Para cuando cayó al suelo, Sebas ya estaba muerto, aunque su cuerpo
seguía convulsionándose sobre un charco. El hombrecillo se apresuró
a esconder el cuerpo tras unos cubos de basura.
El asesino de Sebas se llamaba
Ronan Bohl, y con los meses había aprendido que la mejor manera de
atraer a sus víctimas consistía en parecer completamente indefenso.
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