Otra fría y gris
mañana de una vida que no conduce a ninguna parte. Desde el espejo,
el reflejo de su soledad le devolvía su triste mirada. Con gesto
confuso y cansado, se contempló un largo rato mientras en su mente
se repetía las mismas preguntas de todos los días: ¿qué me ha
pasado?, ¿por qué ya todo me da igual?, ¿dónde está la ilusión
que me falta?, ¿dónde está la persona que encienda mis ánimos?...
¿Dónde está ella?
Como todos los días,
esas preguntas quedaban siempre sin respuestas. Tan solo dejaban tras
de sí el eco de su incógnita. Y él se quedaba allí de pie, solo y
desconsolado delante del espejo de su habitación. Con todo el pesar
dentro de sí, movió la cabeza con apatía al tiempo que suspiraba
profundamente. Perdió la mirada en el vacío del frío espejo y miró
más allá de su propio reflejo, intentando observar la esencia misma
de su ser. Sin apenas parpadear, dejó que su mente vagara a su
antojo. Y en ese momento, su trastornada imaginación lo llevó de
viaje. Su mente, caprichosa y retorcida, le mostró el futuro de su
vida sin sentido. Un futuro hueco y resquebrajado, un porvenir seco e
inerte… Su imaginación le mostró la soledad absoluta a la que se
dirigía sin remedio. Su mente le brindaba más dolor que consuelo.
Parpadeó para
volver en sí y alejarse de aquella horrorosa visión de su yo
futuro. Pero pronto se desengañó y se dio cuenta de que la visión
de aquel oscuro mañana tan solo era la prolongación de su sombra
presente. Aquel horror imaginario no era nada nuevo, pues ya hacía
tiempo que la soledad había anidado en su corazón. De hecho, al
intentar recordar la última persona con la que había hablado, tan
solo logró recuperar añicos de recuerdos sobre frías mañanas en
la cama, noches lúgubres y solitarias, llantos en el baño…
“Me faltas tú, y
por eso me falto yo”, decía en voz baja sin saber nunca a quién
iban dirigidas esas palabras. Jamás conoció el amor. Jamás amó a
nadie. Y ésa era la herida que portaba en su interior. Aun así,
estaba seguro de que el vacío de su corazón desvalido tan solo
podía ser cubierto por una única persona. Una persona capaz de
borrar de un plumazo hasta el más mínimo ápice de dolor y soledad
de su vida. Pero esta persona parecía rehuir de su encuentro de un
modo casi enfermizo. Ya incluso había empezado a pensar que esa
persona no solo no aparecía jamás, sino que ésta no deseaba ser
encontrada. “Al fin y al cabo, ¿quién va a querer cargar con mis
problemas aparte de mí?”, pensaba a veces. Y quizás, movido por
la desesperación de la búsqueda sin resultados, había optado por
resguardarse de la mirada crítica de los demás y refugiarse en su
rincón oscuro hasta el fin de sus días.
Pero ese fin parecía
no llegar nunca. Únicamente llegaban días interminables que solo
conseguían sumirlo cada vez más en su locura. Mientras el tiempo
pasaba despacio, su cordura se desvanecía deprisa. Su rutina se
limitaba a vagar por su apartamento, sin comer ni apenas dormir…
dedicándose tan solo a llorar la ausencia de una persona que jamás
había conocido. Solamente era capaz de contener el llanto cuando se
colocaba delante del espejo, momento en el cual, durante un leve
instante, lograba ganar algo de control sobre sus emociones.
Pero para su
sorpresa, aquel día la promesa de alivio no provendría del espejo,
sino de la ventana. Con los ojos aún llorosos del llanto de la noche
anterior, miró cómo se mecía suavemente la polvorienta cortina. El
aire frío y húmedo de aquella mañana de invierno entraba sin pedir
permiso y acariciaba su cuerpo. Poco a poco, como bajo un
encantamiento, movió las piernas como si fuese una marioneta del
destino, y se fue acercando con pasos tambaleantes hasta la ventana.
Cuando llegó hasta ella, se apoyó en el alféizar y bajó la mirada
para que sus ojos recorrieran los siete pisos de altura que lo
separaban del suelo. El viento fue a saludarlo y sopló para moverle
el pelo.
De repente, la
macabra idea llegó en forma de lágrima. Pues una gota acuosa de
dolor cayó desde su mejilla y se separó del pesar que la había
creado. La lágrima, cristalina y titilante, cayó libre al vacío;
no sin antes pararse un breve instante en el tiempo como en un gesto
de despedida. Y comenzó luego su caída a través del helado aire de
la mañana. El viento sopló de nuevo.
Pensativo, siguió
la caída de su lágrima con la mirada para luego seguirla con su
cuerpo. El viento volvió a soplar mientras él se abría paso ahora
desde las alturas. En la caída, vio su propia lágrima huyendo
delante de él hasta que la perdió de vista. Entonces ya tan solo
podía fijarse en el contundente suelo que se acercaba sin remedio a
su encuentro. Parpadeó repetidas veces para evitar el viento en sus
ojos, pero ello no le impidió ver que, desde el suelo, su sombra le
esperaba con los brazos abiertos. Por fin alguien quería darle un
abrazo.
Y, sin dudarlo,
abrió los brazos de par en par para fundirse en un abrazo con su
propia sombra. Un abrazo duro y mortal, que terminó con su solitaria
existencia y le privó del hermoso regalo de la vida. Ya en el suelo,
destrozado, la lágrima cayó sobre él.
No muy lejos de
allí, una chica desconocida lloraba desconsolada sobre su cama, sin
saber por qué. Tan solo sabía que hoy había perdido a alguien
importante. Alguien que no conocía, pero que le habría dado sentido
a su mundo… Alguien que estaba destinada a conocer, pero que ahora
jamás conocería.
Triste, la chica
miró por la ventana… Estaba lloviendo.
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