“Otra vez esos ojos... esos dichosos ojos verdes mirándome
fijamente”. A tientas, palpó la pared de su derecha hasta que
consiguió darle al interruptor para encender la luz de su
habitación. Allí dentro estaba la pequeña una noche más, sentada
al borde del colchón y con sus refulgentes ojos verdes clavados en
él. Hacía dos días que no aparecía, y ya pensaba que se había
librado de ella, pero una vez más volvía a tener delante de él a
aquella maléfica niña, cuyos pies todavía no alcanzaban a tocar la
moqueta del suelo.
Decidió seguir el consejo del terapeuta e ignorarla. “Las visiones
no tienen existencia física”, le había recomendado en su
consulta, mientras él descansaba cómodamente en el diván de cuero
de color vino. “No tienes por qué tenerles miedo, tan solo
ignóralas y desaparecerán por sí solas”, y el psicólogo esbozó
en ese momento su sonrisa más cálida y tranquilizadora bajo sus
gafas, que se sostenían milagrosamente en la punta de su nariz.
Según sus palabras, para que aquella molesta chiquilla desapareciese
de su dormitorio, lo único que tenía que hacer era actuar como si
ella fuese invisible y muda. Se esforzó en apartar la mirada y
dirigirse al cuarto de baño para lavarse los dientes.
—¿De verdad crees que
ignorarme te va a funcionar? —comentó la pequeña en voz alta, sin
despegar ni un segundo los ojos de él. Su mirada lo acompañó por
la estancia hasta que desapareció tras la puerta del cuarto de baño.
Tembloroso y asustado, colocó ambas manos a los lados del lavamanos
y se miró al espejo. Lo primero que vio fueron las marcadas ojeras
bajo sus ojos apagados, tristes y cansados. Hacía demasiado tiempo
que no dormía bien, ya casi ni recordaba lo que se sentía tras un
profundo y reconfortante sueño reparador. Todo por culpa de aquella
macabra niña que solamente él podía ver.
Trató de apartar su presencia de
su mente y pensar en otras cosas, mientras llevaba el cepillo de
dientes eléctrico a cada recoveco de su boca. La recordó de nuevo
cuando se dispuso a abrir la puerta para volver a su cuarto. Suspiró,
accionó el picaporte y dejó que la puerta se abriera ante él.
Allí seguía sentada en el mismo
sitio, con el cuello girado tanto como podía para poder mirarlo con
aquellos ojos brillantes. Su mirada lo atravesaba desde el pecho
hasta la espalda, ensartando el corazón entre medias con alfileres
de miedo y fatiga. Apretó los dientes y se dirigió a la cama para
acostarse como si no pasara nada, como si estuviera solo en su
habitación. “Estoy solo, estoy solo, estoy solo...”, se repetía
para sí mismo una y otra vez cuando se acomodaba entre las sábanas después de haber apagado la luz.
—Tienes una cama bastante
grande, ¿no crees? —dijo la chiquilla, aún en su asiento al borde
del colchón—. Podrías estirarte en ella todo lo que quieras y
todavía tendrías espacio de sobra. Dime, teniendo una cama tan
amplia, ¿por qué te acuestas siempre en el mismo lado? Fíjate
dónde estoy sentada yo. ¿Ves? Aquí, en este lado no hay nadie.
¿Por qué te acurrucas siempre en esa esquina teniendo todo un
colchón para ti solo?
Él apretó la cabeza contra la
almohada para dejar de escucharla. No obstante, tras unos segundos de
silencio, siguió hablando.
—¿Y quién es esa chica que
sale contigo en la foto? —él mantuvo silencio, pero la había
escuchado perfectamente. La niña se puso de pie y rodeó la cama
hasta colocarse delante de su mirada—. Me refiero a esta foto de tu
mesita de noche. ¿Ves? Apareces tú con una chica. ¿Dónde está
ella? Nunca la he visto por aquí, y eso que vengo casi todas las
noches. ¿Acaso es la que dormía por aquel lado de la cama?
La almohada no era suficiente, y
tapó sus oídos con ambas manos al tiempo que cerraba fuertemente
los ojos. Quería quedarse dormido cuanto antes para dejar de
escuchar a su torturadora. La niña ladeó la cabeza en un gesto de
incomprensión.
—No me dices nada. No quieres
mirarme. No quieres escucharme. Pero eso no cambia nada. Sigo aquí.
Los truquitos baratos de tu loquero no van a librarte de mí.
Y entonces, silencio absoluto.
Tanto se prolongó, que él dudó y abrió los ojos para comprobar si
la pequeña ya se había ido. Sin embargo, cuando los abrió, se
encontró con sus ojos verdes justo delante. El susto le hizo dar un
respingo y enredarse en las sábanas. La chiquilla había apoyado los
codos en el colchón y sostenía el rostro con sus manos, como quien
mira entretenido un espectáculo.
—¡Qué gracioso eres! —comentó
la niña entre risas—. Me encanta visitarte. Siempre me divierto
mucho contigo.
—¡Qué rayos quieres de mí!
—chilló él finalmente. Su paciencia había llegado al límite—.
¿Hasta cuándo voy a tener que aguantarte? Noche tras noche apareces
aquí y me atormentas con los mismos comentarios de siempre. Sabes de
sobra por qué me acuesto por este lado de la cama, y conoces
perfectamente a la mujer de la foto y por qué ya no está conmigo.
¿Por qué sigues apareciendo? ¿¡Por qué sigues apareciendo!? ¡Qué
se supone que tengo que hacer para librarme de ti! Estoy harto de ti.
¡Harto! No te aguanto más. ¡Desaparece y déjame en paz!
La chiquilla rió y sus ojos
destellaron con un brillante fulgor verdoso.
—¡Qué divertido eres!
—Déjame en paz. Déjame en
paz, déjame en paz... Déjame...
No podía más, y ocultó su
llanto entra las manos. Entre sollozos, acertó a formular la
pregunta correcta a la pequeña.
—¿Vienes a traerme otra
pesadilla? ¿Es eso? ¿Vienes a traerme otro sueño horrible, como
haces todas las noches?
—No, esta noche no, mortal.
Esta noche no te traigo una pesadilla. Te traigo otro tipo de sueño.
Esta noche soñarás con ella, mortal, con la chica de tu foto. Verás
su rostro, escucharás su voz, olerás su perfume y acariciarás su
piel. Saborearás la dulzura de sus labios y la volverás a tener
acostada a tu lado, en esta misma cama tuya. Le dirás que la
quieres, y ella te dirá lo mismo. Y, cuando intentes abrazarla,
despertarás. Para entonces el sol ya habrá salido y yo me habré
marchado. Volverás a estar tú solo. No habrá nadie en tu cama. Y
solo quedará la foto del recuerdo sobre tu mesilla de noche.
—¿Por qué me haces esto...?
—Yo no te hago nada, tan solo
reparto los sueños.
La niña se acomodó en una
esquina, mientras el cansancio del llanto fue sumiendo al chico en
las profundidades oscuras que hay detrás de los párpados. Fue
perdiendo la conciencia de sí mismo y comenzó a soñar. La imagen
de la chica de la foto cobró vida en su ensoñación. Él, dormido,
comenzó a sonreír. La niña, llamada Pesadilla, vigilaba desde la
esquina, con sus ojos verdes brillando en la oscuridad.
Esa noche había repartido un sueño dulce. Sin embargo, la
verdadera pesadilla comenzaría al despertar.
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