jueves, 25 de abril de 2013

Las cuatro insidiosas: Pesadilla

“Otra vez esos ojos... esos dichosos ojos verdes mirándome fijamente”. A tientas, palpó la pared de su derecha hasta que consiguió darle al interruptor para encender la luz de su habitación. Allí dentro estaba la pequeña una noche más, sentada al borde del colchón y con sus refulgentes ojos verdes clavados en él. Hacía dos días que no aparecía, y ya pensaba que se había librado de ella, pero una vez más volvía a tener delante de él a aquella maléfica niña, cuyos pies todavía no alcanzaban a tocar la moqueta del suelo.
Decidió seguir el consejo del terapeuta e ignorarla. “Las visiones no tienen existencia física”, le había recomendado en su consulta, mientras él descansaba cómodamente en el diván de cuero de color vino. “No tienes por qué tenerles miedo, tan solo ignóralas y desaparecerán por sí solas”, y el psicólogo esbozó en ese momento su sonrisa más cálida y tranquilizadora bajo sus gafas, que se sostenían milagrosamente en la punta de su nariz.

Según sus palabras, para que aquella molesta chiquilla desapareciese de su dormitorio, lo único que tenía que hacer era actuar como si ella fuese invisible y muda. Se esforzó en apartar la mirada y dirigirse al cuarto de baño para lavarse los dientes.

¿De verdad crees que ignorarme te va a funcionar? —comentó la pequeña en voz alta, sin despegar ni un segundo los ojos de él. Su mirada lo acompañó por la estancia hasta que desapareció tras la puerta del cuarto de baño. Tembloroso y asustado, colocó ambas manos a los lados del lavamanos y se miró al espejo. Lo primero que vio fueron las marcadas ojeras bajo sus ojos apagados, tristes y cansados. Hacía demasiado tiempo que no dormía bien, ya casi ni recordaba lo que se sentía tras un profundo y reconfortante sueño reparador. Todo por culpa de aquella macabra niña que solamente él podía ver.

Trató de apartar su presencia de su mente y pensar en otras cosas, mientras llevaba el cepillo de dientes eléctrico a cada recoveco de su boca. La recordó de nuevo cuando se dispuso a abrir la puerta para volver a su cuarto. Suspiró, accionó el picaporte y dejó que la puerta se abriera ante él.

Allí seguía sentada en el mismo sitio, con el cuello girado tanto como podía para poder mirarlo con aquellos ojos brillantes. Su mirada lo atravesaba desde el pecho hasta la espalda, ensartando el corazón entre medias con alfileres de miedo y fatiga. Apretó los dientes y se dirigió a la cama para acostarse como si no pasara nada, como si estuviera solo en su habitación. “Estoy solo, estoy solo, estoy solo...”, se repetía para sí mismo una y otra vez cuando se acomodaba entre las sábanas después de haber apagado la luz.

Tienes una cama bastante grande, ¿no crees? —dijo la chiquilla, aún en su asiento al borde del colchón—. Podrías estirarte en ella todo lo que quieras y todavía tendrías espacio de sobra. Dime, teniendo una cama tan amplia, ¿por qué te acuestas siempre en el mismo lado? Fíjate dónde estoy sentada yo. ¿Ves? Aquí, en este lado no hay nadie. ¿Por qué te acurrucas siempre en esa esquina teniendo todo un colchón para ti solo?

Él apretó la cabeza contra la almohada para dejar de escucharla. No obstante, tras unos segundos de silencio, siguió hablando.

¿Y quién es esa chica que sale contigo en la foto? —él mantuvo silencio, pero la había escuchado perfectamente. La niña se puso de pie y rodeó la cama hasta colocarse delante de su mirada—. Me refiero a esta foto de tu mesita de noche. ¿Ves? Apareces tú con una chica. ¿Dónde está ella? Nunca la he visto por aquí, y eso que vengo casi todas las noches. ¿Acaso es la que dormía por aquel lado de la cama?

La almohada no era suficiente, y tapó sus oídos con ambas manos al tiempo que cerraba fuertemente los ojos. Quería quedarse dormido cuanto antes para dejar de escuchar a su torturadora. La niña ladeó la cabeza en un gesto de incomprensión.

No me dices nada. No quieres mirarme. No quieres escucharme. Pero eso no cambia nada. Sigo aquí. Los truquitos baratos de tu loquero no van a librarte de mí.

Y entonces, silencio absoluto. Tanto se prolongó, que él dudó y abrió los ojos para comprobar si la pequeña ya se había ido. Sin embargo, cuando los abrió, se encontró con sus ojos verdes justo delante. El susto le hizo dar un respingo y enredarse en las sábanas. La chiquilla había apoyado los codos en el colchón y sostenía el rostro con sus manos, como quien mira entretenido un espectáculo.

¡Qué gracioso eres! —comentó la niña entre risas—. Me encanta visitarte. Siempre me divierto mucho contigo.

¡Qué rayos quieres de mí! —chilló él finalmente. Su paciencia había llegado al límite—. ¿Hasta cuándo voy a tener que aguantarte? Noche tras noche apareces aquí y me atormentas con los mismos comentarios de siempre. Sabes de sobra por qué me acuesto por este lado de la cama, y conoces perfectamente a la mujer de la foto y por qué ya no está conmigo. ¿Por qué sigues apareciendo? ¿¡Por qué sigues apareciendo!? ¡Qué se supone que tengo que hacer para librarme de ti! Estoy harto de ti. ¡Harto! No te aguanto más. ¡Desaparece y déjame en paz!

La chiquilla rió y sus ojos destellaron con un brillante fulgor verdoso.

¡Qué divertido eres!

Déjame en paz. Déjame en paz, déjame en paz... Déjame...

No podía más, y ocultó su llanto entra las manos. Entre sollozos, acertó a formular la pregunta correcta a la pequeña.

¿Vienes a traerme otra pesadilla? ¿Es eso? ¿Vienes a traerme otro sueño horrible, como haces todas las noches?

No, esta noche no, mortal. Esta noche no te traigo una pesadilla. Te traigo otro tipo de sueño. Esta noche soñarás con ella, mortal, con la chica de tu foto. Verás su rostro, escucharás su voz, olerás su perfume y acariciarás su piel. Saborearás la dulzura de sus labios y la volverás a tener acostada a tu lado, en esta misma cama tuya. Le dirás que la quieres, y ella te dirá lo mismo. Y, cuando intentes abrazarla, despertarás. Para entonces el sol ya habrá salido y yo me habré marchado. Volverás a estar tú solo. No habrá nadie en tu cama. Y solo quedará la foto del recuerdo sobre tu mesilla de noche.

¿Por qué me haces esto...?

Yo no te hago nada, tan solo reparto los sueños.

La niña se acomodó en una esquina, mientras el cansancio del llanto fue sumiendo al chico en las profundidades oscuras que hay detrás de los párpados. Fue perdiendo la conciencia de sí mismo y comenzó a soñar. La imagen de la chica de la foto cobró vida en su ensoñación. Él, dormido, comenzó a sonreír. La niña, llamada Pesadilla, vigilaba desde la esquina, con sus ojos verdes brillando en la oscuridad. Esa noche había repartido un sueño dulce. Sin embargo, la verdadera pesadilla comenzaría al despertar.

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