“I´ve never betrayed your trust
I´ve never betrayed your faith
I´ll never forsake your heart
I´ll never forget your face”
[Fragmento de la letra de “Untouchable, Part I”, del grupo
“Anathema”. Esta historia se me ocurrió gracias a esa canción]
“Aquí yace mi antiguo yo”, pensó después de suspirar
profundamente mientras la lluvia caía sin contemplaciones sobre su
cabeza. El agua que recorría sus mejillas se confundía con las
tímidas lágrimas que manaban de sus ojos. Con desgana, movió en el
aire el pequeño ramo de flores blancas que sostenía. Se dio cuenta
de lo estúpido que había sido traer flores, y las tiró a un lado
sobre el encharcado césped del cementerio.
El fugaz destello de un rayo iluminó brevemente la lápida que tenía
delante, pero no alumbró ningún nombre sobre su superficie. Tan
solo las siglas “DEP” estaban cinceladas en la piedra gris. Se
arrodilló y hundió cuanto pudo la palma de la mano en el césped.
Trató en vano de sentir el latido del hombre bajo tierra, pero fue
imposible. Allí abajo apenas quedaba nada, tan solo su pasado
perdido.
Ya hacía tiempo que la pala había vertido toda la tierra necesaria
para ocultar el ataúd bajo tierra, pero el dolor de su corazón
todavía le obligaba a visitar la tumba al menos una vez al día.
Necesitaba recordar el pasado muerto para poder seguir vivo.
Decepcionado, una vez más, de no haber sentido nada en la palma, la
apartó de la hierba empapada. Sorbió el moco y perdió la mirada
frente a la lápida hasta que un nuevo relámpago lo sumió en las
profundidades de la memoria.
Primero, recordó lo bueno de aquel hombre que él había sido y que
ahora estaba enterrado. Rememoró los días que pasó siendo aquella
persona y cómo había pensado, por aquel entonces, que aquella era
la mejor manera de ser y de vivir.
Luego, recordó la tragedia, y cómo aquel hombrecillo había sido
incapaz de hacer frente a lo que se le vino encima; demasiado
vulnerable para volverse lo suficientemente fuerte y excesivamente
cegado para darse cuenta de lo que en realidad le había sucedido. No
era duro, no era atrevido, no era capaz de nada, tan solo de
lloriquear y de esperar que las cosas se solucionasen por sí solas y que volviesen a ser como antes, cuando era feliz.
Tragó saliva y recordó, luego, la parte más difícil, cuando se
había visto obligado a acabar con aquella parte de su propia
persona. No le había quedado más remedio. La pena se estaba
transformando en un lastre demasiado pesado, la nostalgia le estaba
impidiendo liberarse de sus temores, los pedazos de su alma herida,
desperdigados por el suelo, se le clavaban en las plantas y ni
siquiera le permitían salir de la cama por las mañanas. Aún de
rodillas, recordó cómo había intentado poner fin a su dolor.
Cuando lo vio por primera vez, se dio cuenta de que no era un ataúd
muy elegante, pero cumpliría su función. Lo llenó de todo lo que
él había sido, de todo lo que en algún momento le había hecho
feliz: recuerdos, imágenes, poemas, notas... Luego, derramó en su
interior cada una de sus lágrimas guardadas. Dulces recuerdos
salpicados de lágrimas saladas era todo lo que había en el interior
de la caja de madera. Mientras la llenaba, empezó a escuchar a la
parte débil de sí mismo chillando dentro de su cabeza. Aullaba,
lloraba, vociferaba, porque también estaba siendo enterrada junto
con el dolor y los recuerdos. Pedía piedad, pedía seguir allí,
dentro de su cabeza, ofreciéndole instantáneas de un pasado que ya
no volvería. Pero él hizo oídos sordos y continuó martilleando,
uno a uno, cada uno de los clavos que cerraron la tapa del ataúd.
La debilidad seguía chillando y rogando cuando la tierra empezó a
cubrir la caja, pero no le sirvió de nada. Solamente logró que
algunas lágrimas más cayeran para humedecer la tierra suelta de
abajo. Para cuando la lápida marcó el lugar, su debilidad sollozaba
arrinconada y acurrucada en la esquina más profunda y oscura de su
mente. Y allí permaneció, empequeñeciéndose cada vez más hasta
que apenas fue visible.
Pero las raíces de la tristeza eran muy profundas y, aunque la
debilidad empequeñeció, nunca desapareció del todo. Cada día,
cada hora, cada minuto y cada segundo escuchaba dentro de su cabeza
un leve susurro, un murmullo casi imperceptible. Los ecos del llanto
de su debilidad seguían resonando en las cavidades de su memoria.
Por eso, cada día se veía empujado a visitar de nuevo la tumba de
su pasado, los recuerdos del dolor de su vida. Todavía no sabía muy
bien qué conseguía con ello, pero su corazón se lo pedía, su
hambre de felicidad se lo pedía, su soledad se lo pedía. Echaba de
menos a la persona que una vez fue.
Y allí estaba, un día más, solo y bajo la lluvia, ante la tumba de
su yo pasado.
Había tratado de escapar de él, pero no había conseguido
nada en absoluto.
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