jueves, 18 de abril de 2013

Encadenado al pasado

I´ve never betrayed your trust

I´ve never betrayed your faith

I´ll never forsake your heart

I´ll never forget your face”



[Fragmento de la letra de “Untouchable, Part I”, del grupo “Anathema”. Esta historia se me ocurrió gracias a esa canción]





“Aquí yace mi antiguo yo”, pensó después de suspirar profundamente mientras la lluvia caía sin contemplaciones sobre su cabeza. El agua que recorría sus mejillas se confundía con las tímidas lágrimas que manaban de sus ojos. Con desgana, movió en el aire el pequeño ramo de flores blancas que sostenía. Se dio cuenta de lo estúpido que había sido traer flores, y las tiró a un lado sobre el encharcado césped del cementerio.

El fugaz destello de un rayo iluminó brevemente la lápida que tenía delante, pero no alumbró ningún nombre sobre su superficie. Tan solo las siglas “DEP” estaban cinceladas en la piedra gris. Se arrodilló y hundió cuanto pudo la palma de la mano en el césped. Trató en vano de sentir el latido del hombre bajo tierra, pero fue imposible. Allí abajo apenas quedaba nada, tan solo su pasado perdido.



Ya hacía tiempo que la pala había vertido toda la tierra necesaria para ocultar el ataúd bajo tierra, pero el dolor de su corazón todavía le obligaba a visitar la tumba al menos una vez al día. Necesitaba recordar el pasado muerto para poder seguir vivo. Decepcionado, una vez más, de no haber sentido nada en la palma, la apartó de la hierba empapada. Sorbió el moco y perdió la mirada frente a la lápida hasta que un nuevo relámpago lo sumió en las profundidades de la memoria.



Primero, recordó lo bueno de aquel hombre que él había sido y que ahora estaba enterrado. Rememoró los días que pasó siendo aquella persona y cómo había pensado, por aquel entonces, que aquella era la mejor manera de ser y de vivir.



Luego, recordó la tragedia, y cómo aquel hombrecillo había sido incapaz de hacer frente a lo que se le vino encima; demasiado vulnerable para volverse lo suficientemente fuerte y excesivamente cegado para darse cuenta de lo que en realidad le había sucedido. No era duro, no era atrevido, no era capaz de nada, tan solo de lloriquear y de esperar que las cosas se solucionasen por sí solas y que volviesen a ser como antes, cuando era feliz.



Tragó saliva y recordó, luego, la parte más difícil, cuando se había visto obligado a acabar con aquella parte de su propia persona. No le había quedado más remedio. La pena se estaba transformando en un lastre demasiado pesado, la nostalgia le estaba impidiendo liberarse de sus temores, los pedazos de su alma herida, desperdigados por el suelo, se le clavaban en las plantas y ni siquiera le permitían salir de la cama por las mañanas. Aún de rodillas, recordó cómo había intentado poner fin a su dolor.



Cuando lo vio por primera vez, se dio cuenta de que no era un ataúd muy elegante, pero cumpliría su función. Lo llenó de todo lo que él había sido, de todo lo que en algún momento le había hecho feliz: recuerdos, imágenes, poemas, notas... Luego, derramó en su interior cada una de sus lágrimas guardadas. Dulces recuerdos salpicados de lágrimas saladas era todo lo que había en el interior de la caja de madera. Mientras la llenaba, empezó a escuchar a la parte débil de sí mismo chillando dentro de su cabeza. Aullaba, lloraba, vociferaba, porque también estaba siendo enterrada junto con el dolor y los recuerdos. Pedía piedad, pedía seguir allí, dentro de su cabeza, ofreciéndole instantáneas de un pasado que ya no volvería. Pero él hizo oídos sordos y continuó martilleando, uno a uno, cada uno de los clavos que cerraron la tapa del ataúd.



La debilidad seguía chillando y rogando cuando la tierra empezó a cubrir la caja, pero no le sirvió de nada. Solamente logró que algunas lágrimas más cayeran para humedecer la tierra suelta de abajo. Para cuando la lápida marcó el lugar, su debilidad sollozaba arrinconada y acurrucada en la esquina más profunda y oscura de su mente. Y allí permaneció, empequeñeciéndose cada vez más hasta que apenas fue visible.



Pero las raíces de la tristeza eran muy profundas y, aunque la debilidad empequeñeció, nunca desapareció del todo. Cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo escuchaba dentro de su cabeza un leve susurro, un murmullo casi imperceptible. Los ecos del llanto de su debilidad seguían resonando en las cavidades de su memoria. Por eso, cada día se veía empujado a visitar de nuevo la tumba de su pasado, los recuerdos del dolor de su vida. Todavía no sabía muy bien qué conseguía con ello, pero su corazón se lo pedía, su hambre de felicidad se lo pedía, su soledad se lo pedía. Echaba de menos a la persona que una vez fue.



Y allí estaba, un día más, solo y bajo la lluvia, ante la tumba de su yo pasado.



Había tratado de escapar de él, pero no había conseguido nada en absoluto.

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