jueves, 4 de abril de 2013

Plegaria

Apretó fuertemente una mano contra la otra, apoyó los codos sobre el respaldo de madera del banco de delante y agachó la cabeza. Su dios lo observaba atentamente sentado desde su trono; sereno, impasible, ajeno a las penurias de aquel humano malherido que se arrodillaba ante su estatua para suplicarle un poco más de fuerzas.

La desesperación había conducido a aquel hombre a encomendarse a la entidad divina sin reparos. Era su último recurso. Si quería triunfar, le haría falta su ayuda para obviar los pinchazos en sus músculos doloridos. Si quería vencer, le haría falta su apoyo para olvidarse de la sangre que manaba de los cortes de debajo de su armadura quebrada. Si deseaba seguir vivo, le haría falta su aliento reconfortante para anular el intenso dolor amargo que irradiaba de su corazón asustado y solitario. Y ya no podía más. Era incapaz de cargar con el peso de su propio cuerpo. De modo que había hincado la rodilla en la piedra para pedir una última oportunidad.

—Escucha mi súplica, gran divino —empezó a decir Esteban—. He recorrido un largo trecho para llegar aquí. No han sido pocas las dificultades, ni fáciles las escapatorias. He sufrido por el camino, he sangrado por el camino, he perdido personas importantes por el camino, y he señalado la vuelta a casa con las lágrimas que he derramado a cada paso. Todo para alcanzar esta tierra yerma y olvidada... Todo para nada... La última escaramuza no la vi venir... Apenas puedo explicarme cómo pude salir vivo de aquello. Vivo, pero no ileso. Mi espada me abrió paso a través de brazos y cabezas hasta alcanzar este templo dedicado a ti, gran divino.

Fuera, un poderoso aleteo agitó violentamente el viento de la noche y removió las ascuas del fuego que consumía el techo de madera del templo. Esteban suspiró y llenó sus pulmones de aire caliente. El incendio se extendía rápidamente y no tenía por dónde huir. No quedaba más remedio que resistir allí dentro.

—El enemigo sabe que estoy aquí, gran divino. Vendrá a por mí. Tan solo pido que llenes de vigor mis brazos y piernas, que mantengas afilado y atento el filo de mi espada y que cubras mis espaldas de ataques traicioneros. Dame fuerzas, divino. Una vez más...

Las puertas del templo saltaron por los aires y una mano negra de garras afiladas agarró con fuerza el marco y lo arrancó de cuajo. Esteban, sin mirar atrás, terminó su plegaria en voz baja. La cabeza del monstruo asomó cuando se agachó para entrar por el hueco que había abierto. Abrió sus faces, mostrando dos poderosos colmillos sobresaliendo de su hocico de murciélago.

 —De modo que aquí se refugian los cobardes —gritó el monstruo, con su aliento de lava—. ¿Crees que tus supercherías de creyente van a evitar que triture tu cráneo con mis dientes? ¿Piensas que este lugar sagrado para ti va a impedir que me acerque y te desmiembre lentamente? —y el monstruo entró en el templo, colocando sus pies sobre la piedra sagrada del suelo—. Nada va a salvarte ya, humano.

El enemigo de Esteban olisqueó el aire y alzó la mirada hacia el dios de mármol. La estatua era la de un anciano sentado sobre un trono. Mecía con su mano una larga barba y, sobre su cabeza, portaba un yelmo coronado con una imponente cornamenta de ciervo. El monstruo se fijó en la lanza dorada que sostenía la estatua con la otra mano.

—Dime, humano —continuó vociferando el monstruo, mientras se abría paso entre los bancos de madera en llamas—. ¿Debería tener miedo? ¿Debería acobardarme y salir huyendo de aquí? ¿Acaso esa estatua de piedra blanca va a cobrar vida para batirse conmigo en combate? ¡Contesta, humano, antes de que te reviente los sesos ante tu dios! ¿Cómo puedes esperar la salvación? ¿Cómo puedes depender de un pedazo de piedra cincelado y pulido para que te salve la vida? Insensato, pusilánime y penoso, humano. Haré un favor al mundo acabando con tu existencia miserable.

Esteban sintió más calor de lo normal. Ya no solo sentía el del incendio, sino que también notaba el de la ira encendida del monstruo a sus espaldas. Los latidos de su corazón le indicaron que había llegado el momento, y se puso de pie.

—Al menos tienes los arrestos para afrontar tu muerte de pie, humano. Ahora gírate y contempla al creador de tu fin. No habrá escapatoria para ti.

Esteban se dio media vuelta y miró al monstruo directamente a sus ojos de fuego.

—Dime, humano —y acercó su gran cabeza al rostro de Esteban—, ¿quién te va a salvar ahora?

Esteban desenvainó el acero.

 —Mi espada me salvará, bestia. Y su hoja hará que tu cabeza caiga a los pies de mi dios.

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