jueves, 14 de febrero de 2013

Mariposas en las paredes (Segunda parte)

Aquel zombi se acercaba despacio mientras gemía con la boca abierta. La mandíbula inferior le colgaba de un delgado trozo de carne, y la criatura alzaba las manos mutiladas para atrapar a Fran por la espalda. Los sonidos guturales lo alertaron, y Fran se dio media vuelta justo a tiempo para moverse hacia un lado y esquivar el zarpazo del muerto viviente. Inmediatamente, fue a refugiarse a la esquina más próxima y recargó la metralleta. Sin mayor dilación, apretó el gatillo y contempló cómo la cabeza del zombi desaparecía tras una nube de sangre. El sonido, como el de un melón que revienta, resultó sorprendentemente gratificante. Sin embargo, la alegría duró poco, pues no se había percatado de que justo a su lado había un ventanal por el que asomaban otros tres cadáveres andantes. Fran intentó alejarse de ellos por el pasillo, pero una horda hambrienta se acercaba por ese corredor. Se le ocurrió retroceder, pero, tan pronto se giró, se encontró con otro zombi más, abalanzándose sobre él. Abrió fuego, pero no dispuso del tiempo necesario para apuntar bien. El zombi se le echó encima y la pantalla se llenó de sangre.

“Game over” comenzó a parpadear insistentemente en el móvil, con letras rotuladas con un color rojo sangre. Fran apretó los labios decepcionado y tiró el teléfono con desgana en el asiento del copiloto. Hastiado, suspiró profundamente y miró el reloj. Ya solo quedaban diez minutos para que terminara la hora de Nórah dentro del sótano. Los cincuenta minutos anteriores Fran los había pasado escuchando música por la radio o jugando a aquel estúpido videojuego en el que siempre moría a la primera de cambio.

Agarró el volante y tiró del peso de su cuerpo para incorporarse y contemplar la casa por el parabrisas. Echó ojeadas en todas direcciones. En todo el rato que llevaba allí aparcado no había escuchado nada en absoluto. Todo estaba calmado y en silencio. No se oían ruidos de las casas de más allá del descampado, ni cantos de grillos, ni gatos maullando, ni siquiera el soplo del viento nocturno. Todo estaba inmerso en una quietud que, lejos de ser tranquilizadora, ponía los vellos de punta, y provocaba que el frío de su estómago se hundiera cada vez más, congelando cada centímetro de sus entrañas.

Fran se mordió el labio inferior y volvió a consultar el reloj. Seguían quedando diez minutos. De reojo, vio que la pantalla del móvil se apagaba automáticamente, y se sintió tentado de llamar al teléfono que Nórah se había llevado en la mochila. Refrenó sus impulsos e ignoró la ocurrencia. Estaba seguro de que no era buena idea, ya que luego ella se enfadaría y le soltaría lo de “me has interrumpido y ahora tengo que quedarme otra hora entera”. Desde luego, Fran no quería que permaneciese ni un minuto más dentro de aquella casa. Deseaba que saliera de allí cuanto antes. Volvió a mirar el reloj, nueve minutos.

Agitó la cabeza en un intento de cambiar sus pensamientos, y decidió volver a poner la radio para distraerse. En aquel momento, el locutor estaba hablando de un disco que un grupo llamado “My Bloody Valentine” había publicado en 1991. Fran no lo conocía, así que dedicó unos minutos a escuchar las canciones que emitieron.

Cuando empezaba a sonar la tercera, Fran se percató de que a esas alturas ya debía de haber pasado algo de tiempo. “¡Joder, por fin!”, exclamó, cuando vio que ya pasaban tres minutos de la hora programada. Se ajustó los auriculares y se acercó el micro a la boca. Ansiaba más que nada en el mundo volver a escuchar la voz de su chica. Se le comenzó a hacer un nudo en el estómago cuando pensó que quizás su radio siguiese apagada, y sintió la imperiosa necesidad de salir de dudas cuanto antes, de manera que apretó el botón que abría la comunicación y habló.

—¡Eh, cazafantasmas! —dijo, fingiendo un tono despreocupado—. Se acabó el tiempo. Hora de recoger y volver.

Fran dejó la línea abierta para la respuesta, pero no escuchó nada. Parpadeó varias veces y el tiempo pareció detenerse en torno a él. De repente, un chasquido, y se oyó su voz, su dulce voz.

—Recibido, base. ¿Qué tal lo has pasado en el coche?

—Bueno —suspiró, reconfortado—, me he entretenido un rato contando bostezos, pero luego perdí la cuenta.

—No te preocupes. Seguro que luego se me ocurre algo que te quite el sueño.

—Eso suena prometedor. ¿Y tú qué tal? ¿Has hecho amiguitos en el sótano?

—No, no he presenciado nada. No sé si la cámara habrá captado algo que yo no haya visto. Pero la verdad es que no me he sentido nada cómoda aquí abajo. Todo está hecho un desastre, está sucio, hace demasiado frío y hay mucha humedad. Y lo más extraño es que no se oye nada de nada. No he oído ningún ruido desde que entré. Parece que estoy en el espacio.

—Vaya, una hora entera a oscuras y en silencio en un sótano desastrado. Suena divertido. La próxima vez me dejarás ir, ¿verdad? —ironizó, Fran.

—Deja de hacerte el gracioso, por favor. Acepta de una vez que no eres gracioso —el tono socarrón de Nórah dejaba claro que le estaba siguiendo el juego.

 —¡Jamás! Yo vivo para hacerte reír.

Se oyeron las risas de ella por radio.

—¡Ves cómo soy gracioso!

—Me río de ti, que no es lo mismo. Voy para allá, genio de la comedia. Corto y cierro.

Fran se quitó los auriculares sin poder borrar la sonrisa de la cara. La sensación de frío se alivió, por fin Nórah iba a salir de aquella casa ruinosa, que tantas malas vibraciones le había dado. También estaba contento, porque sabía que ella estaba bien. Fran la quería demasiado como para soportar la idea de que pudiese sufrir algún daño. En su vida, había tardado demasiado tiempo en encontrar a alguien como ella, y deseaba cuidarla todo lo posible.

Sin embargo, poco a poco, la sonrisa de Fran se fue borrando cuando pasaron diez minutos y Nórah todavía no había salido de la casa.

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