jueves, 28 de febrero de 2013

Mariposas en las paredes (Cuarta parte)

Cada uno de los peldaños de madera crujía cuando Fran apoyaba la punta de sus botas. Percibía que el ambiente se enralecía conforme descendía por la escalera. El aire estancado del sótano olía a humedad y a polvo. Su acelerado corazón le hacía temblar el pulso y, con él, la luz de la linterna que iluminaba cada uno de sus pasos. Se acomodó la mochila de Nórah en la espalda, suspiró sin hacer demasiado ruido y, esta vez, consiguió dominar su cobardía y no miró atrás. Sabía perfectamente que el coche ya no estaba al alcance de su vista.

Se concentró en una imagen mental de Nórah para encontrar las fuerzas que le hacían falta para seguir bajando. Recordó su delicado aroma, su cautivadora sonrisa, sus dulces abrazos... cómo le latía el corazón cuando estaba cerca de ella. Y Fran continuó descendiendo, a pesar de que cada célula de su ser le susurraba que ahí abajo había algo violento y ajeno, algo extraño y aterrador, que no deseaba que Fran estuviese allí.

El panorama fue desplegándose ante sus ojos lentamente hasta que por fin pudo iluminar la pared del fondo. El lugar estaba vacío y sucio. Alumbró en todas direcciones para asegurarse de que no había nadie más. No tardó demasiado en ello, pues el lugar carecía de muebles y de cualquier recoveco que pudiese ocultar a un posible asaltante. Tan solo había cuatro paredes desconchadas, algunas de ellas garabateadas con unas pocas formas de mariposas, y, en el techo, un entramado metálico de tuberías oxidadas y cubiertas de telarañas. Fran echó un vistazo bajo el hueco de la escalera, solo por si acaso, y comprobó para su tranquilidad que allí tampoco había nadie. Ninguna amenaza de momento, pero allí tampoco se encontraba Nórah. De ella tan solo quedaban las huellas que había dejado en la mugre polvorienta del suelo.

De repente, una inesperada ráfaga de viento gélido arremetió violentamente contra todo el cuerpo de Fran, introduciéndose en sus fosas nasales e impregnándole la boca con un regusto a carne podrida. Asqueado, arrugó el gesto y escupió varias veces al tiempo que retrocedió de espaldas hasta toparse con la pared. La extraña corriente de aire comenzó a ascender rauda por la escalera, y cada uno de los escalones crujió a medida que aquella masa de aire invisible subía.

Piel de gallina y corazón descontrolado, junto con la rigidez propia del miedo más absoluto, capaz de encoger el más encendido de los ánimos. Fran había tenido suficiente. Su instinto primario de supervivencia se ocupó entonces de tomar las decisiones oportunas. De modo que se arrodilló, recogió lo que quedaba de la videocámara y corrió escaleras arriba. Quería salir, ya pensaría qué hacer cuando estuviese fuera. Sin embargo, cuando llegó al pasillo de la planta baja, se encontró con que la puerta que había dejado abierta ahora estaba cerrada.

“¿Dónde está la silla que dejé?”, dijo para sus adentros. Tan pronto se formuló la pregunta, la silla cayó delante de él desde el primer piso, haciéndose añicos. Fran dio un respingo del susto, pero no tuvo tiempo para calmarse, pues la puerta del sótano se cerró violentamente a su espalda con un sonoro portazo.

—¡Joder!  —chilló, sin poder evitarlo. Y salió despavorido hacia la salida.

Pero cuando quiso abrir la puerta, esta no cedió.

—¡Venga! ¡Venga! ¡Venga ya! Ábrete de una vez, cabrona —repetía, al mismo tiempo que retorcía el pomo una y otra vez entre sus manos.

Mientras se dejaba las yemas de los dedos intentando abrir la puerta, en su espalda comenzó a notar una intensa sensación de frío, que fue extendiéndose por todo su cuerpo como si una avalancha de hielo se le estuviese echando encima por el pasillo. Fran se dio media vuelta tan deprisa como pudo y apuntó al fondo con la linterna mientras se esforzaba para controlar los temblores de su terror. Pero en el pasillo no vio nada. Tan solo pudo escuchar unos pasos descalzos que correteaban alejándose por la planta de arriba. Cuando enfocó a lo alto, no encontró a nadie.

Sin perder ni un segundo más, Fran fue directamente a la ventana más próxima y, con lo que quedaba de la silla rota, rompió el cristal y salió de la casa. El miedo había anquilosado sus extremidades y se volvió torpe, de modo que cayó de cara en la tierra salpicada de trozos de cristal. A pesar del dolor del golpe y de los cortes, no se detuvo. A rastras, fue incorporándose poco a poco hasta que terminó corriendo hacia el coche, mientras rebuscaba las llaves en el bolsillo. Tan pronto las encontró, abrió la puerta y se sentó al volante.

“¿¡Qué cojones acaba de pasar ahí dentro!?”, se preguntó a voz en grito, a pesar de que estaba solo en el coche. Agarró firmemente el volante con ambas manos y dejó que su respiración se fuese pausando lentamente. La sangre de los cortes de su cara le comenzó a recorrer el rostro y a arrastrar las piedrecitas que se le habían quedado pegadas. De reojo, miró hacia la casa, hacia la ventana rota por la que acababa de salir. Un bulto oscuro se apartó de aquella ventana y se perdió de su vista. Fran tragó saliva mezclada con sangre. Sabía que tenía que volver a por Nórah.

—Bueno, empecemos con esto de una vez —dijo de repente la voz de ella desde el asiento del copiloto.

Fran miró rápidamente a su lado. Había entrado en el coche como un vendaval y, sin pensarlo, había arrojado la videocámara sobre el asiento del copiloto. Hasta ese momento, no se había percatado de que el aparato se había encendido ni de que la pantalla rajada estaba mostrando la grabación que Nórah había realizado en el sótano.

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