jueves, 21 de febrero de 2013

Mariposas en las paredes (Tercera parte)

—Nórah, venga ya. ¿Tan grande es la casa esa que te has perdido ahí dentro? ¿Dónde te has metido?

Pero ella seguía sin responder. Fran tragó en seco y contempló, justo a un paso de distancia, la agrietada puerta de entrada. Había decidido salir del coche y acercarse a la vivienda abandonada para asegurarse de que el alcance de la radio era suficiente. Sabía que era una idea absurda, fruto de su creciente temor, pues hacía más de una hora que se había puesto en contacto con ella por radio, y desde mayor distancia.

—Venga, Nórah, responde de una vez. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

Fran volvió la vista atrás y observó su coche aparcado cerca de la hierba seca que delimitaba el camino de tierra. Se palpó los bolsillos y se aseguró de que llevaba las llaves encima. El tintineo en su bolsillo delantero derecho lo tranquilizó un poco. Suspiró resignado y decidió volver a intentar llamarla, esta vez al móvil. Tenía esperanzas de que ahora contestase, y de que no saltara el contestador como en las otras cinco veces anteriores que lo había intentado desde el coche.

Pulsó la opción de rellamar y se llevó el teléfono a la oreja mientras mantenía los ojos cerrados y apretaba la mandíbula. Se esforzó para que su mente no trajera imágenes de Nórah en apuros, pero no lo consiguió. Imágenes horribles de la pobre chica aparecieron en su cabeza en una sucesión de destellos. Parpadeó varias veces y tomó una gran bocanada de aire cuando, de pronto, Fran escuchó algo.

Muy despacio, fue apartando el móvil de su oído y dejó que aquel nuevo sonido llegara claramente hasta él. Se trataba del tono de llamada del teléfono de Nórah, y estaba sonando desde dentro de la casa.

—¡Nórah! ¡Venga ya! Estoy oyendo sonar tu móvil. Sé que estás ahí dentro. Deja de jugar y sal de una jodida vez —y golpeó varias veces en la puerta para que ella se diera prisa.

La puerta se abrió lentamente, con el chirrido retorcido de sus bisagras oxidadas. Cuando la puerta terminó de abrirse ante él, Fran tardó en darse cuenta de que todavía estaba manteniendo el puño en alto. Delante, se encontraba el vestíbulo de entrada. Era de madrugada, pero la luz de la luna llena le permitió ver la escalera que subía a la primera planta, al lado de la cual había un pasillo en la planta baja que conducía, probablemente, a la cocina del fondo. A mitad de ese corredor, una puerta lateral permanecía abierta. Fran supuso que allí se encontraría la escalera que bajaba al sótano. No obstante, lo que llamó su atención fue una tenue luz que brillaba desde aquel lugar. Era una especie de lento parpadeo, que se iluminaba cada vez que sonaba un tono en el móvil de Fran.

—Nórah, sé que estás detrás de esa puerta. Puedo ver la luz de tu teléfono. Sal de ahí de una vez —dijo, sin atreverse a poner un pie en el vestíbulo.

Entonces, saltó el contestador y el destello que estaba viendo se apagó. Fran mantuvo silencio. Esperaba escuchar el ruido de algún movimiento, alguna risa nerviosa o, quizás, la respiración de la chica. Pero, de nuevo, reinó el silencio absoluto. Por primera vez aquella noche, Fran se sintió en la más absoluta y desgarradora soledad, sin Nórah, sin ella, y el frío afilado de su estómago lo atravesó de lado a lado por la zona del ombligo.

De nuevo, miró hacia el coche como si se tratara de su salvavidas en caso de peligro. Volvió la vista al frente y dio el primer paso sobre la tarima astillada del vestíbulo. Miró en todas direcciones mientras sacaba la linterna y la encendía. En principio, todo estaba en calma. Quizás demasiado. Desde el momento que ganó algo de seguridad, se apresuró hacia la puerta del destello en busca de Nórah. No quería permanecer allí más tiempo del necesario.

Sin embargo, recordó algo, se detuvo a medio camino y dio media vuelta. Cogió una silla que había debajo de un reloj de pared destartalado y la colocó delante de la puerta abierta de la entrada principal. No quería que ninguna corriente de aire, o de lo que fuese, lo dejase encerrado en aquel lugar.

Cuando volvió a encarar el pasillo, volvió a encontrarse con el destello en la puerta lateral. Comprobó su móvil. Él ya no la estaba llamando. A los pocos segundos, el destello desapareció. “Ya basta”, pensó. Hizo de tripas corazón y se acercó con paso decidido a la puerta. Apretó los labios y se quedó al descubierto justo ante la bajada de la escalera. Iluminó hacia la profundidad oscura, pero allí no había nadie. La luz de su linterna fue subiendo por los escalones y, en uno de los últimos, encontró la mochila de Nórah. Estaba abierta. Cuando Fran la recogió, buscó en su interior y encontró el teléfono. Pulsó el botón y en la pantalla vio reflejadas sus llamadas perdidas y un  mensajes de texto que acababa de llegar informando de que se habían recibido llamadas sin mensaje.

 —¿Nórah? —llamó Fran, preocupado, e iluminó hacia abajo, hacia el final de la escalera—. ¿Nórah? —repitió, con temor de levantar demasiado la voz. Desde arriba, la luz de la linterna fue recorriendo la porción de mugriento suelo del sótano que Fran tenía al alcance de su vista. De pronto, detuvo la linterna y volvió el haz de luz hacia atrás. Allí abajo estaba la videocámara de Nórah, hecha pedazos.

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