jueves, 13 de diciembre de 2012

Buitre curioso

Bajó la vista y recorrió con la mirada la pared lisa y recta del acantilado. Una ráfaga de viento lo alcanzó de lleno y agitó violentamente su pelo. Mientras pendía desnudo sobre el vacío, trató de atisbar el fondo, más allá de los dedos de sus pies, pero solo encontró la insondable sima oscura. Su cuerpo osciló en el aire movido por la fuerza del viento, y luego él volvió a apoyar la frente en la pared para evitar el mareo. Afianzó su mano derecha en las raíces enredadas en sus dedos y suspiró. Hizo acopio de fuerzas para seguir aguantando.

El atardecer nublado estaba teñido de un tono mortecino y deprimente. Llevó la mirada al horizonte y se dio cuenta de que la luz del sol no calentaba. El astro se escondía tras las nubes cargadas de agua al tiempo que se ponía despacio tras el abrupto perfil de la cordillera. Pensó que el sol huía asqueado para no ver otro día más cómo aquel hombre malgastaba su vida agarrado a un saliente.

Se golpeó varias veces la frente contra el muro y algunas pequeñas piedras cayeron al vacío para perderse en las profundidades. Parpadeó. No estaba seguro de si la caída de aquellas piedras sería infinita o terminaría bruscamente en un duro y plano suelo fuera del alcance de su vista. Apretó los dientes y deseó no compartir el aciago destino de la caída. Por fin, decidió mirar arriba. Allí, al alcance de su mano libre, se encontraba la planicie de la cima. Sin embargo, hasta entonces, aquel hombre no había sido capaz de subir y poner fin a su tortura. A pesar de contar con el vigor necesario para elevar el peso de su cuerpo, prefería permanecer agarrado en lo alto. Solamente él conocía el motivo de su extraña conducta.

   Desde el cielo sobre su cabeza, los graznidos de los buitres resonaron en las paredes desnudas de la escarpada cordillera. El hombre los observó con los ojos entornados y cansados. Volaban en círculo, amenazando con sus picos recubiertos de sangre y carne podrida. Sorteaban los embates del viento mientras no perdían de vista aquel suculento pedazo de carne colgado en las alturas. Tan apetecible, tan vulnerable. El bocado perfecto.

El ave de mayor tamaño se separó del resto y descendió en planeo hasta donde estaba el humano. Agitó las alas cuando estuvo cerca del borde, y el hombre tuvo que cerrar los ojos para evitar que el polvo que levantaba se le metiera en los ojos. Cuando los abrió, vio las poderosas y afiladas garras descarnadas del buitre clavándose en la tierra. Encorvado y con gesto hosco, miró de reojo al hombre, analizando su rostro, descubriendo sus debilidades, buscando las parte carnosas.

—Llevaba tiempo esperando que uno de vosotros bajara —dijo el hombre.

El buitre clavó la mirada de su ojo izquierdo fijamente en el rostro de su posible presa.

—Llevamos meses viendo cómo cuelgas —empezó a decir el buitre con su voz ronca—. ¿Por qué rayos no subes de una vez y te largas de este lugar? ¿Acaso estás esperando a que las fuerzas te abandonen y sea la caída lo que acabe contigo? ¿O es que nos provocas para que te arranquemos la carne de tus huesos?

—Mis motivos y mis razones no son asunto de ningún pájaro carroñero.

—Puede que tengas que contener esa lengua tuya, humano, pues ahora mismo tu vida depende del capricho de este pájaro carroñero —y acercó su pico a la mano agarrada al saliente.

—Seguro que una criatura tan vil y cobarde como tú prefiere devorar mi carne aquí y ahora antes que picotearme la piel para dejarme caer.

 —¡Insensato! —rió el buitre—. No solo tengo pico, sino también alas. Puedo comerte aquí igual que puedo descender hasta el fondo y devorar tus restos destrozados allí.

—Si no hay diferencia para ti, ¿a qué vienen tantas preguntas? Empieza con tus picotazos y haz que asome el hueso de los dedos que todavía me mantienen con vida.

—¡Infeliz! —el buitre hizo oídos sordos ante los comentarios del humano y miró con detenimiento la mano agarrada del borde—. Llevas tantísimo tiempo pendiendo sobre el vacío que las raíces han aprisionado tus dedos en la roca.

El hombre ya estaba harto de las habladurías del ave desgarbada. Apartó la mirada y esbozó una mueca de asco. El buitre dio unos pasos laterales, balanceando el pellejo de su cuello de un lado a otro, para no salir del campo de visión del hombre.

—¿Quieres ignorarme, humano? ¿Pretendes hacer como si no estuviese aquí y continuar con tu ridículo espectáculo?

—Solo quiero que me dejes en paz.

—Pues responde, antes de que tu vida acabe. Pues terminará pronto, y me niego a verme privado de mis respuestas. ¿A qué se debe esta tortura a la que te sometes voluntariamente?

El hombre seguía callado.

—Tozudo e irracional, la raza superior de este planeta. Tú, igual que todos. Pues de acuerdo, si este es tu deseo, que así sea.

El buitre alzó la cabeza y emitió un sonoro graznido que ascendió hasta los pilares del cielo. El resto de la bandada oyó la llamada e inició la caída en picado. El hombre vio aquellos puntos alados descendiendo desde las alturas y en su interior supo que, si no reaccionaba, pronto lo matarían.

—Si comparto contigo mi secreto, ¿perdonaréis mi vida?

—Puedes intentarlo.

Volvió a mirar a los buitres en lo alto. Ya casi distinguía sus plumas sobresaliendo de sus siluetas.

—Un día —empezó a contar el humano, con tono nervioso— alguien me empujó, y casi caigo al vacío. Este saliente salvó mi vida aquella vez. Agradecido, en aquel momento, subí a la explanada de nuevo. Pero, una vez más, volvieron a empujarme. Y, esta vez, he decidido permanecer aquí, colgando. De este modo, nadie podrá empujarme de nuevo.

El buitre escuchó satisfecho la respuesta del humano y comenzó a agitar sus alas para emprender el vuelo.

—No te preocupes, humano —sentenció el pájaro—. Ahora, ya nadie te podrá empujar.

El hombre apenas tuvo tiempo de decir nada cuando un aluvión de plumas, garras y picos se cernió sobre él. No fue capaz de ver nada. Solo sintió los dolorosos picotazos que nublaron su vista y le arrancaron los ojos de cuajo. Intentó soltarse para dejarse caer, pero las raíces entre sus dedos se lo impidieron. Fueron pocos los minutos que necesitaron los carroñeros para dejar al hombre reducido a una mano mutilada, consumida hasta el hueso, que colgaba en la cima de un precipicio ensangrentado.

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