―Aún no te puedo ver bien,
escriba ―le dijo el dragón―. Camina hasta aquí delante.
Pragun daba pasos cortos sin
apartar la vista del voluminoso cuerpo de la criatura. Las alas,
agrietadas y rasgadas, estaban encogidas sobre el lomo, muy por
encima de la cabeza del escriba. La sólidas escamas del vientre se
solapaban unas encima de otras formando una formidable armadura que a
todas luces parecía completamente impenetrable ante cualquier ataque
de lanza, flecha o espada. A medida que caminaba, las escamas iban
disminuyendo de tamaño y grosor según se aproximaba a la zona del
cuello. Las de esa zona se reducían hasta desaparecer totalmente y
dejar paso a una zona blanda de carne pálida, justo bajo el largo
cuello del dragón. La luz de la antorcha iba y venía acorde al
vaivén de la respiración de la criatura, que removía todo el aire
de la cámara de piedra. De pronto, Pragun divisó un asa de madera
astillada asomando por la parte carnosa del cuello, en medio de una
zona empapada de sangre. Las llamas de la antorcha se agitaron con el
suspiro de la bestia, y la luz del fuego iluminó la cresta de la
criatura entre la que sobresalía la punta de la lanza. El arma le
había atravesado el cuello de abajo arriba, desatando todo el caudal
de sangre que fluía por la piedra plana y bajaba por la pendiente de
la gruta. El dragón yacía ahora con su pesada cabeza apoyada en la
roca, incapaz de elevarla un palmo del suelo. Sus ojos,
entrecerrados, miraron de reojo al escriba.
―Aah... ―dijo,
lastimeramente―. Ya puedo verte, escriba. Por favor, avanza un poco
más. Y cuidado con dónde pones los pies ―la criatura gruñó de
dolor―, ahí delante hay un abismo temible.
Pragun adelantó la luz de la
antorcha y comprobó que, a unos pasos del hocico, la roca terminaba
bruscamente en una caída hacia un infinito de oscuridad insondable.
No se atrevió a acercarse más al borde, y miró alrededor en busca
de un lugar que le sirviera de apoyo para redactar la última
voluntad de aquel ser. Miró en todas direcciones, pero la roca a sus
pies era completamente lisa, de modo que encajó la antorcha en un
hueco entre dos rocas en la pared, se sentó con las piernas cruzadas
y comenzó a sacar un pergamino de su bolsa, ignorando completamente
la peligrosa presencia del dragón.
―Huelo
tu miedo, escriba ―comenzó a decir la portentosa voz del reptil
alado―. ¿Soy acaso yo el que origina tanta
inquietud en tu ánimo?
El escriba no contestó. Sacó la pluma, colocó el tintero en el
suelo, se acomodó el pergamino sobre la rodilla y se aprestó a
escribir tan pronto como hubo humedecido la punta de su herramienta
de trabajo.
Pero el dragón no dijo nada. A lo que Pragun respondió elevando
tímidamente la mirada asustada para contemplar por primera vez el
rostro de la criatura.
El dragón arrastraba su ancha barbilla por el suelo, dejando tras de
sí un rastro de saliva caliente y sangre tibia. El hocico chato no
dejaba de temblar levemente, al tiempo que el aire expandía y
contraía sus fosas nasales. Lo que más impactó a Pragun fueron los
ojos de la criatura, de un color miel brillante, intensificado por el
brillo triste de las lágrimas que humedecían sus ojos inyectados de
sangre. Su ceño, blindado y robusto, se fruncía otorgando al
conjunto de su rostro una expresión compasiva y asustada. El dragón
tenía miedo de su propia muerte. Y el dragón estaba afligido de
tener que abandonar su vida de ese modo tan violento.
Pragun, entonces, no supo qué contestar.
―Contempla la carnicería que
los tuyos han hecho conmigo y responde luego a quién deberías
temer, escriba ―sentenció el dragón―. Los que son como tú, y
las lanzas que empuñan, han decidido que este mundo no es lo
suficiente amplio para la convivencia de nuestras dos especies,
escriba. Y uno a uno han matado a todos los míos. Uno a uno han
asesinado a toda mi generación, a toda mi familia... Incluso esos
malnacidos cobardes derribaron a mi amada en pleno vuelo y la
despedazaron según cayó a tierra. Dime, escriba, ¿es esa la
humanidad de la que tanto presumís? ¿Es acaso “humano” matar a
una hembra que tan solo estaba consiguiendo comida para la prole que
portaba en su vientre? No..., no respondas, pues no hay ninguna
respuesta satisfactoria para semejante barbarie. Se os llena la boca
de valores ejemplares, pero al final sois las peores alimañas,
escriba. Nos habéis exterminado, sin importar nuestra edad, sin
importar nuestro sexo, sin importaros nada en absoluto. Solo os
preocupan vuestros ganados y vuestras cosechas. ¿Desde cuándo los
animales o las plantas son propiedad de alguien? Pero con esa excusa,
nos habéis matado a todos. A todos. Porque yo soy el ultimo,
escriba. Y después de mí, ya no quedará ninguno.
“Lo lamento”, se le ocurrió
decir a Pragun, aunque cuando habló, no fue eso lo que dijo.
―Yo estoy aquí solo para
redactar su última voluntad. No creo que yo deba...
―Ah, sí... Mi última
voluntad... No hará falta escribirla.
―¿Cómo...?
Pero la zarpa se movió deprisa,
y Pragun no tuvo tiempo de esquivarla. Para cuando quiso darse
cuenta, Pragun estaba atrapado dentro del puño de la criatura.
―Si pides ayuda, te arrancaré
la cabeza con mi último aliento, y moriremos los dos inútilmente.
―¡Suéltame! ¡Por lo que más
quieras, suéltame!
―Lo que más quería me lo
arrebataron hace mucho humanos como tú.
―Yo no tuve nada que ver con
eso. ¡Yo no tuve nada que ver con eso! Y lo lamento, de veras. Pero
si no me sueltas, no podré redactar lo que me digas.
―Ya te he dicho que no tendrás
que escribir nada.
Pragun continuó forcejeando
atrapado entre las garras del dragón hasta que, de buenas a
primeras, sus ojos se encontraron con los del dragón. Refulgían con
un tenue brillo de color miel que lentamente relajaron a Pragun y lo
sumieron en un estado de trance. La penetrante mirada del dragón
comenzó a rezumar una leve bruma brillante que, muy despacio, manó
de los ojos de la criatura y flotó hasta los del hipnotizado
escriba. El flujo de bruma continuó en un trasvase del dragón al
humano hasta que los ojos del escriba absorbieron todo el vapor de
color miel. Justo después, las fuerzas abandonaron a la criatura y
sus garras se aflojaron, dejando caer al escriba a tan solo un paso
del precipicio oscuro. Este volvió en sí y se puso de pie de un
salto mientras no dejaba de mirar alrededor en busca de una
explicación a lo que acababa de suceder. Como un acto reflejo, cogió
la antorcha de la pared y la empuñó contra la criatura como si de
una espada se tratase. Sin embargo, el dragón ya apenas podía tener
los ojos abiertos y contemplaba a Pragun fijamente.
―Ahora, tú eres el dragón,
escriba. Tú portas la semilla de mi especie, humano. Vive, porque
nosotros hemos muerto. Ten hijos, porque nosotros hemos desaparecido.
Atraviesa el tiempo con tu estirpe, porque nosotros hemos dejado de
existir. Y un día, lejos de esta época, ocurrirá la maravilla y un
vientre humano engendrará un bebé dragón. Y en ese momento
retomaremos la guerra donde la dejamos, humano. Nos cobraremos
nuestra venganza sobre los hombres. Pero hasta entonces, nuestra
esencia está en ti y en tu descendencia, escriba humano. Tú...
eres... mi última voluntad.
Y el dragón guardó silencio,
para siempre.
Pragun sostuvo la antorcha sin
saber qué hacer. Al bajar la mirada, se encontró con el pergamino
en blanco a sus pies.
El alba comenzó a despuntar y el
capitán de la orden del trigo empezaba a impacientarse fuera de la
cueva. De repente, escuchó pasos a su espalda. Las sandalias del
escriba seguían pisando el rastro de sangre, pero la sangre ya
estaba seca. Al verlo salir de la cueva, el capitán se acercó
rápidamente al escriba.
―¿Cuál ha sido la última
voluntad de esa bestia?
Sin decir palabra alguna, Pragun
entregó el pergamino al capitán, para que este lo leyera.
“Volveremos a encontrarnos”,
leyó el capitán, escrito con sangre de dragón.
El capitán miró a Pragun con
gesto de incomprensión. El sol de la mañana apareció en ese
momento y brilló entre las ramas de los árboles de alrededor. La
luz incidió en los ojos del escriba, que brillaron con el mismo
color de la miel.
¡Hola Aio! Ya echaba de menos tus historias, aunque he leído que te vas a tomar unas vacaciones. Yo seguiré esperando estas magníficas historias con latido, cargadas de emociones y fantasía, así que ¡a disfrutar de las vacaciones! Que cuando vuelvas con las pilas bien cargadas, seguro que te salen cosas que merecerá la pena leer.
ResponderEliminarEn cuanto a la última parte del Testamento del Dragón, qué puedo decir. Me ha encantado. El dragón está en todo su derecho de querer tomarse su venganza. Estoy de acuerdo en muchas de las cosas que decía :) Y ha sido toda una sorpresa que, en un futuro lejano, nazca del vientre de una humana ¡un bebé dragón! Enhorabuena, como siempre, un gran trabajo.
Bueno, pues solo desearte felices fiestas y que esperamos tu regreso :)
Un beso muy fuerte ^^
Muchísimas gracias por tus palabras, Carmen. Espero que hayas pasado unas fiestas geniales y estés teniendo un comienzo de año espectacular.
EliminarPronto habrá una nueva historia, y me pondré al día también con las magníficas historias de tu blog.
¡Muchos besos!