“Though we leave this world apart, I still went peacefully,
quietly, with you still firmly... in my heart”. (Finality – Woods
of Ypres)
El bebé del vecino de al lado no
dejaba de llorar. Leo supuso que el estruendo del disparo lo había
despertado, aunque en realidad el llanto del pequeño no era lo que
preocupaba a Leo. Lo que le puso más nervioso fue oír cómo sus
padres hablaban por teléfono con la policía, informando de que
habían escuchado el ruido de un disparo en el piso de al lado.
Sentado al borde de la cama de
Matt, Leo contempló el brazo del cadáver de su amigo, tendido en el
suelo más allá de la puerta de dormitorio. Para Leo, era aún
demasiado pronto como para asimilar las consecuencias de su
asesinato, era aún demasiado reciente su crimen como para percatarse
de que su amigo ya no volvería a levantarse del suelo nunca más. En
aquel momento, Leo tenía otras preocupaciones más acuciantes.
El dormitorio estaba patas
arriba. Como en todas las demás habitaciones, Leo había rebuscado
en todas las estanterías, cajones y armarios en busca de nuevas
dosis de lágrima, pero no había encontrado ninguna. Tembloroso,
cansado, apesadumbrado, y desesperado; Leo pensaba sin parar en más
lugares en los que buscar. Justo entonces, se le pasó por la cabeza
qué haría si no encontraba ninguna dosis. La idea le impactó como
un tren de mercancías. Su plan inicial no contemplaba semejante
posibilidad, pero, de darse, debería reaccionar de algún modo y
rápido, pues la policía llegaría en cuestión de minutos.
Reflexionó unos segundos y consideró la idea de marcharse de la
casa de Matt sin las lágrimas. El nudo que se le formó en el
estómago le hizo entender que aquello sería imposible para él.
Había llegado demasiado lejos para conseguir su dosis y había
quebrado el mismísimo código sagrado de la vida y de la muerte como
para darse por vencido. Tenía que seguir buscando, tenía que seguir
insistiendo con tal de poder volver a soñar con Nerea. Leo asumió
que sus opciones eran o conseguir la dosis o... Giró la cabeza y vio
el arma cargada encima del remolino de tela que formaban las sábanas
alborotadas. Cogió la pistola y la sostuvo sintiendo su peso. Jamás
pensó que en sus manos podría tener el instrumento de su propio
suicidio. Sin embargo, se reservaba esa siniestra herramienta como
última alternativa. Estaba seguro de que Matt había mentido y de
que en algún sitio debía de haber, al menos, una nueva dosis de
lágrima.
Leo suspiró y un destello llamó
su atención. Luces rojas y azules parpadeantes iluminaban
alternativamente la calle a la que daba la ventana. Cuando Leo se
acercó al cristal, vio a una pareja de agentes de la policía
bajándose de su coche patrulla. Uno de ellos miró hacia la ventana.
Leo se asustó y retrocedió unos pasos. Cuando se supo fuera del
alcance de su vista, se pasó la mano por el pelo y agachó la mirada
pensativo. Le quedaba muy poco tiempo, apenas dos minutos. Justo
entonces, un detalle llamó su atención. Parpadeó velozmente y se
fijó mejor en el zócalo de la pared. La unión entre dos de las
piezas era más ancha que las uniones del resto. Desesperado, se
arrodilló y golpeó la pieza con los nudillos. Sonaba hueco. Clavó
sus uñas en los bordes como si se tratara de un ave de presa y tiró
de ella hasta que cedió. Detrás, había una cavidad y, dentro, tres
frascos de lágrimas de sueño.
Leo apenas podía créerselo,
había encontrado los frascos de las lágrimas. Sin titubear, cogió
el primero de ellos, desenroscó el cuentagotas y vertió un chorro
de lágrima en cada uno de sus ojos. Luego, vertió otro. Y otro. Y
otro más. Hasta que la química del líquido quemó sus córneas,
haciendo que Leo tuviese que encontrar el colchón de la cama a
tientas. Cuando sintió el tacto mullido del colchón, se encaramó a
él y se dejó caer boca arriba. Tardó unos segundos en darse cuenta
de que no sabia dónde había dejado la pistola, pero ya le daba
igual. Parpadeaba a medida que la imagen que le ofrecían sus ojos se
oscurecía cada vez más. “Una dosis más te matará”, recordó
que le había dicho Matt, minutos antes. Leo asintió en silencio y
ya a ciegas. Sus ojos se habían vuelto azules, pero él solo veía
negro.
De repente, en la puerta se
oyeron unos golpes.
―Policía de Última Thule.
Abra la puerta, por favor.
Los golpes en la puerta se
repitieron, más fuertes y más rápidos que antes. Leo no les dio
importancia, ya solo pensaba en Nerea y en que pronto volvería a
estar con ella. Relajado y tranquilo, cerró los ojos cuando sintió
que las lágrimas hacían su efecto y traían consigo una dulce
oleada de sueño inevitable. Leo suspiró profundamente y dejó salir
todo el aire de sus pulmones lentamente.
Entonces, dejó de escuchar todo.
Solo hubo silencio y, luego, el sonido de una profunda respiración a
su lado. Sin abrir los ojos, Leo frunció el ceño y se concentró en
el sonido de aquella tranquila y pausada respiración. La curiosidad
fue más fuerte que él e hizo que abriera los ojos. Leo se
encontraba ahora en su dormitorio y, a su lado, dormía Nerea,
recostada de lado y con el hombro desnudo asomando entre las sábanas.
Todo era tal y como recordaba Leo. Extendió el brazo y posó la
punta de sus dedos en el hombro de la chica. Lo acarició despacio,
con cuidado, casi sin apenas rozarla. La piel de la chica se erizó.
Mientras se estiraba y se desperezaba, se dio medio vuelta para mirar
a Leo.
―Hola, mi vida ―dijo Nerea,
con voz de dormida.
―Hola, mi amor ―respondió
él, con auténticas lágrimas en sus ojos.
―Ey, ¿qué te pasa, mi vida?
¿Por qué lloras?
―Te... te quiero tanto,
Nerea... ―se limitó a contestar.
La chica, emocionada, se fundió
con Leo en un abrazo. Él la estrechó entre sus brazos con todas sus
ganas y disfrutó del tacto de su suave y delicada piel contra la
suya. Su corazón comenzó a latir con potencia. Tan fuerte, que Leo
tuvo que apretar los dientes para soportar su ímpetu. Pero el
corazón cada vez latía más deprisa, más fuerte, más potente, de
manera irrefrenable, imparable e irremediable. Hasta tal punto que
las fibras de su ser no pudieron soportarlo más y el corazón de Leo
reventó dentro de su pecho.
Horas más tarde, en la camilla
del depósito de cadáveres, la autopsia reveló que el corazón de
Leo había reventado por sobredosis de esa nueva y peligrosa
sustancia adictiva llamada lágrima del sueño. Para Leo, sin
embargo, lo que lo había matado había sido el tan deseado abrazo de
su verdadera amada. Y, aunque él ya no existía, sabía que el
abrazo había merecido la pena.
[El epílogo de esta historia se
titula “Paraíso”, y fue publicado en este blog el día 6 de
diciembre del año 2012]
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