La penumbra bañaba la habitación, decorada con prendas de ropa por
el suelo. La cortina se mecía suavemente, dejando que la luna
curioseara por la ventana. La brisa de la noche, fresca y húmeda,
erizaba la piel de las dos sombras que se enredaban entre las
sábanas.
Allí, las dos se envolvían entre sí, una sobre otra, en un baile sublime, en
una danza al son de gemidos; cada vez más rápida, cada vez más
fuerte. Pasión y sudor hasta el fin inevitable. Y las dos sombras se
volvieron una sola. Y las dos sombras se dijeron “te quiero” al
oído.
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