jueves, 20 de junio de 2013

El manantial (Primera parte)

El intenso calor resultaba agobiante y hacía creer que incluso el oxígeno se evaporaba lentamente y desaparecía del aire caldeado. Abbi respiraba, pero no sentía que llenase sus pulmones de aire. Para él, tan solo era calor ardiente entrando por su nariz y resecando su garganta. Entornó los ojos. Los rayos del sol caían verticales sin que ninguna nube se atreviera a interponerse en su camino. La tierra suelta de aquella montaña del desierto absorbía cada grado de temperatura y lo escupía de vuelta al cielo azul, creando la ilusión de una cortina de calor que derretía eternamente el lejano horizonte de la cordillera. Abbi enjugó las pocas gotas de sudor que pudieron escapar por debajo del sucio turbante que lo protegía del calor. Tomó todo el aire que pudo, y acomodó su posición una vez más, con extremo cuidado. Llevaba toda la mañana esperando, y empezaba a dolerle todo el cuerpo. Movió la áspera lengua dentro de su boca para librase momentáneamente del mal sabor que tenía desde el amanecer. Ya hacía unos minutos que la saliva se le había convertido en una pasta blanca y espesa que terminaba de secarse en las comisuras de sus labios agrietados y despellejados. Pero Abbi aguantaba con estoicismo todas las incomodidades y seguía aguardando en su posición, sin apenas moverse. Debía permanecer lo más quieto posible. No debía levantar ninguna nube de polvo que delatara su escondite. Pronto llegarían.

Suspiró profundamente al tiempo que su cuerpo de diecisiete años soportaba bajo la túnica todo el peso del implacable sol del desierto. Aunque al principio quemaba, la tierra sobre la que Abbi se había tumbado ahora estaba templada. No había sombra alguna que pudiera protegerlo del calor abrasador que calentaba la tela de su vestimenta. Abbi incluso notaba en las mejillas el calor que desprendía la roca maciza detrás de la que se había escondido, pero la piedra no lo protegía del sol, que lo golpeaba con su ira de fuego en la espalda, sin piedad, sin concesiones.



Extendió el brazo y colocó la mano sobre el fusil que en ese momento le estaba haciendo compañía. Un Ak-47 oxidado yacía a su lado, con solo cuatro balas en el cargador. El metal ardiente del cuerpo del arma le quemó en la palma de la mano. Tiró de ella por la correa para acercarse a sí el arma. Quería tenerla al alcance. Deseaba no tener que recurrir a ella, pero pronto podría hacerle falta.



Cerró los ojos unos segundos para repasar mentalmente los pasos del plan que había trazado la noche anterior. Movió los labios en silencio cada vez que rememoraba cada paso planeado. Justo después, se aseguró de que llevaba encima todo lo que le iba a hacer falta. Llevaba algunos trozos de tela en el bolsillo derecho, el mechero, en el izquierdo y el pequeño cuchillo, escondido en el bolsillo secreto de la manga izquierda. La inquietud lo obligó a asegurarse de que el mechero funcionaba al primer intento. Tan pronto su pulgar pulsó la válvula, la llama se alzó alta y esbelta, como si se hubiese puesto de pie para saludarlo. Funcionaba, y lo apagó. Ya hacía suficiente calor.



Todo estaba en calma. Nada se movía, nada se escuchaba. No había viento, ni corriente, ni brisa. Solo pesado calor aplastante. Silencio y fuego, luz y tierra, asfixia y sudor. Abbi apretó los labios y se impacientó. De repente, un rumor lejano centró toda su atención. El sonido empezaba a retumbar entre las paredes macizas de los riscos montañosos. Por fin, venían en su dirección. Con movimientos muy lentos, Abbi asomó la mirada por encima de la roca. Gotas de sudor cayeron de sus pestañas empapadas. Dirigió la mirada hacia el recodo detrás del que se perdía de vista el camino de tierra. Sin duda, el convoy militar tendría que pasar por aquel lugar, pues era el único camino posible. Aquella sinuosa carretera de tierra, que serpenteaba asomándose peligrosamente a las vertiginosas alturas de las montañas, era la única vía secundaria que llevaba de vuelta a la base militar. Los camiones que Abbi quería interceptar tenían que pasar a la fuerza por ese punto exacto, pues la peculiar naturaleza de la mercancía que transportaba el convoy obligaba a los militares a evitar caminos principales. La única vía secundaria que existía era aquella que Abbi tenía bien vigilada desde detrás de la roca ardiente.



El ruido de los motores de los camiones que se acercaban aumentó de intensidad.



Los nervios revolvieron el estómago de Abbi. Escupió el poco de saliva que le quedaba en la boca y se refugió de nuevo tras su escondite. Pegó la frente a la tierra del suelo y volvió a repasar el plan. De repente, recordó un elemento fundamental que necesitaba ser revisado cuanto antes, aunque el mero hecho de tener que asegurarse una vez más de aquello le hizo sentir asco. Aun así, se obligó a levantar de nuevo la mirada por encima del perfil irregular de la piedra. En esta ocasión, miró a la izquierda, justo donde se encontraba el enorme cadáver del camello.



Abbi dejó salir por la boca todo el aire que había retenido involuntariamente. Aquel animal muerto había sido el que lo había traído hasta aquel lugar. Abbi apretó algo de tierra en su puño cuando recordó cómo había tenido que ajusticiar a aquel camello para que el plan se pusiese en marcha. No fue nada fácil disparar en la cabeza del animal para que su voluminoso cuerpo cayera al suelo y bloqueara el paso estrecho entre la pared montañosa y el peligroso desnivel desnudo de la montaña. Todavía recordaba la mirada bobalicona del camello mientras Abbi lo observaba sujetando en alto el fusil, que apuntaba directamente entre los ojos. El pobre no sospechaba que solamente le quedaban unos segundos de vida. Abbi sintió pena por aquel animal, que tantos años había permanecido con él y su familia. Sin embargo, su sacrificio era totalmente necesario. Ahora Abbi estaba luchando para salvar vidas humanas, y la muerte de aquel animal bien merecía la pena si con ella conseguía salvar a toda su familia y a todo su poblado.



El ruido de los motores sacó a Abbi de los recuerdos de su memoria. Los militares ya casi estaban al otro lado del recodo. El chico se colgó el fusil cruzado sobre el pecho y aguardó unos instantes más. Los motores, pasados de revoluciones, hacían avanzar lentamente a los pesados camiones por aquella senda estrecha y peligrosa. Una humareda negra asomó a unos metros de distancia por encima del peñasco de la derecha. A pesar del rugido de los motores, Abbi ya podía escuchar las voces de los soldados. Deseó con todas sus fuerzas no verse obligado a matar a ninguno.

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