El intenso calor resultaba agobiante y hacía creer que incluso el
oxígeno se evaporaba lentamente y desaparecía del aire caldeado.
Abbi respiraba, pero no sentía que llenase sus pulmones de aire.
Para él, tan solo era calor ardiente entrando por su nariz y
resecando su garganta. Entornó los ojos. Los rayos del sol caían
verticales sin que ninguna nube se atreviera a interponerse en su
camino. La tierra suelta de aquella montaña del desierto absorbía
cada grado de temperatura y lo escupía de vuelta al cielo azul,
creando la ilusión de una cortina de calor que derretía eternamente
el lejano horizonte de la cordillera. Abbi enjugó las pocas gotas de
sudor que pudieron escapar por debajo del sucio turbante que lo
protegía del calor. Tomó todo el aire que pudo, y acomodó su
posición una vez más, con extremo cuidado. Llevaba toda la mañana
esperando, y empezaba a dolerle todo el cuerpo. Movió la áspera
lengua dentro de su boca para librase momentáneamente del mal sabor
que tenía desde el amanecer. Ya hacía unos minutos que la saliva se
le había convertido en una pasta blanca y espesa que terminaba de
secarse en las comisuras de sus labios agrietados y despellejados.
Pero Abbi aguantaba con estoicismo todas las incomodidades y seguía
aguardando en su posición, sin apenas moverse. Debía permanecer lo
más quieto posible. No debía levantar ninguna nube de polvo que
delatara su escondite. Pronto llegarían.
Suspiró profundamente al tiempo que su cuerpo de diecisiete años
soportaba bajo la túnica todo el peso del implacable sol del
desierto. Aunque al principio quemaba, la tierra sobre la que Abbi se
había tumbado ahora estaba templada. No había sombra alguna que
pudiera protegerlo del calor abrasador que calentaba la tela de su
vestimenta. Abbi incluso notaba en las mejillas el calor que
desprendía la roca maciza detrás de la que se había escondido,
pero la piedra no lo protegía del sol, que lo golpeaba con su ira de
fuego en la espalda, sin piedad, sin concesiones.
Extendió el brazo y colocó la mano sobre el fusil que en ese
momento le estaba haciendo compañía. Un Ak-47 oxidado yacía a su
lado, con solo cuatro balas en el cargador. El metal ardiente del
cuerpo del arma le quemó en la palma de la mano. Tiró de ella por
la correa para acercarse a sí el arma. Quería tenerla al alcance.
Deseaba no tener que recurrir a ella, pero pronto podría hacerle
falta.
Cerró los ojos unos segundos para repasar mentalmente los pasos del
plan que había trazado la noche anterior. Movió los labios en
silencio cada vez que rememoraba cada paso planeado. Justo después,
se aseguró de que llevaba encima todo lo que le iba a hacer falta.
Llevaba algunos trozos de tela en el bolsillo derecho, el mechero, en
el izquierdo y el pequeño cuchillo, escondido en el bolsillo secreto
de la manga izquierda. La inquietud lo obligó a asegurarse de que el
mechero funcionaba al primer intento. Tan pronto su pulgar pulsó la
válvula, la llama se alzó alta y esbelta, como si se hubiese puesto
de pie para saludarlo. Funcionaba, y lo apagó. Ya hacía suficiente
calor.
Todo estaba en calma. Nada se movía, nada se escuchaba. No había
viento, ni corriente, ni brisa. Solo pesado calor aplastante.
Silencio y fuego, luz y tierra, asfixia y sudor. Abbi apretó los
labios y se impacientó. De repente, un rumor lejano centró toda su
atención. El sonido empezaba a retumbar entre las paredes macizas de
los riscos montañosos. Por fin, venían en su dirección. Con
movimientos muy lentos, Abbi asomó la mirada por encima de la roca.
Gotas de sudor cayeron de sus pestañas empapadas. Dirigió la mirada
hacia el recodo detrás del que se perdía de vista el camino de
tierra. Sin duda, el convoy militar tendría que pasar por aquel
lugar, pues era el único camino posible. Aquella sinuosa carretera
de tierra, que serpenteaba asomándose peligrosamente a las
vertiginosas alturas de las montañas, era la única vía secundaria
que llevaba de vuelta a la base militar. Los camiones que Abbi quería
interceptar tenían que pasar a la fuerza por ese punto exacto, pues
la peculiar naturaleza de la mercancía que transportaba el convoy
obligaba a los militares a evitar caminos principales. La única vía
secundaria que existía era aquella que Abbi tenía bien vigilada
desde detrás de la roca ardiente.
El ruido de los motores de los camiones que se acercaban aumentó de
intensidad.
Los nervios revolvieron el estómago de Abbi. Escupió el poco de
saliva que le quedaba en la boca y se refugió de nuevo tras su
escondite. Pegó la frente a la tierra del suelo y volvió a repasar
el plan. De repente, recordó un elemento fundamental que necesitaba
ser revisado cuanto antes, aunque el mero hecho de tener que
asegurarse una vez más de aquello le hizo sentir asco. Aun así, se
obligó a levantar de nuevo la mirada por encima del perfil irregular
de la piedra. En esta ocasión, miró a la izquierda, justo donde se
encontraba el enorme cadáver del camello.
Abbi dejó salir por la boca todo el aire que había retenido
involuntariamente. Aquel animal muerto había sido el que lo había
traído hasta aquel lugar. Abbi apretó algo de tierra en su puño
cuando recordó cómo había tenido que ajusticiar a aquel camello
para que el plan se pusiese en marcha. No fue nada fácil disparar en
la cabeza del animal para que su voluminoso cuerpo cayera al suelo y
bloqueara el paso estrecho entre la pared montañosa y el peligroso
desnivel desnudo de la montaña. Todavía recordaba la mirada
bobalicona del camello mientras Abbi lo observaba sujetando en alto
el fusil, que apuntaba directamente entre los ojos. El pobre no
sospechaba que solamente le quedaban unos segundos de vida. Abbi
sintió pena por aquel animal, que tantos años había permanecido
con él y su familia. Sin embargo, su sacrificio era totalmente
necesario. Ahora Abbi estaba luchando para salvar vidas humanas, y la
muerte de aquel animal bien merecía la pena si con ella conseguía
salvar a toda su familia y a todo su poblado.
El ruido de los motores sacó a Abbi de los recuerdos de su memoria.
Los militares ya casi estaban al otro lado del recodo. El chico se
colgó el fusil cruzado sobre el pecho y aguardó unos instantes más.
Los motores, pasados de revoluciones, hacían avanzar lentamente a
los pesados camiones por aquella senda estrecha y peligrosa. Una
humareda negra asomó a unos metros de distancia por encima del
peñasco de la derecha. A pesar del rugido de los motores, Abbi ya
podía escuchar las voces de los soldados. Deseó con todas sus
fuerzas no verse obligado a matar a ninguno.
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