“No debería estar aquí. Están demasiado cerca, seguro que me
encuentran. Van a matarme y no voy a poder hacer nada”, pensó
Abbi, después de que el miedo lo hubiese dejado paralizado detrás
de la roca. Esos y otros pensamientos nefastos cruzaron su mente
mientras el convoy pasaba despacio justo por delante de su posición.
Se apretó todo cuanto pudo contra la tierra de detrás de la piedra
que lo ocultaba, como si intentara fundirse con cada grano de arena
que se le pegaba a la ropa sudada. El ruido de los motores se volvió
insoportable para sus oídos y el corazón se le aceleró como si
estuviese escuchando los rugidos de una manada de leones hambrientos
y sanguinarios. Pero a pesar de que aquel sonido resultaba
intimidatorio, el despiadado rugido mecánico fue disminuyendo de
intensidad conforme los vehículos militares frenaban la marcha
gradualmente hasta detenerse ante el cadáver del camello.
El momento había llegado: Abbi tendría que echar un vistazo para
saber cuántos vehículos formaban el convoy, y lo debería hacer de
la manera más sigilosa posible para que los soldados no pudiesen ver
nada extraño asomando por aquella roca situada a un lado del camino
de tierra, a tan solo unos diez pasos de distancia. Abbi suspiró e
introdujo aire caliente en sus pulmones. Luego, se acomodó el fusil,
cuyos duros salientes metálicos se le estaban clavando a través de
la tela en la tierna carne del vientre. Se arrastró lateralmente sin
despegar su cuerpo del suelo, tratando de rodar por encima de cada
una de las piedrecitas que tenía debajo. Muy despacio, su ojo fue
superando el borde de piedra como un sol castaño que amanece por la
ladera de una montaña diminuta. Entonces, se detuvo, ya tenía a la
vista todos sus objetivos.
Había un camión delante. Se trataba de un destartalado transporte
militar de mercancía. Vomitaba humo negro una y otra vez por los dos
escapes que apuntaban al cielo justo por detrás de la cabina del
piloto. El olor asfixiante de los gases se mezcló con el aire
caldeado, y Abbi incluso pudo saborear la contaminación en su boca.
Siguió observando atentamente. El color caqui del camión, con
manchas de diferentes tonalidades, ayudaba a mantener el vehículo
camuflado cuando se detenía sobre el fondo polvoriento y seco del
desierto. En la parte trasera de carga, una tela del mismo color se
estiraba encima de unos soportes de metal para ocultar la mercancía
de las miradas curiosas. Sin lugar a dudas, lo que Abbi andaba
buscando debía encontrarse allí, pero conseguirlo no sería tarea
fácil. Al conductor del vehículo lo acompañaba un copiloto, que en
ese momento se agitaba en su asiento y señalaba nervioso hacia
delante, probablemente furioso a causa del inesperado bloqueo que
impedía el paso. Abbi supuso que se trataba del líder del grupo. La
mirada de Abbi recorrió el convoy de vehículos, desde el primero al
último. El conjunto estaba formado por dos todoterrenos y el camión,
que estaba parado entre ellos
El conductor del primer vehículo se había bajado y compartía
comentarios asombrados con su acompañante, mientras se rascaba la
cabeza por debajo de la gorra. Observaba el camello con perplejidad.
―Le han pegado un tiro ―dijo,
señalando el cráneo destrozado del animal.
―¡No seas idiota y coge tu
arma! ―le gritó el soldado nervioso del camión―. Nos han
tendido una jodida trampa. ¿No te vale con el camello muerto?
¿Necesitas que también pongan un puto cartel para darte cuenta?
Aparta ese jodido bicho del camino antes de que se nos echen encima.
¡Rakku! Tú, vigila los flancos ―entonces, se asomó por la puerta
del camión y miró atrás, al último todoterreno que había parado
tras el camión―. Lailo, tú también vigilas. Y tú ―dijo
dirgiéndose al conductor del camión―, quédate al volante y
estate atento. Vigila desde aquí por si ves algo.
El líder militar cargó su fusil
y bajó del transporte en dirección al camello.
―¿Y cómo coño voy a apartar
esta mole? ―le preguntó a voz en grito el soldado que
seguía rascándose la cabeza.
El líder de los soldados negó
decepcionado con la cabeza. La poca profesionalidad que demostraban
sus compañeros cada segundo que pasaba le ponía los nervios de
punta. Abbi se fijó mejor en los uniformes que vestían, buscando
las insignias que mostraban el rango de cada uno. Una sonrisa
apareció de repente en una de las comisuras de los labios de Abbi
cuando comprobó que se trataban de seis soldados rasos. También se
percató en sus movimientos apresurados, sus tartamudeos y sus
miradas fugaces y asustadizas. Actuaban como si estuviesen haciendo
algo malo, algo incorrecto, algo secreto... Algo de lo que sus
superiores no tenían constancia.
El joven Abbi se sintió algo más
confiado, aunque era plenamente consciente de que se trataba de un
grupo de hombres asustados, armados y alerta. Los soldados Rakku y
Lailo comenzaron a patrullar por separado recorriendo un perímetro
circular alrededor del convoy y escudriñando cada recoveco con la
mirada. No parecían tener intención de separarse de los vehículos.
Abbi supuso que la mercancía podía ser tan valiosa que no querían
arriesgarse a dejarla desprotegida. El líder y el soldado de la
picazón en la cabeza se afanaban en tratar de empujar el animal
muerto hacia la pendiente de caída de la montaña, pero
la tierra del camino era suelta y el peso hizo que el cuerpo se hundiese, lo que dificultaba mucho más poder desplazarlo tan solo
unos centímetros. Los dos soldados restantes habían quedado dentro
de sus transportes: uno, en el camión y otro, en el todoterreno de la
cola del convoy. Aquel sería el primer objetivo del plan de Abbi. Se
imaginó el camino que seguiría para acercarse al vehículo y se
colgó el fusil a la espalda, cruzando la correa por delante del
pecho. Flexionó las rodillas agazapado tras la piedra y vigiló a la espera de que los
soldados de la patrulla le dieran la espalda para que él pudiera
salir corriendo hacia la parte de atrás del todoterreno. Hizo un
último repaso de que llevaba encima todo lo necesario y observó
cómo aquel soldado marchaba de espaldas a él y se alejaba cada vez
más, brindándole la oportunidad perfecta para correr a hurtadillas
hasta el maletero.
“¡A la mierda con esto!”,
gritó el soldado líder. Abbi decidió demorar su salida y esperar
para descubrir a qué se había debido aquel grito. Segundos después,
vio aparecer al cabecilla. Tenía la cara roja y algunas gotas de
sudor caían por su frente, seguramente a causa del esfuerzo para
apartar el cuerpo del camello. “Un puto camello muerto no va a
pararme ahora”, dijo aquel soldado raso que dirigía a los otros cinco, cuando
salió del camión sujetando una granada de fragmentación en la
mano.
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