La pared estaba completamente
cubierta de monitores, como si fuese un enorme panal de abejas. Sin
embargo, tan solo uno de ellos permanecía encendido, iluminando con
su mortecina luz gris el rostro serio del doctor Miller. Sentado a
escasos centímetros de la pantalla, mantenía la vista clavada en él
por encima de sus dedos cruzados. Vigilaba a la joven Edith, aún
inconsciente en el suelo de su celda acolchada. El aire olía al
cigarro que se consumía en el cenicero como un palo de incienso.
Dentro de su cabeza, el doctor no dejaba de preguntarse si había
hecho lo correcto con ella. Entonces, la puerta se abrió y apareció
una silueta oscura sujetando el pomo de la cerradura. Entró sin
hacer ruido, cerró la puerta y se apoyó en la pared a un lado. Se
recreó en el silencio aderezado con el zumbido eléctrico del
monitor. El olor del tabaco se había estancado dentro de la
habitación cerrada.
―Creía que los médicos no
fumaban ―dijo el visitante, con aquel tono ronroneante que tanto
sacaba de quicio a Miller. Este se reclinó en la silla y suspiró
para tomar fuerzas para contestar con desgana.
―No fumo, Sabio. Ya no, al
menos. Pero el olor me tranquiliza cuando estoy nervioso.
―¿Está nervioso, doctor
Miller?
Esta vez, no le respondió. No
estaba dispuesto a entrar en su juego dialéctico. A Sabio le gustaba
juguetear en sus conversaciones, preguntando evidencias o usando el
sarcasmo o la ironía. Se divertía cuando se sentía en control de
la conversación, como un torero que despista a su interlocutor y lo
conduce a donde desea. Sabio se creía más listo que los demás, y
se regodeaba de ello. De hecho, todos en el laboratorio lo conocían
como “Sabio, el hombre al que recurrir cuando todo se va al
cuerno”. Él disfrutaba de su fama, y le gustaba demostrar a la
mínima que era una fama merecida. Sin embargo, en aquel momento,
Miller tenía problemas más importantes que la insaciable sed de
superioridad del ego de Sabio.
―Es casi como si fuera su hija,
¿no es cierto? ―insistió Sabio―. Usted y los suyos la han
convertido en lo que es ahora. Es la hija de sus libros, sus fórmulas
y sus jeringuillas.
El doctor negó con la cabeza.
―Sé lo que me va a decir
ahora, buen doctor ―Sabio se fue acercando despacio, casi con el
mismo ritmo pausado con el que salían las palabras de su boca―.
“Pero es que yo solo quería salvarle la vida...” “Pero es que
yo no sabía que iba a tener esos efectos secundarios...” “Pero
es que no disponíamos de otro sujeto para probar la fórmula...”
“Pero es que tenía que aprovechar la oportunidad...” “Pero es
que...” “Pero es que...” “Pero es que...” ―Sabio se apoyó
en el respaldo de la silla. Miller sintió su aliento en la calva de
coronilla―. Excusas penosas que no son dignas de alguien de su
nivel intelectual, buen doctor.
Miller volvió a negar en
silencio.
―¡Negación silenciosa y
rabiosa! ―y Sabio dio una palmada en el aire―. ¡Estupendo!
¡Bien! El primer paso hacia la aceptación. Va por el buen camino,
buen buen doctor. Buen camino, buen doctor. Derechito hacia la
aceptación. Aceptación de que ha metido la pata, doctor. Aceptación
de que casi nos mete a todos en un buen lío, doctor. Aceptación de
que, de no ser por mí, la policía la hubiera capturado, la hubiera
analizado de pies a cabeza y aceptación de que su preciosa fórmula
secreta de resurrección hubiera terminado en primera página de los
periódicos de mañana.
Miller giró el asiento de su
silla y miró con ira a Sabio, sin molestarse ni siquiera en
levantarse de su asiento.
―¡Vaya! ―exclamó Sabio,
simulando terror con una mueca forzada―. ¡Qué carita más
aterradora se le ha puesto! Tendré pesadillas... Pero, una cosa:
¿usted la caga inyectándole su suero y ahora soy yo el malo? No se
confunda, buen doctor. Con ese fruncido ceño está mirando al que
está limpiando su mierda. No focalice en mí la rabia que debería
sentir hacia sí mismo.
El doctor ya no pudo soportarlo
más y su puso en pie para mirarlo directamente a los ojos.
―¡No tiene ni idea de lo que
dice! ¡Esa joven estaba a punto de morir por mi culpa! ¡Por mi
culpa! Yo no hubiera podido vivir con eso en mi conciencia. Ella
jadeaba entre el amasijo retorcido de metal y en el maletín yo
llevaba el que podía ser nuestro milagro. Una segunda oportunidad.
Para que ella viviera, y para que yo pudiera seguir viviendo. Tenía
que intentarlo. Tenía que probar el suero con ella.
―Bua, bua... Lo que tuvo que
haber hecho era prestar más atención a la carretera.
―Es usted despreciable. Sigue
viva gracias a la fórmula. Se recuperó gracias a ella. Y solamente
hizo falta una dosis. ¿Es que no es capaz de entender que lo hice
con la mejor intención?
―Todos los que la cagan como
usted decís lo mismo. “Pero si lo hice con buena intención...”.
Dais pena. Permítame darle un consejo, buen doctor: la próxima vez
que sienta ese impulso de las buenas intenciones de boyscout, no use
material del laboratorio para ellas.
Un extraño calor encendió las
mejillas de Miller, y este apretó los puños para contener las ganas
de propinarle un puñetazo en su sabionda cara.
―¿Lo he enfadado bien
enfadado? ¿Está calentito? ¿Sí? ¡Genial! Pues demos buen uso a
esa buena rabia, buen doctor. Usemos esa ira contenida en esa redonda
y espaciosa barriga suya, y canalícela en ella. La retendremos aquí
un día más. Ni uno más. Hágale pruebas, sáquele sangre, hágale
un puto examen de matemáticas si le parece. Cualquier cosa que se le
pase por su bien intencionada cabeza de médico. Haga con ella lo que
quiera y descubra por qué su suero para resucitar muertos ha
terminando convirtiéndola en una Supergirl del extrarradio.
―¿Qué pasará con ella y con
su hermano después? ¿Y conmigo...?
―Eso, mi buen doctor, dependerá
de lo que descubra.
Sabio se dio media vuelta y salió
de la sala como si no hubiese dejado a nadie dentro. Miller se apoyó
en la mesa y vio que Edith ya estaba despierta. La chica empezaba a
gritar y a pedir auxilio, mientras palpaba los muros acolchados de su
celda en busca de una puerta que parecía no existir. De buenas a
primeras, el pelo de la chica comenzó a agitarse por el fuerte
viento que se desató dentro de la celda.
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