El rascacielos Inspirational: una
torre esbelta de cristal azul y metal cromado. Un hito más de la
humanidad, clavado con metal y hormigón en el asfalto de la ciudad,
que se elevaba como un espolón muy por encima del perfil irregular
del horizonte. Justo entre los rascacielos Reflexion e Illumination,
el Inspirational era el segundo más alto del círculo de
rascacielos, tan solo superado por el illumination, que los presidía
a todos como el frontal de una corona real puntiaguda que gobernaba
majestuosa en la llanura urbana. Edith ascendía despacio por la
fachada, muy pegada al cristal. De cuando en cuando, apoyaba la mano
en los salientes de las ventanas para tener un sitio al el que asirse
por si perdía el equilibrio. Sin embargo, lo que realmente había
perdido en aquel momento era la cuenta de pisos que había superado.
Evitó a toda costa mirar abajo y miró arriba en su lugar, para
comprobar si aún le quedaba mucho para alcanzar una azotea que
parecía no llegar nunca.
Tras casi tres minutos más de
ascenso, el borde de hormigón de la azotea ya estaba a su alcance, y
se agarró a él para subir. De pie sobre la azotea, miró a su
alrededor: respiraderos de ventilación por todas partes y una
escalerilla de metal que subía hasta un helipuerto en el otro
extremo. Era casi mediodía y notó que el calor hacía que el sudor
le cayera por la espalda. Aunque volar parecía un acto sin esfuerzo
alguno, lo cierto es que la cansaba tanto como correr. Avanzó unos
pasos examinando cada rincón con la mirada. “Hola”, se aventuró
a llamar en voz alta. Pero nadie respondió. Alzó el vuelo de nuevo
para ganar altura y abarcar algo más de campo con su visión. La
superficie llana y verde del helipuerto se descubrió ante ella. Su
hermano Ezra yacía de lado sobre la enorme H mayúscula que marcaba
el lugar. Edith se apresuró a acudir a su lado y voló hasta llegar
hasta él.
―¡Ezra! ―le gritó tan
pronto como aterrizó a su lado. Colocó su mano sobre su hombro y lo
sacudió para que despertara―. ¡Ezra! ¿Estás bien?
Pero su hermano no abrió los
ojos. Edith se llevó las manos a la boca y miró en todas
direcciones sin saber qué hacer. Se apresuró a colocar las puntas
de sus dedos en el cuello de Ezra para comprobar si tenía pulso.
―Tranquila ―dijo una voz a su
espalda―. Solo está inconsciente.
Edith se dio media vuelta y se
alzó sobre el suelo. Por la escalerilla del helipierto acababa de
subir un hombre de mediana edad, robusto, y que compensaba su
calvicie con una poblada barba blanca que le daba un aspecto de gnomo
bonachón. Edith no se lo podía creer, pero lo reconoció en el
acto.
―¿Qué hace usted aquí?
―preguntó Edith, alzando las manos para defenderse como si fuese a
disparar por las palmas de las manos. Aunque no estaba segura de cómo
funcionaba esa otra habilidad, manipularía el aire a su alrededor si
era necesario. Tal y como había hecho con el vigilante en la
piscina―. ¿Usted le ha hecho esto a mi hermano? ¿Por qué?
Aquel hombre era el doctor
Miller, el médico de urgencias que había tratado a Edith tras su
accidente, y a quien ella le debía la vida. Ahora ya no llevaba la
bata blanca, solamente unos pantalones de pinza beige y un jersey
celeste. No daba la más mínima sensación de amenaza, más bien
parecía él quien estaba asustado. El doctor levantó las manos en
señal de inocencia.
―No he sido yo, Edith ―dijo
en voz alta, para compensar el silbido del viento que empezaba a
levantarse.
―¿Entonces qué hace usted
aquí? Me dijeron que viniera. Me dijeron que viniera a por mi
hermano. ¿Está usted metido en esto también? ¿QUÉ RAYOS HACE
USTED AQUÍ?
El doctor negó con la cabeza,
decepcionado consigo mismo.
―Solamente tenía que
distraerte... Lo... lo siento.
El viento silbó en el helipuerto
con fuerza. Edith estaba confusa, asustada y furiosa, y un zumbido
atravesó las ráfagas hasta clavarse en el cuello de la chica. Esta
perdió el equilibrio y perdió altura. Inmediatamente, notó algo
pegado en el lateral del cuello. Se llevó la mano y tocó un objeto
extraño que sobresalía de su piel. Le dolió cuando tiró de él,
pero se lo arrancó para poder verlo. Se trataba de un dardo pequeño
y metalizado. Una gota de su sangre brillaba en la punta de la aguja
con el brillo del sol del mediodía.
―¿Doctor...? ―balbuceó
Edith, antes de caer redonda en el suelo, al lado de su hermano
también inconsciente.
El doctor Miller se pasó la mano
por la calva y dio un breve y nervioso paseo en círculo. Se quedó
de espaldas a los hermanos. Le asqueaba pensar que él había
colaborado para destruir la vida de aquellos dos jóvenes. Suspiró y
desenganchó el walkie que llevaba enganchado en el cinturón a su
espalda. Pulsó el botón.
―Ya está ―dijo con voz
temblorosa―. Has hecho diana.
―Pues claro que he hecho diana,
joder ―respondió la lenta voz ronroneante por el walkie. El doctor
dirigió la mirada hacia la azotea del rascacielos Illumination y
divisó el destello del fusil de francotirador―. No te muevas de
ahí ―continuó diciendo― y vigila a los objetivos. No sabemos si
el sedante afecta igual a la chica esa. Ya el helicóptero viene de
camino. Pronto todo habrá terminado.
―Pero la han visto llegar hasta
aquí. Seguro. Y verán el helicóptero cuando llegue. Todo esto no
puede salir bien.
Pero la voz ronroneante no
contestó. De lejos, empezó a escucharse el murmullo de las aspas
girando.
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