La cálida luz del sol de la
tarde se filtraba en las alturas a través de las frondosas ramas.
Dana cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el cielo, que dejaba
entrever su claro azul celeste por los huecos entre las hojas.
Percibió el calor del sol en su cara, dibujando luces y sombras
caprichosas al mismo tiempo que la agradable brisa mecía las ramas
de arriba. El susurro de los árboles se convirtió en una melodía
tranquila y relajante que entraba por sus oídos y se hundía hasta
su corazón, calmando su latido y acompasándolo al vaivén del
follaje que la rodeaba. Sin pretenderlo, una media sonrisa apareció
en su rostro. Estaba tranquila y se sentía en paz. Entonces, escuchó
el paso apresurado de cuatro patas que se acercaban hacia ella. Abrió
los ojos y bajó la mirada para ver a su perra Nomi corriendo y
saltando algunos arbustos, mientras sostenía en su hocico el palo
que Dana le había tirado.
“Buena chica, Nomi”, le
agradeció su dueña cuando Nomi dejó el palo en su mano. La golden
retriever se sentó justo delante de Dana y clavó su mirada en ella.
Con el hocico abierto, se relamió y comenzó a mover la lengua a la
espera de que la chica lanzara de nuevo el palo. Esta agitó el
objeto en su mano, fingiendo que podía lanzarlo en cualquier
momento. “Tú no te cansas nunca, ¿eh?”, comentó a su mascota,
que se limitó a seguirla muy de cerca cuando Dana comenzó a caminar
entre los árboles.
Aquel bosque se había convertido
en el auténtico hogar de Dana. Desde que sus padres se habían
mudado al pueblo, ella se dedicó a explorar el bosque de la zona
todas las tardes. Así evitaba quedarse en casa y empaparse de ese
ambiente pantanoso en el que se había convertido su hogar, una
pantomima de unos padres separados que, para darse una segunda
oportunidad, se habían inventado la idea de que sería una buena
idea empezar de cero en un sitio nuevo. Ninguno de ellos le preguntó
a Dana qué le parecía lo de dejar atrás todo e irse a vivir en un
pueblo perdido en el que en lugar de centros comerciales hay
hectáreas y hectáreas de bosques. Pero aun así, tuvo que acatar la
decisión a regañadientes y someterse a la voluntad de sus padres.
“Al menos tengo espacio para mí”, pensó mirando la arboleda de
alrededor, que la alejaba de las mismas discusiones que seguían
manteniendo sus padres en la casa nueva donde vivían.
Era el mes de septiembre, y Dana
aún no había empezado las clases en su instituto nuevo. De modo que
tenía mucho tiempo libre a su disposición en un pueblo en el que lo
más emocionante que podía hacer era sentarse delante de la tienda
de la gasolinera y contar los coches que pasaban de vez en cuando.
Tenía que encontrar alguna actividad en la que emplear su tiempo.
Cuando un día tuvo que comprar unas botellas de agua en la tienda de
la gasolinera, vio un estante en el mostrador con un mapa de la zona
del pueblo y del bosque de alrededor. Le sobraron unos céntimos, así
que se compró uno. Lo examinó en casa a conciencia, mientras su
perra Nomi dormía a su lado en la cama. Lo primero que hizo fue
localizar la ubicación de su casa, justo a las afueras del pueblo, a
unos metros de donde empezaba la arboleda del bosque. A continuación,
dividió el bosque en áreas pequeñas, como para recorrerla a pie, y
las delimitó. Al final, el mapa parecía un puzle gigante de piezas
delimitadas con rotulador rojo.
La perra seguía caminando a su
lado por el bosque, lanzando miradas ansiosas al palo con el que
jugueteaba Dana golpeando los arbustos a su paso. Sacó el mapa del
bolsillo trasero del pantalón, y lo examinó. Aquella tarde tocaba
explorar el área 15 del bosque, y ya casi estaba llegando.
“¿Crees que habrá un
multicines por aquí?”, le preguntó a su perra, que jadeaba a la
espera de salir disparada a por el tentador palo. Dana salió del
área 14 y se adentró en la 15 sin especial interés. Más árboles,
más arbustos y más rocas. Nada diferente. Alguna loma que subió a
la carrera y bajó rodando entre las hojas y algún cauce de agua que
discurría escaso entre los surcos del barro. Pero nada fuera de lo
normal. Simplemente más bosque.
Hasta que Dana y su perra Nomi se
pararon en seco delante de la entrada de una cueva. La joven sacó de
nuevo el mapa y Nomi sentó sus posaderas en el suelo al lado de su
dueña. El animal no apartaba la mirada de la entrada a la gruta
oscura. “Esta cueva no aparece en el mapa”, comentó la chica en
voz baja.
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