―¿De dónde ha salido toda esa
sangre?
Aunque el vaivén de la luz de la
sirena iluminaba los árboles de los lados de la carretera de
montaña, en el interior del vehículo tan solo alumbraba el débil
bombillo de la luz del techo. Desde el asiento trasero del coche
patrulla, el detenido esposado miraba a través del espejo retrovisor
a su interrogador. Su mirada era tímida y fija, estática por debajo
de las cejas empapadas de sangre. Aquellos ojos celestes del muchacho
desprendían una inocencia inusitada para alguien con multitud de
lamparones de sangre en cada centímetro de su ropa, empapada por
doquier de un color rojo oscuro, ya casi marrón. El joven dejó que
pasaran los segundos y se limitó a seguir guardando silencio y a
continuar observando al agente por el espejo.
―Ya... ―respondió el agente,
terminando con un resoplido―. “Tienes derecho a guardar
silencio...” ―repitió la frase para sí mismo, con desgana,
después de habérsela tenido que decir al detenido tras haberlo
encontrarlo cubierto de sangre en mitad de la carretera.
El agente se acomodó en el
asiento del conductor del coche patrulla y cogió el transmisor de la
radio.
―Aquí unidad 45 a base. Llevo
un sospechoso a comisaría. Estaba cubierto de sangre en medio de la
carretera del aserradero. Será sangre de otra persona o de un
animal. Ni idea, porque no dice ni media. A saber qué estaba
haciendo éste aquí ,en medio de ninguna parte.
―¡Válgame las Alturas!
―respondió Harriet, la esposa del comisario del pequeño pueblo de
Etionnay, al otro lado de la línea―. Recibido, Petey. ¿Y sabes
quién es?
“Petey” apretó los labios y
se dio unos golpecitos en la frente con el micro de la radio. Miró
por el retrovisor para comprobar si el detenido estaba escuchando la
conversación del agente, pero este aún parecía ido, siempre con la
mirada fija y perdida en el retrovisor.
―Lo desconozco. Carece de
identificación alguna y parece en estado de shock. Y base...
―continuó diciendo “Petey”―, por favor, no siga llamándome
“Petey”.
―Pues te voy a seguir llamando
así, Petey querido ―respondió Harriet, muy segura y orgullosa―.
Yo ya te cambiaba los pañales cuando eras un bebito, no lo olvides,
Petey. Bien lo sabe mi marido. Yo le digo a él que vienes de camino
con un detenido fuera de lo normal. Ten mucho cuidado y no lo pierdas
de vista.
―Recibido, base ―”Petey”
se negaba a dirigirse a ella por su nombre de pila, al menos por
radio.
―Bien. Si te das prisa, todavía
quedan por aquí algunas de mis galletas de chocolate.
El comentario de las galletas
superó con creces la paciencia del avergonzado agente, de modo que
cortó la comunicación, arrancó el coche con las luces de la sirena
encendidas y puso rumbo carretera abajo hacia la comisaría. El
trayecto sería corto, de unos diez minutos, el tiempo que se tardaba
en llegar desde la carretera del aserradero hasta la entrada del
pueblo. El agente “Petey” soltaba miradas esporádicas al
detenido, que se mantenía siempre en la misma postura, sentado en el
asiento de atrás.
―Puedes contarme lo que sea,
¿sabes? ―empezó a decir el agente de buenas a primeras―. Si
tienes miedo o alguien te está siguiendo, puedes contármelo. Aquí,
yo soy la autoridad, ¿sabes?
Sonrió con orgullo, aunque
trataba de esconder la falta de autoridad real que todavía existía
entre él y el comisario. “Petey” trataba de ganarse la confianza
del detenido, y durante unos segundos lo contempló a través del
retrovisor. En la oscuridad de la noche sus ojos celestes parecían
brillar en medio de la sangre que manchaba su rostro. Un escalofrío
recorrió la espalda del agente y, de repente, el motor del coche se
detuvo, las luces de la sirena se apagaron y el coche se fue
deteniendo lentamente con el roce del asfalto en los neumáticos.
―¿Qué coño ocurre? ―se
quejó “Petey”, golpeando el volante e intentando arrancar un
coche patrulla que ahora parecía un montón de metal inservible.
Entonces, un ruido desde detrás lo alertó, y, rápidamente, sacó
la linterna de la guantera, desenfundó el arma y apuntó hacia el
asiento de atrás.
El detenido estaba llorando y las
lágrimas que caían por sus mejillas limpiaban su rostro de sangre.
―Han vuelto ―dijo de pronto.
―¿Quiénes han vuelto?
El detenido arrugó la cara y se
conmovió como un niño asustado hasta el extremo de orinarse encima.
―Los que me llenaron de
sangre...
Justo entonces, un deslumbrante
foco de luz blanca cayó desde las alturas sobre el coche. El
vehículo se balanceó de lado a lado y “Petey” trató de abrir
la puerta para salir corriendo. Pero la puerta estaba bloqueada. No
dio crédito cuando por la ventanilla observó que el suelo de la
carretera estaba a una altura de veinte metros. Sin entender nada,
buscó al detenido con la mirada. Pero había desaparecido, dejando
atrás las esposas y la mancha de orín.
Luego, un fogonazo, y el coche
patrulla cayó en peso sobre el asfalto, desencajando las partes de
la carrocería. Momentos después, las luces de la sirena volvieron a
encenderse en silencio y en soledad. No había ni rastro de “Petey”,
ni del detenido ensangrentado. Tan solo se percibió un extraño
viento que zumbó sordo por encima de las copas de los árboles
agitados.
¡Hola Aio!
ResponderEliminar¡Qué bueno! Desde luego, ¡cada jueves te superas a ti mismo! Me ha encantado. Tiene de todo, risas (me ha hecho mucha gracia la reacción de "Petey" con la mujer de la base XD ), intriga, y hasta algo de terror por no saber qué es lo que se lleva al pobre muchacho.
Un gran trabajo, sí señor.
Te sigo leyendo con muchas ganas ;)
¡Un besote! ^^
Hey, Carmen. Muchas gracias de nuevo. Para mí es un placer escribir y que te gusten las historias. Espero que también te gusten las próximas historias. Estoy ansioso por saber tu opinión. :)
EliminarUn besote grande, ¡y nos seguiremos leyendo!