jueves, 4 de septiembre de 2014

La verdad del hechicero

Ojalá nunca hubiésemos encontrado ese libro maldito”, se quejó Luca, balanceándose en su silla, de madera seca y crujiente. No le quitaba la vista de encima al tomo encuadernado con piel que yacía en el suelo. Estaba en el mismo punto exacto donde la mano del hechicero lo había dejado caer antes de que su cuerpo entero se volatilizara en el aire.


La luz del fuego de la chimenea iluminaba el desorden de la estancia. Los diarios del hechicero, amontonados y abiertos sobre la mesa, mostraban ilustraciones toscas y a lápiz de anatomía humana, acompañadas al margen de simbología oscura y misteriosa. Algunas probetas todavía conservaban extraños líquidos en su interior, mientras que el contenido de otras se había secado y había formando una costra maloliente que atraía a alguna que otra cucaracha que también habitaba el lugar. Sin embargo, Luca ni se planteaba limpiar el lugar. Le horrorizaba pensar que desaparecería igual que el hechicero si sus finos dedos llegaban a entrar en contacto con alguno de los instrumentos de trabajo de su amo. Y, desde luego, ni siquiera iba a acercarse al libro del suelo. De hecho, llegó a plantearse dormir en la calle hasta que su amo regresase, pero las duras condiciones del invierno lo forzaban a refugiarse sin remedio al calor de la lumbre, que también daba calor al libro de hechizos que había hecho desaparecer a su amo.

Ya habían pasado dos semanas desde que el hechicero Duje había osado pronunciar en alto las palabras contenidas en la página final del tomo. Luca lo había presenciado todo, y de no haberlo hecho, jamás hubiese creído lo que aconteció en aquel aciago momento. Tan pronto como Duje pronunció la última palabra, su cuerpo desapareció, como si se hubiese vuelto invisible en el tiempo fugaz que dura un parpadeo. Tan solo se oyó el ruido del libro cayendo pesado contra el suelo. Y, desde entonces, solo ha habido silencio.

Desesperado por encontrar a quien le daba de comer, Luca examinó todos los recovecos de la vivienda, recorrió las calles cercanas e incluso rodeó las murallas de la ciudad por si encontraba a su amo en alguna parte. Sin embargo, no había ni una huella de su amo hechicero. Tan solo el libro que había dejado caer al suelo.

Luca suspiró y dejó de balancearse. Se reclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. El día siguiente vendrían los emisarios del rey, como cada mes, para que Duje hiciese sus predicciones mensuales en palacio. El joven estaba convencido de que cuando se dieran cuenta de que Duje no estaba, lo culparían a él de su desaparición. Y no dudarían ni un segundo en condenarlo a la horca. Al fin y al cabo, ante los ojos de la corte Luca tan solo sería un joven y andrajoso ayudante de hechicero que se las había apañado para asesinar al hechicero sin dejar ni rastro.

A Luca no le quedaba otro remedio. Estos dos últimos años al servicio de Duje habían sido los mejores de su vida, pero, si quería salvar el cuello, debía huir de la ciudad esa misma noche. De modo que se puso de pie, lanzó una última mirada al libro que había arruinado su vida y dio media vuelta para encaminarse hacia el montón de paja donde dormía y sobre el que había preparado un hatillo con algunas provisiones.

Justo entonces, Luca escuchó una respiración profunda y jadeante a su espalda.

Tras girarse de golpe, descubrió que Duje había vuelto a aparecer justo delante de la chimenea, donde había desaparecido. Estaba de espaldas a Luca, y completamente desnudo. Tenía el cuerpo recubierto de latigazos, heridas abiertas, llagas y moratones. El sudor y la sangre le recorrían su anciano cuerpo, y su respiración era cada vez más fuerte y sonora. “¿Ma... maestro?”, preguntó Luca, sin tener del todo claro si debía acercarse. Pero Duje no respondió. Parecía haber entrado en un tipo de trance y no prestaba la más mínima atención a la llamada de Luca. Este, temeroso, agarró la escoba a su izquierda y empezó a acercarse muy despacio por un lado. Poco a poco, el rostro del hechicero quedó a la vista. Un mechón de pelo blanco le caía sobre los ojos, tan abiertos y blancos como ciegos. “¡Maestro!, ¿qué le ha pasado en los ojos?”. Esta vez, Duje reaccionó a la pregunta. Tragó saliva y, al volver a escuchar la voz de su sirviente, se conmovió.

Luca, ¿eres de verdad tú? ¿Me han dejado volver? ―Duje se mostraba incrédulo―. ¿Es real esta vez? ¿Me han dejado volver? ―divagaba el anciano hechicero, sin que sus palabras cobraran sentido para Luca.

Amo, ¿qué le han hecho? ¿Dónde ha estado?

Duje escuchó la voz de Luca y se dio cuenta de que se estaba acercando.

¡No, Luca! ¡Atrás! No debes tocarme... Nadie debe tocarme nunca. No después de haber pasado por semejante tormento.

Pero, mi amo, yo solo quería...

No, no insistas, Luca, y tráeme una túnica inmediatamente. No hay tiempo que perder. Tengo que contar lo que he visto. Tengo que contar dónde he estado al mundo entero.

Pero amo, tenga la bondad de decirme qué le ha pasado. Han sido dos semanas y...

¿Dos... semanas? ―preguntó el hechicero Duje, frunciendo el ceño.

Luca asintió, pero pronto se dio cuenta de que su amo ahora era ciego.

Sí, amo. Dos semanas.

Lágrimas brotaron profusamente de los ojos blancos del hechicero.

Para mí han sido como dos siglos de torturas...

Pero amo, ¿dónde ha estado... que le han hecho tanto daño?

A tientas, Duje recogió el tomo del suelo. Luca se sorprendió cuando vio que la piel de su amo se quemaba al contacto con la encuadernación. Aun así, el anciano soportó el dolor en su ya maltrecho cuerpo y respondió a su sirviente.

He estado más allá del tiempo y del lugar. Más allá de la vida y la muerte. Más allá de cualquier existencia o vacío, y he contemplado la auténtica verdad ―el hechicero tragó de nuevo en seco y no pudo contener el llanto―. Ha sido una pesadilla horrible que a punto ha estado de quebrar mi cordura, joven Luca. Y mi obligación ahora es contarlo... Antes de que vengan a por mí.

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