“Ojalá nunca hubiésemos
encontrado ese libro maldito”, se quejó Luca, balanceándose en su
silla, de madera seca y crujiente. No le quitaba la vista de encima
al tomo encuadernado con piel que yacía en el suelo. Estaba en el
mismo punto exacto donde la mano del hechicero lo había dejado caer
antes de que su cuerpo entero se volatilizara en el aire.
La luz del fuego de la chimenea
iluminaba el desorden de la estancia. Los diarios del hechicero,
amontonados y abiertos sobre la mesa, mostraban ilustraciones toscas
y a lápiz de anatomía humana, acompañadas al margen de simbología
oscura y misteriosa. Algunas probetas todavía conservaban extraños
líquidos en su interior, mientras que el contenido de otras se había
secado y había formando una costra maloliente que atraía a alguna
que otra cucaracha que también habitaba el lugar. Sin embargo, Luca
ni se planteaba limpiar el lugar. Le horrorizaba pensar que
desaparecería igual que el hechicero si sus finos dedos llegaban a
entrar en contacto con alguno de los instrumentos de trabajo de su
amo. Y, desde luego, ni siquiera iba a acercarse al libro del suelo.
De hecho, llegó a plantearse dormir en la calle hasta que su amo
regresase, pero las duras condiciones del invierno lo forzaban a
refugiarse sin remedio al calor de la lumbre, que también daba calor
al libro de hechizos que había hecho desaparecer a su amo.
Ya habían pasado dos semanas
desde que el hechicero Duje había osado pronunciar en alto las
palabras contenidas en la página final del tomo. Luca lo había
presenciado todo, y de no haberlo hecho, jamás hubiese creído lo
que aconteció en aquel aciago momento. Tan pronto como Duje
pronunció la última palabra, su cuerpo desapareció, como si se
hubiese vuelto invisible en el tiempo fugaz que dura un parpadeo. Tan
solo se oyó el ruido del libro cayendo pesado contra el suelo. Y,
desde entonces, solo ha habido silencio.
Desesperado por encontrar a quien
le daba de comer, Luca examinó todos los recovecos de la vivienda,
recorrió las calles cercanas e incluso rodeó las murallas de la
ciudad por si encontraba a su amo en alguna parte. Sin embargo, no
había ni una huella de su amo hechicero. Tan solo el libro que había
dejado caer al suelo.
Luca suspiró y dejó de
balancearse. Se reclinó hacia delante y apoyó los codos en las
rodillas. El día siguiente vendrían los emisarios del rey, como
cada mes, para que Duje hiciese sus predicciones mensuales en
palacio. El joven estaba convencido de que cuando se dieran cuenta de
que Duje no estaba, lo culparían a él de su desaparición. Y no
dudarían ni un segundo en condenarlo a la horca. Al fin y al cabo,
ante los ojos de la corte Luca tan solo sería un joven y andrajoso
ayudante de hechicero que se las había apañado para asesinar al
hechicero sin dejar ni rastro.
A Luca no le quedaba otro
remedio. Estos dos últimos años al servicio de Duje habían sido
los mejores de su vida, pero, si quería salvar el cuello, debía
huir de la ciudad esa misma noche. De modo que se puso de pie, lanzó
una última mirada al libro que había arruinado su vida y dio media
vuelta para encaminarse hacia el montón de paja donde dormía y
sobre el que había preparado un hatillo con algunas provisiones.
Justo entonces, Luca escuchó una
respiración profunda y jadeante a su espalda.
Tras girarse de golpe, descubrió
que Duje había vuelto a aparecer justo delante de la chimenea, donde
había desaparecido. Estaba de espaldas a Luca, y completamente
desnudo. Tenía el cuerpo recubierto de latigazos, heridas abiertas,
llagas y moratones. El sudor y la sangre le recorrían su anciano
cuerpo, y su respiración era cada vez más fuerte y sonora. “¿Ma...
maestro?”, preguntó Luca, sin tener del todo claro si debía
acercarse. Pero Duje no respondió. Parecía haber entrado en un tipo
de trance y no prestaba la más mínima atención a la llamada de
Luca. Este, temeroso, agarró la escoba a su izquierda y empezó a
acercarse muy despacio por un lado. Poco a poco, el rostro del
hechicero quedó a la vista. Un mechón de pelo blanco le caía sobre
los ojos, tan abiertos y blancos como ciegos. “¡Maestro!, ¿qué
le ha pasado en los ojos?”. Esta vez, Duje reaccionó a la
pregunta. Tragó saliva y, al volver a escuchar la voz de su
sirviente, se conmovió.
―Luca, ¿eres de verdad tú?
¿Me han dejado volver? ―Duje se mostraba incrédulo―. ¿Es real
esta vez? ¿Me han dejado volver? ―divagaba el anciano hechicero,
sin que sus palabras cobraran sentido para Luca.
―Amo, ¿qué le han hecho?
¿Dónde ha estado?
Duje escuchó la voz de Luca y se
dio cuenta de que se estaba acercando.
―¡No, Luca! ¡Atrás! No debes
tocarme... Nadie debe tocarme nunca. No después de haber pasado por
semejante tormento.
―Pero, mi amo, yo solo
quería...
―No, no insistas, Luca, y tráeme
una túnica inmediatamente. No hay tiempo que perder. Tengo que
contar lo que he visto. Tengo que contar dónde he estado al mundo
entero.
―Pero amo, tenga la bondad de
decirme qué le ha pasado. Han sido dos semanas y...
―¿Dos... semanas? ―preguntó
el hechicero Duje, frunciendo el ceño.
Luca asintió, pero pronto se dio
cuenta de que su amo ahora era ciego.
―Sí, amo. Dos semanas.
Lágrimas brotaron profusamente
de los ojos blancos del hechicero.
―Para mí han sido como dos
siglos de torturas...
―Pero amo, ¿dónde ha
estado... que le han hecho tanto daño?
A tientas, Duje recogió el tomo
del suelo. Luca se sorprendió cuando vio que la piel de su amo se
quemaba al contacto con la encuadernación. Aun así, el anciano
soportó el dolor en su ya maltrecho cuerpo y respondió a su
sirviente.
―He estado más allá del
tiempo y del lugar. Más allá de la vida y la muerte. Más allá de
cualquier existencia o vacío, y he contemplado la auténtica verdad
―el hechicero tragó de nuevo en seco y no pudo contener el
llanto―. Ha sido una pesadilla horrible que a punto ha estado de
quebrar mi cordura, joven Luca. Y mi obligación ahora es contarlo...
Antes de que vengan a por mí.
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