Los pies de Kara se apresuraron
desesperadamente sobre el césped para regresar al sendero del
parque. Sus pasos nerviosos y asustados se amortiguaban en la hierba
con un sonido sordo, mientras la chica no dejaba de lanzar miradas
hacia atrás para comprobar si aquel ser la estaba siguiendo. Hacía
tan solo unos segundos, Kara había conseguido mantenerse tranquila y
estática delante de aquel ángel; femenino, mutilado y arrodillado.
Pero, finalmente, su miedo se había sobrepuesto al asombro. Las
sensaciones de peligro e incertidumbre la obligaron a emprender una
huida angustiosa para alejarse todo lo posible de aquel ser, cuya
existencia creía imposible.
Sorteó algunos troncos y saltó
por encima de algunas ramas caídas para, justo después, divisar
delante el sendero de tierra, iluminado por farolillos. Tan solo le
quedaba superar un seto bajo para luego recorrer la senda estrecha
que la conduciría hasta la salida del parque. Después, tocaría
cruzar la calle, llegar hasta su portal y meterse en el edificio para
empezar a olvidar aquello que creía haber visto, pero que debía de
ser imposible. Kara calculó la distancia que cubría con sus
zancadas, midió sus pasos y saltó por encima del seto para
aterrizar en el camino. Tuvo que dar unos cuantos saltitos para no
perder ni el equilibrio ni el impulso de la carrera. Esta vez, no
miró atrás, tenía la vista clavada en lo que tenía delante,
exactamente en el giro que tenía a cinco metros. En ese instante, un
golpe de aire le dio en la cara y escuchó el sonido de un cuerpo
voluminoso surcando el aire velozmente por encima de su cabeza.
Pronto distinguió delante de ella el reguero de gotas de sangre, que
empezaron a caer desde arriba en dirección al árbol de enfrente.
Allí, las ramas altas crujieron y algunas hojas cayeron despacio
cuando la criatura angelical afianzó la mano que le quedaba en el
tronco seco y agrietado. Apoyó los pies descalzos en la corteza y se
quedó quieta, encaramada a una rama que se balanceaba, como si se
tratase de una gárgola divina que, en lugar de vomitar agua de
lluvia desde las alturas de alguna edificación, expulsaba sangre por
el muñón de su brazo izquierdo desde la oscuridad de las copas de
los árboles. Aquel ser miró a Kara desde arriba y la chica aminoró
su marcha hasta detenerse casi a los pies del tronco. La mujer alada
la contemplaba con gesto cansado y resignado, su expresión daba la
sensación de que estaba perdiendo demasiada sangre. Despacio, se
llevó su ala izquierda hasta la herida abierta y colocó sus
impolutas plumas blancas sobre el manantial de sangre para frenar un
poco la pérdida de líquido. Hizo una mueca de dolor y se soltó del
tronco para caer de rodillas delante de Kara, que tuvo que dar unos
pasos hacia atrás. El ángel trataba de incorporarse con torpeza,
pero Kara decidió no esperar a que lo consiguiera y continuó
huyendo. Reemprendió su marcha sin apartar la vista del ser divino
que estaba dejando atrás, cuando, de pronto, tropezó con algo y
cayó sobre la tierra. Sintió el puntiagudo filo de una multitud de
piedrecitas clavándose en las palmas de sus manos. Se revolvió en
el suelo y se dio media vuelta para comprobar si tenía a aquella
criatura cerca, pero la mujer alada estaba erguida a los pies del
árbol, mirando a Kara con su débil mirada verdosa brillando en las
tinieblas. Kara bajó la mirada y se encontró con aquello con lo que
había tropezado.
Se trataba de una espada a medio
enterrar. Pero no era una espada como las que Kara conocía de libros
o películas. La parte de la hoja a la vista era negra y curvada, y
su filo, rojo y llameante. La oscura y reluciente empuñadura
terminaba abajo en un pomo plateado con forma de cráneo. Carecía de
mandíbula inferior, pero los colmillos superiores eran afilados como
agujas. Más arriba, el guardamano estaba decorado con multitud de
formas puntiagudas y retorcidas, que se asemejaban a unas llamas
negras petrificadas.
Kara se dio cuenta de que la
mujer angelical también miraba fijamente el arma. La chica pensó
que aquel objeto era el motivo de todo, y el terror y la confusión
la hicieron llegar a la conclusión de que aquel ser que la perseguía
quería recuperar la espada para hacerle daño, de modo que se
apresuró a recogerla antes que el ser alado.
―¡No la toques, Kara!
―advirtió el ángel, a voz en grito y alzando la mano en señal de
prohibición.
La dulce voz femenina resonó con
contundencia entre los árboles del parque, y, a juzgar por el
sepulcral silencio posterior, había parecido que los troncos se
habían estremecido por el tono imperativo de aquella orden tajante.
Kara obedeció y se detuvo justo antes de que su mano se cerrase
alrededor de la empuñadura.
―No toques esa espada, Kara
Robbinson ―insistió una vez más el ángel femenino―. Es un arma
dañina. Con solo tocarla, mancillará todo tu ser.
Kara apartó rápidamente la
mano, como si rehuyese de un fuego invisible que la estuviese
quemando. Observó entonces con detenimiento cómo el ángel emergía
de las sombras hacia la luz de uno de los farolillos. Fue en aquel
momento cuando pudo contemplar su cuerpo en detalle. Tenía el
aspecto de una hermosa chica joven y atlética, aunque lo
verdaderamente inhumano de su apariencia, aparte de las alas
emplumadas, eran sus pechos, sin pezones ni aureola, y su pubis,
completamente carente de sexo. La melena plateada le caía sobre los
hombros, y sus portentosas alas la dotaban de un aspecto
sobrecogedor, aunque el ala izquierda ahora estaba plegada sobre su
hombro para cubrir la herida sangrante de su brazo.
Kara trató de alejarse un poco
más arrastrando los pies por el suelo, pero la mirada del ángel
recuperó su intensidad y pareció conseguir calmar los nervios de
Kara y sosegar sus ansias de huir. Cuando el ángel llegó donde
estaba la espada, se agachó y la recogió sin más.
―No te preocupes, Kara. A los
nuestros no nos afectan estas armas. Podemos tocarlas sin peligro
alguno. Y calma tu corazón, muchacha, no la voy a usar en tu contra.
―¿Eres... eres de verdad?
―preguntó con tono asustado la joven, aún en el suelo. El ángel
acomodó la espada dañina entre el interior del ala izquierda y el
hombro, y tendió la mano a Kara para ayudarla a levantarse. Al estar
cerca del ser divino, Kara captó su refrescante aroma a menta.
―Soy real, Kara Robbinson.
Puedes verme, oírme, tocarme y sentirme. Me llamo Asáliah.
Kara había escuchado claramente
el complicado nombre, pero al segundo ya lo había olvidado. Su
cerebro estaba demasiado ocupado tratando de asimilar todo el
conjunto de la situación.
―¿Qué... qué quieres de mí?
¿Por qué dijiste antes que corría peligro?
―Porque es cierto que estás en
peligro, Kara. Esta noche resultará decisiva para tu porvenir, tanto
en este mundo como en el siguiente. Y debemos apresurarnos. Las
profundidades han enviado a otro para hacerse contigo, y debemos
actuar antes de que nos encuentre. Por suerte, pude hacerme con su
espada en la caída y desviarlo de su ruta para ganar algo de tiempo.
Pero el tiempo sigue siendo un recurso escaso, Kara. Se está
acercando raudo, lo presiento.
―Un momento... ―interrumpió
Kara, confusa, y se llevó las manos al gorro de lana para
quitárselo. De pronto, tenía calor― ¿Qué dices? ¿Las
profundidades han enviado a otro... a por mí? ¿Pero por qué? ¿Y
si viene de abajo, por qué caíais los dos del cielo? ¿De qué va
todo esto?
―Escucha, Kara Robbinson: esta
noche, el bien y el mal van a disputarse tu vida.
Kara frunció el ceño y negó
con la cabeza.
―Esto no está pasando...
―Sí que está pasando, Kara. Y
mejor será que venzas pronto tu incredulidad y escuches lo que tengo
que decirte, porque el otro se acerca. Yo estoy aquí para salvarte,
pero no te puedo obligar a aceptar la salvación. Los humanos sois
libres de elegir, para eso se os concedió el libre albedrío.
Necesito que me escuches para que puedas elegir con conocimiento de
causa.
―Esto... no está pasando,
definitivamente. Oye, no sé si esto es una alucinación o un sueño
o si me he muerto y estoy flipando, pero la verdad es que he tenido
un día bastante asqueroso y... Oye, además, que yo tengo mis
propios problemas..., problemas reales..., como para encima tener
ahora que...
―Kara... ―dijo el ángel, en
un suspiro resignado, consciente de que apremiaba el tiempo.
―Además, ¿qué se supone que
tengo que hacer entonces para salvarme? ―interrumpió Kara, con voz
histérica y asustada. Hablaba deprisa y las palabras se le
amontonaban en la boca por los nervios que agarrotaban sus cuerdas
vocales―. ¿Tengo que matar a ese otro o algo así? Porque si esto
va de algo de eso, la verdad es que no podré hacer nada parecido ni
por asomo.
Asáliah negó con la cabeza
despacio. Luego, miró a Kara directamente a los ojos, con su intenso
brillo verdoso, que caló hondo en la mortal hasta el punto de
intimidarla. Kara no entendía cómo un ángel podía tener una
mirada tan desconcertante.
―Si de verdad deseas ser
salvada, Kara Robbinson ―comentó Asáliah―, lo único que tienes
que hacer es besarme en los labios.
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