jueves, 14 de marzo de 2013

Mariposas en las paredes (Sexta parte)

Percibía claramente los latidos de su corazón, fuertes y apresurados. Notaba sus sacudidas tras los tímpanos, y también justo debajo de la garganta, que cada se estrechaba más y más dificultándole la tarea de tragar la poca saliva que le quedaba. Un súbito temblor casi le hizo perder el control de su rodilla cuando terminó de subir el último escalón, pero Fran mantuvo el equilibrio e iluminó la pared del fondo del pasillo que se extendía a su derecha. A la izquierda, encontró un marco astillado y descolorido donde antes había estado colocada una puerta de madera, ahora desaparecida.

Asomó tímidamente la cabeza.

—¿Nórah? —llamó en voz baja.

Una vez más, no hubo respuesta alguna. Fran apretó los dientes y entró despacio en aquella habitación. El espacio era amplio y, justo delante, tenía el somier destrozado de una cama sin colchón. Desperdigados aquí y allá, muebles polvorientos, cajones abiertos y vacíos y un gran ventanal en un lateral tapiado parcialmente con tablones clavados a la pared. A los pies de la ventana, estaba la linterna de Nórah. Cuando Fran la recogió para guardarla en la mochila, se aseguró de que estaba en buen estado y de que todavía funcionaba, pero llamó su atención que el mango estuviese pegajoso con una porquería reseca y amarillenta. No le dio demasiadas vueltas, no era buena idea, y la guardó en la mochila cerrando con un empuje decidido la cremallera.

Fran hizo que el haz de su linterna deambulara frenético por todas partes, tratando de encontrar a la chica o, quizás, al culpable de su misteriosa desaparición. Cuando elaboró una lista mental de posibles malhechores tras el suceso, se le pasó por la cabeza que se tratara de una elaborada broma macabra y de muy mal gusto de su novia. Volvió a apretar los dientes y reflexionó cuánto tiempo podría estar enfadado con una chica tan dulce como ella por haberle hecho pasar por todo aquel calvario de manera innecesaria.

De buenas a primeras, frunció el ceño y detuvo la luz en un punto de la pared sobre la cabecera de la cama. Justo en ese lugar, coronaba el muro un retrato familiar, con un marco tan recargado de detalles que resultaba de dudoso gusto. Sin embargo, la imagen de la fotografía, maltratada por el paso del tiempo, no era lo llamativo. Algo asomaba por la pared de detrás. Fran se encaramó como pudo sobre los travesaños partidos del somier y descolgó el cuadro. Fue entonces cuando regresó el olor a podrido a su olfato. Arrugó la nariz y descubrió el trazado: un dibujo de una mariposa. El diseño era muy básico: cuerpo alargado y segmentado, una cabeza redonda con antenas y dos alas decoradas con lunares. Pero lo preocupante no era el insecto que el dibujo representaba, sino que alguien acababa de hacerlo. El pigmento estaba fresco... y viscoso. Con cuidado, pasó el dedo por la línea que formaba una de las alas. Aquello no era pintura, sino una sustancia pringosa y maloliente. Asqueado, se limpió el dedo en el pantalón, mientras con la linterna fue siguiendo el rastro que la sustancia había dejado en el muro.

El dibujante había sido descuidado y, para bajarse de la cama, se había apoyado con las manos en la pared. Fran inclinó la luz para que el líquido brillara y se volviese visible. La pared estaba cubierta de huellas de manos que bajaban hasta la esquina del cuarto, donde divisó una especie de bolsa de plástico en el suelo.

Fran bajó de un salto y se acercó a aquel extraño objeto. El mal olor aumentaba conforme se acercaba, hasta el punto de que decidió dejar de caminar hacia él cuando dedujo de qué podía tratarse. Desde luego, no era una bolsa de plástico. Su superficie resbaladiza y arrugada de color amarillento descansaba sobre un espeso charco de sangre seca. Fran seguía sin saber a ciencia cierta qué era aquella cosa, pero algo le decía que aquello había formado parte de las entrañas de un animal. “Sí, debía de ser de un animal”, se intentó convencer Fran a sí mismo.

—¡Nórah!  —llamó, en voz alta esta vez.

De nuevo, los tres golpes secos. Provenían de una de las habitaciones que daban al pasillo. Fran se apresuró a salir del dormitorio principal y se detuvo en el umbral de la puerta. Al final del pasillo, una puerta tumbada en el suelo daba paso a lo que había sido en otra época un cuarto de invitados. Los tres golpes se repitieron. Fran estaba seguro de que venían de la única puerta cerrada que quedaba, la que estaba justo en medio del pasillo.

Antes de lanzarse hacia ella, volvió la mirada al dormitorio y buscó con la mirada. Una lámpara de la mesilla de la noche le serviría. Le quitó la tulipa, le arrancó el cable de un fuerte tirón y la balanceó en el aire como si de un garrote se tratase. Volvió a mirar a su alrededor, pero no encontró nada mejor. Ahora, por fin, estaba preparado para abrir la puerta.

Caminó con seguridad y sin miedo, sin preocuparse por disimular el ruido de sus pasos. Era el momento de actuar. Suspiró, colocó la mano sobre el pomo y lo giró. La puerta se abrió ante él. El hedor fue insoportable y Fran se llevó el cuello de su camiseta hasta la nariz para poder respirar.

Se trataba del cuarto del hijo de la familia. Una cama atravesada en mitad de la estancia dificultaba llegar al otro lado, donde una persona de espaldas golpeaba de vez en cuando la pared del fondo. No parecía haberse percatado de que Fran había abierto la puerta, pero Fran tampoco estaba seguro de si deseaba que se diese cuenta. Sobre la cama, reposaba el cadáver destripado y podrido de un hombre. Fran no pudo remediar retroceder unos pasos cuando la luz iluminó el boquete de la barriga de aquel desdichado. Su rostro, con la boca abierta y torcida y los ojos en blanco, le daba el aspecto de un alma en pena que parecía clamar desde el más allá para que alguien acabase con su tortura. A simple vista, la barba larga y descuidada y los harapos de su vestimenta indicaban que en vida había sido un vagabundo incauto que había buscado cobijo en la casa equivocada.

—Este ya no pinta —se quejó la persona del fondo, oculta en la oscuridad.

—¡Nórah! —exclamó Fran, nervioso. Y apuntó hacia ella con la linterna.

La silueta oscura se volvió clara y visible. Se dio media vuelta y la chica miró a Fran directamente. El corazón del chico dio un vuelco y su latido se incrementó aun más. Nórah estaba delante de él. Sin embargo, algo no iba bien, pues lo estaba mirando con ojos llorosos y asustados, que no encajaron con el tono de su voz.

—¿Nórah...? —preguntó ella, entre risitas nerviosas y traviesas—. ¿Quién es Nórah?

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