jueves, 22 de noviembre de 2012

El rey y la araña

Atardecía sobre el bosque. La suave luz del sol se filtraba entre la multitud de ramas y hojas que se balanceaban suavemente en las alturas. Rayos de luz danzaban sin orden, sin música, sin emoción; tan solo saltaban de un lado a otro expectantes y ansiosos por conocer el fin de semejante tragedia. Dibujaban sombras y luces por doquier, sombreando temores, iluminando cobardías.
El sol caía cada vez más bajo y algunos no volverían a verlo salir por el horizonte opuesto de nuevo. La luz se volvía cada vez más naranja, más apagada, cediendo paso a la oscuridad de la noche, a la incertidumbre del negro y al temor de la muerte.

Las hojas, en un acto premonitorio, saltaban al vacío como suicidas demasiado cobardes para afrontar lo que estaba a punto de ocurrir. Una auténtica lluvia de hojas secas, marrones y agrietadas, caían en silencio por no querer alterar la calma con un grito de dolor. Su suave caída sobre los restos de compañeras ya caídas formaban una alfombra de cadáveres vegetales sobre la que se alzaba, vergonzoso y encorvado, el trono del rey del bosque.

Monarca nervioso, líder incapaz; temeroso de sí mismo, miedoso de los demás. Permanecía sentado sobre su asiento real de madera. Las raíces que lo formaban, salían del suelo como fuertes y robustas columnas que, con el paso del tiempo, habían perdido todo el vigor y fortaleza de que una vez poseyeron. Ahora eran gruesos cascarones de madera podrida y agujereada por los insectos, recuerdos viejos y maltrechos de una época pasada, mejor y perdida. Las raíces se elevaban y enlazaban formando un majestuoso trono olvidado y polvoriento. Donde tuvo hojas, ahora tiene palos; donde tuvo flores, ahora tiene polvo, donde tuvo un rey, ahora tiene a un pelele.

Y el pelele era el mismo en apariencia. Vestía la misma piel de lobo, portaba la misma corona de piedra, pero la piel de lobo vestía ahora un cuerpo doblado e incómodo, y la corona torcida parecía tambalearse sobre una mente agitada por pensamientos incorrectos y frustrados. El rey miró a su alrededor. Las hojas caían, los árboles morían lentamente y ya no podía hacer nada para solucionarlo. Su bosque, su reino, sus súbditos; todo se había perdido ya, todo moría ya. Solo restaba él para atestiguar que una vez fue diferente. Solo él podía asegurar que una vez todo fue mejor.

Pero ya no quedaba nadie que escuchara sus historias.

Su mano, lejos de empuñar el acero en defensa de lo suyo, ahora sostenía tembloroso un bastón que soportaba su pesado cuerpo cuando estaba de pie. Aguantaba más que el peso de su cuerpo, el peso de su culpa. El rey, de vista perdida y gesto confuso, no dejaba de jugar con la empuñadura de su bastón de manera distraída. Lo movía de un lado a otro, describía arcos, golpeaba el terroso suelo, parecía darle vueltas constantemente a una idea recurrente en su cabeza mientras dejaba el cuerpo estático sentado sobre el trono.

De pronto, sus ojos, ya más grises que azules, se alzaron hacia la lejanía de delante. El terreno era llano, pero abarrotado de troncos podridos en el suelo y árboles agonizantes que cada vez se acercaban más al suelo. Sus raíces parecían querer salir del suelo para hacer que el árbol saliera huyendo de semejante escenario. Sin embargo, tal visión se había vuelto cotidiana para el rey, ya hacía mucho que las cosas eran así en su reino. Lo que verdaderamente había llamado su atención era la figura blanquecina que se acercaba hacia él directa y lentamente.

Su visión empañada no era suficiente para distinguir los detalles, pero lo que no llegaban a ver sus ojos, lo completaba su sagacidad. Se acercaba la dichosa araña.

Aún lejos, no dejaba de aproximarse cada vez más y más. La volvió a mirar y contempló una masa borrosa entre troncos, ramas y hojas cayendo. Sus patas se alzaban rítmicamente, una tras otra, cada vez más cerca, inexorable y a paso seguro. Pata tras pata hasta contar ocho, avanzaba, caminaba, trepaba. Pata tras pata. Cada vez más cerca, cada vez más definida, cada vez más grande. Araña pálida, araña blanca, araña albina de perdición. El rey notó en sus pies descalzos la vibración que a cada paso producía el monstruo en su avance. Arácnido gigante, tan grande como un elefante. Enorme como el temor que producía, pequeño el valor que dejaba. Sus patas se adecuaban al espacio, avanzaba esquivando troncos, pasando bajo las ramas, atravesando la lluvia de hojas secas.

El rey suspiró y apretó la empuñadura de su bastón, pero no por valor, sino por resignación. La araña ya estaba delante de él. El rey, tembloroso por la enfermedad y el miedo, alzó la mirada todo lo que su encorvado cuello le permitió.

Los ocho ojos justo delante de él. Ojos rosados y cubiertos de legañas que atravesaban su alma. Y más abajo, negros colmillos ocultos que podrían atravesar su corazón. La araña se detuvo allí y permaneció inmóvil. Tan solo se sacudía de vez en cuando, agitando todo su pesado cuerpo violentamente en un gesto de animal salvaje y sin razón. Sus patas se colocaron alrededor del rey, como barrotes que impedían cualquier escapatoria. Y allí se quedó.

El rey, masticó en seco y movió sus labios tratando de que su descuidada barba no le molestara mientras elegía cuidadosamente sus palabras.

—Araña maldita y muda. Deja de atormentarme con tus visitas al anochecer. ¿No te basta con saber que mi tormento aún no ha acabado? ¿Debes venir cada día a recordarme que mi fin se acerca? Nunca pones fin a mi pesadilla. ¡Amante de la tortura de mi alma! ¿Qué te he hecho yo para que me hagas esto? ¿Acaso he ofendido a tu divinidad? ¿Acaso he maltratado a tu especie? Siempre fui un rey bueno. Gobernaba con justicia. El bosque era feliz. Todo iba bien. Hasta que llegaste, desgraciada. Tú y tus visitas indeseadas. ¿Por qué siempre te paras delante de mí? ¿Por qué  nunca haces nada?

La araña no hacía nada. De pronto se sacudió. Pero nada más.

—Has rechazado mi comida. Has rechazado mis ofrendas. Has rechazado las hojas de mis espadas. Así que observa tú que tantos ojos tienes. Mira a tu alrededor. ¿Querías mi reino? ¿Querías mis animales? ¿Querías mis ríos, montañas y valles? Pues quédate con ellos, desgraciada. He matado a todos mis animales. Los ríos corren con la sangre de mis súbditos. Las montañas tiemblan por el odio que he sembrado y los valles están cubiertos de los cadáveres de los que se han opuesto. Todo ha terminado, araña cruel. Por tu culpa, desdichada. He puesto fin a lo que más quería con tal de librarme de tu presencia atormentadora. ¿Quieres dejarme ya en paz? No soporto esta agonía en vida. Si era mi reino lo que querías, da media vuelta, pues ni queda la sombra de lo que fue. Pero si me quieres a mí, termina conmigo de una vez y pon fin a lo que ya ha tenido un principio.

La araña seguía sin hacer nada. El rey miraba su propio reflejo en cada uno de los rosados ojos. La noche caía y ya no había luz en el bosque. Las hojas se agitaron, y un torbellino de viento las hizo revolotear. Por un momento, el rey recordó los pájaros que antes volaban y cantaban por doquier. Por un instante, le pareció oír sus cantos. Pero estaba equivocado. Lo que oía era un sonido silbante y constante. Entonces notó algo pegajoso sobre su rostro. Entre las hojas que caían empezó a ver finos hilos de seda que caían sobre su persona.

La araña, había elevado su redondo trasero sobre la cabeza del rey y vertía sobre él una lluvia de telaraña densa y viscosa. El rey tembló y con gesto débil y asustado, trató de moverse, pero ya estaba atrapado y no podía despegar su cuerpo de su trono. Tan solo consiguió caer torpemente ante el asiento, quedando de espaldas a la araña.

—¡Ah! Al fin te has decidido —gritó asustado—. Seré al fin alimento para mi pesadilla. Amargo final para un rey que solo quería lo mejor para su pueblo. Sin embargo, acepto mi destino. Moriré y de espalda, pues es el destino que se merece quien no ha sabido defender a los suyos.

El rey cerró los ojos resignado y esperó la estocada final, el colmillo venenoso clavándose en su cuerpo convertido en capullo de seda.

Sin embargo, el golpe piadoso no llegó jamás. Cuando abrió los ojos, no vio nada. Las patas de la araña ya no estaban a su alrededor, solo había oscuridad. Notaba por las vibraciones del suelo que la araña se alejaba de él por su espalda.

El rey abrió la boca, seca y amarga, y entonces comprendió su castigo. Chilló en medio de la noche de su bosque asesinado por él mismo. La araña se alejó.

Desde entonces, cada anochecer, la araña visitaba al rey y le hacía creer que iba a morir. Cada día, el rey creía que su muerte le llegaría por la espalda, y cada atardecer veía las patas de su horrible verdugo detrás de él. Y cada noche su vida era perdonada para que afrontase un día más de tortura. Hasta que llegó el día que nunca llegaba. El día de su muerte. Y la muerte llegó, pero no por la mordedura de la araña, sino por los estragos del tiempo. La araña hizo su trabajo, medrar su espíritu, amedrentar sus ánimos y minar su valor hasta que el rey solo veía arañas por todas partes echando a perder todo lo que poseía y amaba.

El miedo a la araña. El miedo a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario