jueves, 29 de noviembre de 2012

El hacedor

Dentro del taller, el androide paseaba alrededor de la mesa central. Caminaba con las manos de metal cogidas a la espalda, mientras avanzaba describiendo círculos. Miraba con atención la mesa, que siempre quedaba a su izquierda. Era una mesa alargada y rectangular sobre la que yacía un cuerpo mecánico y sanguinolento con forma humana.
El androide lo examinaba atentamente sin dejar de caminar ni de meditar. Sus pasos, siempre precisos, lo llevaban a través del escaso espacio libre. Apenas quedaba hueco para moverse. El lugar era estrecho y estaba recargado de herramientas fuera de lugar, tuercas amontonadas, charcos de aceite y múltiples motores, desarmados unos y destrozados otros. La habitación era pequeña, y apenas se sostenía en pie bajo las chapas de metal que formaban su techo. La puerta no dejaba de golpetear contra el marco de aluminio. Fuera, parecía que se había desatado un verdadero vendaval.

Entonces, el androide se detuvo y contempló el cuerpo sobre la mesa. Se había parado justo delante de la cabeza del cuerpo tendido. Contempló la cuenca vacía del cráneo metálico y se preguntó si funcionaría.
Dentro de su CPU, valoró las múltiples posibilidades de éxito. Tras un análisis que le llevó unos minutos, su sistema dio como resultado un sesenta y cinco por ciento de probabilidades de éxito. Consideró que se trataba de un porcentaje apto para llevar a cabo la prueba.

Justo entonces, con un movimiento elegante, silbaron sus articulaciones hidráulicas y se dio media vuelta. Ahora, estaba frente a otro cuerpo sin vida, sentado bajo el banco de trabajo. Se trataba de un cadáver de carne y hueso, un hombre de avanzada edad vestido con una bata blanca, cuyo pecho mostraba la carnicería producida por varios impactos de proyectiles de gran calibre. Su cabeza, gacha, mostraba un abundante pelo blanco. La mano fría y blanca del androide sostuvo la frente del muerto y la levantó para contemplar el rostro. Tenía los ojos cerrados detrás de los cristales rotos de sus gafas, y la barba de tres días le daba al anciano un aspecto descuidado y avejentado.

Los ojos azules del androide hicieron girar su enfoques y definieron perfectamente la imagen del hombre. El androide capturó la imagen y guardó la instantánea en su banco de datos, junto con otras fotos y vídeos de aquel hombre cuando estaba vivo. Con un movimiento rápido, su otra mano se acercó hasta la cortadora de sierra circular de encima de la mesa central. No tuvo que prepararse para realizar el corte, tan solo lo realizó según los datos de cirugía craneal de los que disponía en su disco duro. La cortadora zumbó como un abejorro hasta que el corte recorrió por completo el perímetro de la cabeza del cadáver. Retiró la parte seccionada de cráneo y apartó los mechones de pelo que habían quedado pegados a la superficie retorcida del cerebro. El trozo de cráneo seccionado cayó al suelo haciendo un ruido parecido al de una tapa de madera.

Con firmeza, el androide colocó las delicadas almohadillas de las yemas de sus dedos sobre el cerebro y realizó con un bisturí otro corte profundo detrás de la cabeza para liberar el cerebro, que cayó en su  mano como un recién nacido.

No se detuvo a valorar lo extraño que resultaba sostener el órgano humano en sus manos metálicas. Pero sí que realizó un estudio pormenorizado del cerebro con los sensores de la palma. El órgano estaba en buen estado y listo para el trasplante.

De modo que colocó el cerebro humano dentro de la cavidad craneal del cuerpo mecánico de la mesa central. Lo encajó perfectamente en el hueco metalizado y pulido, y lo sujetó con sensores eléctricos y redes sensoriales. Una vez listo, ya solo quedaba un último detalle, y para ello le haría falta el machete del banco de trabajo.

Con movimientos apresurados, pero siempre precisos, se acercó hasta el machete, lo cogió y lo sostuvo en alto. El cerebro trasplantado no aguantaría mucho más sin un mantenimiento vital. Sin mayor dilación, el androide bajó la hoja del oxidado machete repentinamente sobre su muñeca y se cortó su propia mano. El chisporroteo salió de su muñón como la sangre saldría de un ser vivo. Los cables seccionados serpenteaban al tiempo que escupían arcos eléctricos alrededor de la herida. Justo entonces, encaró el cuerpo de la mesa central. La sangre con la que había rociado cada parte mecánica del cuerpo tumbado haría las veces de conductor de la electricidad. Con seguridad, acercó el muñón mecánico electrificado hasta el cerebro implantado y la descarga se produjo de forma instantánea. La sacudida fue tal que el androide salió disparado y cayó contra la pared violentamente. Sus ojos azules cambiaron a rojo, y luego a negro.

El tiempo pasó. Los ojos del androide se iluminaron de nuevo con un diminuto punto rojo que fue ampliándose hasta ocupar toda su pupila. Su CPU comenzó a zumbar mientras analizaba el sistema. Algunos chips habían quedado fritos y por el brazo estaba perdiendo demasiado líquido refrigerante. Aun así, despertó y pudo ver a su creación en cuclillas delante de él. Lo había conseguido. Estaba funcionando. Sin embargo, las palabras que pronunció el revivido desconcertaron al androide.

—Debiste haberme dejado muerto —dijo la destartalada máquina bañada en sangre, con un sorprendente tono humando y triste—. Yo no deseaba esto.

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